Me toma la palabra y aprieta el último botoncito. Más tertulia.-¿Siempre eres así de previsible? -me pregunta.
– Sólo cuando…
Antes de que pueda terminar la frase, el chirrido de una guitarra eléctrica me perfora el tímpano. Ha encontrado lo que le gusta.
Repiquetea con los pulgares en el volante y lleva el ritmo con la cabeza. Se la ve totalmente viva.
– ¿Esto es lo que te gusta a ti? -le grito por encima del estruendo-. ¿Radio basura?
– Es la única forma de mantenerse joven -dice con una sonrisa.
Me está machacando los nervios y le encanta. Con veintidós años, Nora Hartson es lista y un poco demasiado confiada. Sabe que soy consciente de la diferencia de edad entre nosotros, y lo sabe desde el mismo momento en que le dije que yo tenía veintinueve. Aunque no le importaba.
– ¿Crees que eso me va a asustar? -pregunté.
– Si te asustas, eres tú él que se equivoca.
Ahí la cacé. Necesitaba ese reto. El sexual sobre todo. Para ella las cosas habían sido demasiado fáciles durante demasiado tiempo. Y sabe perfectamente que no es divertido conseguir siempre lo que quieres. La cuestión es que probablemente eso le pasará toda la vida. Tiene ese poder, para lo bueno o para lo malo. Nora es atractiva, interesante y absolutamente cautivadora. También es la hija del Presidente de los Estados Unidos.
Pero, como ya he dicho, a mí no me asusta el poder.
El coche se dirige hacia Dupont Circle y echo una mirada a mi reloj preguntándome cuándo acabará esta nuestra primera cita. Son ya las once y cuarto, pero Nora parece que acabe de empezar. Nos paramos en un sitio que se llama Tequila Mockingbird. Alzo los ojos al cielo.
– ¿Otro bar?
– Necesitamos hacer por lo menos un poquito de calentamiento -me provoca. Hago como si oyera cosas de ésas todo el tiempo. No la engaño ni por un momento. ¡Dios, adoro América!-. Además -añade-, éste es un buen sitio… nadie lo conoce.
– ¿Así que realmente podremos estar un poquito en privado?
Instintivamente, observo por el retrovisor. El Chevy Suburban negro que salió detrás de nosotros por la verja de la Casa Blanca y ha estado ahí en cada una de las etapas posteriores, continúa justo detrás. El Servicio Secreto nunca abandona.
– No te preocupes por ellos -dice Nora-. No saben lo que viene ahora.
Antes de que pueda preguntarle qué quiere decir, veo a un hombre con unos caquis que está junto a la entrada lateral del Tequila Mockingbird. Nos señala una plaza de parking reservada y nos indica que nos acerquemos a él. Antes incluso de que apriete el botón que lleva en la mano y susurre algo en el cuello de su polo que-lucha-por-parecer-informal, ya sé quién es. Servicio Secreto. Lo que significa que no tenemos que hacer la larga cola de entrada: él nos meterá por el lateral. No es un mal sistema para ir de bares, si quieren mi opinión. Naturalmente, Nora lo ve de otro modo.
– ¿Preparado para aguarles la fiesta? -me pregunta.
Asiento con la cabeza, no muy seguro de qué está tramando, pero sin poder reprimir la sonrisa. La Primera Hija, y quiero decir la Primera Hija, está sentada a mi lado, en mi propio cacharro desvencijado, pidiéndome que baile el limbo y pase por debajo del palo con ella. Casi puedo saborear ya la salsa.
En cuanto establecemos contacto ocular con el agente que está en el exterior del Mockingbird, Nora pasa de largo y pone rumbo a una discoteca situada a media manzana de allí. Me doy la vuelta y compruebo la expresión del agente. No le ha hecho gracia. Logro leer sus labios desde aquí. «Sombra se marcha», le gruñe a su cuello.
– Espera un momento… ¿no les dijiste que íbamos al Mockingbird?
– ¿Puedo preguntarte una cosa? ¿Tú crees que cuando sales por ahí resulta divertido que los del Servicio Secreto vayan a inspeccionar el sitio antes de que tú llegues?
Hago una pausa mientras lo pienso.
– La verdad es que a mí me parece bastante buen rollo.
– Vaya; pues yo no lo soporto -dice, riendo-. En cuanto ellos aparecen, toda la gente interesante coge la puerta. -Señala el Suburban que sigue detrás de nosotros y añade- A los que me siguen a mí, los puedo manejar. Los que me estropean la fiesta son los que llegan por adelantado. Además, con estas cosas todos van de puntillas.
Mientras nos detenemos donde el portero, intento pensar en algo ingenioso que decir. Y entonces lo veo. De pie ante la entrada principal de nuestro nuevo destino hay otro hombre que susurra en el cuello de su camisa. Como el agente que estaba a las puertas del Mockingbird, va vestido con el uniforme oficioso del Servicio Secreto: caquis y polo de manga corta. Para que Nora llame lo menos posible la atención, los agentes hacen cuanto pueden para resultar invisibles, y su atuendo se inspira en el de su protegida. Por supuesto, ellos creen que encaja, pero por lo último que yo he visto, la mayoría de la gente que va de caquis y polo no lleva pistola ni habla por el cuello de su camisa. En cualquier caso, sin embargo, estoy impresionado. La conocen mejor de lo que creía.
– Entonces, ¿entramos o qué? -pregunto, haciendo un gesto al portero que está esperando a que Nora abra su puerta.
Nora no contesta. Sus penetrantes ojos verdes, que fueron lo bastante persuasivos como para convencerme de que la dejase conducir, miran ahora por la ventanilla con expresión vacía. Le doy un golpecito juguetón en el hombro.
– Así que sabían que venías aquí. Buen asunto, ése es su trabajo.
– No es eso.
– Nora, todos somos animales de costumbres. Sólo porque ellos sepan las tuyas…
– ¡Ése es el problema! -exclama-. ¡Yo lo hacía espontáneamente!
Tras el exabrupto se nota en su voz un dolor que me pilla con la guardia baja. Hace años que la veo en la televisión, pero es la primera vez que la he visto mostrar su lado blando, y aunque sea por un grito, me lanzo. Mi golpecito juguetón en el hombro se convierte en una caricia apaciguadora.
– Olvídate de este sitio, encontraremos alguno nuevo.
Mira con rabia al agente que está cerca de la puerta principal. Él le sonríe. Ya han jugado antes a este juego.
– Nos vamos de aquí -gruñe. Con un rápido golpe de gas, los neumáticos chillan y salimos en dirección a la próxima parada. Mientras arrancamos, vuelvo a mirar por el retrovisor. El Suburban viene justo detrás de nosotros, como siempre.
– ¿Se rinden alguna vez? -pregunto.
– Es cuestión de territorio -dice, y suena como si le hubieran dado una patada en la barriga.
Esperando subirle la moral, digo:
– Olvidémonos de los gorilas. ¿Qué más nos da que sepan adonde…?
– Pásate dos semanas así. Ya verás si te cambia el rollo.
– El mío, no. El mío sigue siendo el mismo: «Me encantan los chicos con pistolas; me encantan los chicos con pistolas; me encantan los chicos con pistolas.» Es como un mantra.
Es un chiste fácil, pero funciona. Intenta ocultar una minúscula sonrisa.
– Tengo que querer esas pistolas -inspira profundamente, se pasa la mano por la nuca y entre las puntas de su pelo negro. Me parece que por fin está empezando a calmarse -. Gracias otra vez por dejarme conducir… empezaba a echarlo de menos.
– Por si te hace sentirte mejor, eres una conductora excelente.
– Y tú un mentiroso excelente.
– No es porque yo lo diga… mira esos lemmings de atrás; vienen sonriendo desde que saliste zumbando del club.
Nora lo comprueba por el retrovisor y saluda con la mano a aquellos otros dos de la patrulla-de-caquis-y-polos. Ellos no sonríen, pero el del asiento del pasajero devuelve el saludo.
– Son buenos chicos… llevan tres años conmigo -me explica-. Además, esos dos, Harry y Darren, no son tan malos. Sólo que se deprimen porque ellos son los únicos realmente responsables de mí.
– Parece un trabajo de ensueño.
– Más bien una pesadilla… Cada vez que salgo de la Casa, están ahí pegados, mirándome el trasero.