– Escucha, Michael. Los chicos de la campaña nos están tirando con bala… Éste es un juego peligroso. Si has dado una impresión equivocada, vas a hacer que se alce hasta la última ceja votante del país.
– Pero yo no…
– Ni te estoy acusando de nada. Sólo sugiero que te vayas a casa y te tomes un respiro. Esta mañana ya has pasado mucho y te puede venir bien el tiempo libre.
– Yo no necesito…
– Ni me discutas. Vete a casa.
Me muerdo el labio inferior, vuelvo a sentarme sin saber bien que decir. Si saco a relucir lo de anoche, me enterrará con eso: me echará de pasto a la prensa con una sonrisa de traigo-un-pájaro-entre-los-dientes. Mejor estarse callado y ver adonde quiere llegar. Una pequeña tregua vale mucho; especialmente si me mantiene a su lado. Y a su espalda.
Aun así, no puedo evitarlo. Hay demasiados imponderables. ¿Qué pasa si me sale al revés? Tal vez haya algo más que lo de anoche. Simon no parece receloso ni acusador, pero eso no hace que me sienta menos a la defensiva.
– ¿Sabe usted por qué nos peleábamos Caroline y yo? -exclamo, luchando por mantener las cosas claras; y antes de que pueda contestarme, añado-: Ella pensaba que los antecedentes penales de mi padre me hacían incompatible para llevar el trabajo de Medicaid…
– Ahora no es el momento, Michael.
– ¿Pero usted no cree que el FBI…?
Simon no me da la oportunidad de terminar.
– ¿Sabes por qué este despacho está forrado de paneles? -me pregunta.
– ¿Perdón?
– El despacho -dice, señalando los paneles de nogal que cubren las cuatro paredes-. ¿Tienes idea de por qué está forrado de madera?
Niego con la cabeza, extrañado.
– En tiempos de Nixon, este despacho pertenecía al director general de Presupuestos Roy Ash. El despacho situado al fondo del pasillo era el de John Erlichman. Los dos son grandes despachos de esquina. La única diferencia es que el de Erlichman estaba forrado de madera y éste no. Como estamos en la Casa Blanca, Ash imaginaba que eso tenía que significar algo. Pensó que todo el mundo lo veía y lo juzgaba. De modo que, como era de los ricos, se pagó de su propio bolsillo poner paneles en el despacho. Y así ya eran iguales.
– Perdone, pero no lo entiendo.
– La cuestión, Michael, es que no hay que pasarse el tiempo defendiéndose a uno mismo. Ash tenía razón. Todo el mundo te mira. Y en este momento, lo único que ven es una mujer que ha tenido un ataque al corazón. Si empiezas a disculparte, ellos empezarán a pensar otra cosa.
– ¿Y eso qué quiere decir? -digo, sentándome muy derecho.
– Nada en absoluto -dice alegremente-. Me limito a mirar por ti. Ese corte de la frente se te habrá ido mañana. Y, hazme caso, no necesitas que te hagan otro.
– Yo no he hecho nada malo -insisto.
– Nadie dice que lo hicieras. Fue un ataque al corazón. Eso, los dos lo sabemos. -Aprieta sus dedos índices uno contra otro y se los lleva a los labios. Con una sonrisa silenciosa, envía la amenaza a casa. Vete a casa y estáte calladito, o quédate aquí y paga el precio-. Por cierto, Michael, no te metas en más peleas con el Servicio Secreto. No quiero volver a tener noticias suyas.
Mis ojos se pasean por la pared del ego de Simon que tiene sobre sus hombros. En un marco de plata hay una reproducción de la ley penal del año pasado y una de las cuatro plumas que usó el Presidente para firmarla. Hay una foto de Hartson y Simon pescando en un barco en Key West. Y una de Simon despachando con Hartson en el Despacho Oval. Hay una nota personal manuscrita de Hartson dando la bienvenida a Simon en su regreso al cargo. Y hay una foto grande de ellos dos de pie en el pasillo del avión presidenciaclass="underline" Simon está riendo y el Presidente sujeta una pegatina que dice: «Mi abogado puede más que tu abogado.»
– Es lo mejor para ti, créeme -me dice-. Tómate el resto del día libre y descansa.
Es un hijo de puta sin principios, pienso para mis adentros al levantarme de la silla. El prototipo de letrado de la Casa Blanca: se las ha arreglado para no decir nada y pese a ello dejar perfectamente claro lo que quiere. Así que ahora mismo, lo menos peligroso es estarse callado. No es algo que me haga feliz, pero como ya vi esta mañana en el despacho de Caroline, la alternativa tiene sus consecuencias. Voy hacia la puerta y hago lo único que se me ocurre hacer. Asiento con la cabeza y me aguanto. Por ahora.
En cuanto vuelvo a mi apartamento voy directo al único mueble que me traje conmigo de Michigan: un escritorio improvisado que fabriqué apoyando una pieza de roble de gran tamaño sobre dos pequeños archivadores negros. Baqueteado y feo como se lo ve, resulta tan cómodo como yo me siento con él. El resto de los muebles están alquilados con el apartamento. El sofá negro desmontable, la mesita de café de fórmica negra, la gran tumbona de cuero, la pequeña mesa rectangular de la cocina, incluso la cama de matrimonio sobre una tarima lacada en negro… Nada de eso es mío. Pero cuando el agente de la inmobiliaria me enseñó el apartamento amueblado, me sentí como en casa, con la suficiente cantidad de muebles negros como para que un soltero se sienta masculino. Para completarlo, añadí una televisión y una librería alta negra. Desde luego, usar las cosas de otra persona resulta un poco impersonal, pero cuando llegué a la ciudad no quise comprar ningún mueble hasta estar seguro de que iba a poder aguantarlo. Eso fue hace dos años. Lo mismo que en mi despacho de la oficina, las paredes son las que hacen de este lugar algo mío. Encima del sofá hay dos carteles electorales en rojo, blanco y azul con los peores eslóganes que pude encontrar. Uno es de Maine, de una elección al Congreso en 1982, y dice: «Charles Rust – Rima con Trust.» El otro es de una campaña de 1996 en Oregon que lleva la falta de creatividad a un nuevo mínimo: «Buddy Eldom – Americano. Patriota. Americano.»
Acerco la silla a la mesa, levanto la tapa de la carpeta y me preparo para trabajar un poco. Cuando mi madre se marchó, cuando a mi padre lo mandaron fuera, aquél fue siempre mi primer movimiento instintivo: enterrarlo todo en el trabajo. Pero por primera vez en mucho tiempo, esta vez no me hará sentirme mejor.
Me paso veinte minutos con el Lexis hasta que me doy cuenta de que mi investigación sobre el censo no avanza nada. Por mucho que intente concentrarme, mi mente no deja de revolotear en torno a las últimas horas. A Caroline. Y Simon. Y Nora. Tengo tentaciones de llamarla de nuevo, pero rápidamente decido que no. Las llamadas dentro de la Casa Blanca no pueden registrarse. Las que salen de mi casa, sí. Y no es momento de correr riesgos.
En vez de eso, saco la cartera, cojo mi tarjeta de seguridad y llamo al despacho. El carnet de seguridad, del tamaño de una tarjeta de crédito, parece una calculadora enana sin los botones de los números. Mediante un programa de cifrado de bucle continuo y una pequeña pantalla de cristal líquido, la tarjeta te da un código de seis dígitos que cambia cada sesenta segundos. Es la única manera de acceder a tu buzón de voz desde una línea exterior, y al cambiar constantemente el código numérico garantiza que nadie más puede saber tu contraseña y escuchar tus mensajes.
Introduzco la contraseña de seguridad en el acceso de voz y me encuentro con que tengo tres mensajes. Uno de Pam, preguntando dónde estoy. Uno de Trey, para saber cómo me encuentro. Y otro remitido por la secretaria del consejero adjunto Lawrence Lamb para anunciar que la reunión de la tarde con el secretario de Comercio se ha cancelado. De Nora, nada. No me gusta que me abandonen de este modo.
La primera vez que mi madre se marchó para hacer sus pruebas clínicas, yo tenía ocho años. Estuvo fuera tres días, y mi padre y yo no teníamos ni idea de adonde había ido. Como era enfermera, era fácil preguntar en el hospital, pero allí no sabían tampoco dónde estaba. O por lo menos eso decían. Los restos de comida nos bastaron para dos días, pero acabamos por llegar al punto en que necesitábamos alimento. Gracias al trabajo de mi madre, no éramos pobres, pero mi padre no estaba en condiciones de ir a comprar. Cuando me ofrecí voluntario para ir yo, me metió un puñado de billetes en la mano y me dijo que comprase lo que quisiera. Radiante de orgullo ante mi riqueza recién encontrada, me fui andando hasta el supermercado y llené el carro. Mantequilla de cacahuete Skippy en vez de mantequilla de cacahuete sin marca; Coca-Cola en vez del refresco de cola de marca blanca; por una vez viviríamos a lo grande. Tardé casi dos horas en elegirlo todo y llenar el carro casi hasta arriba.