– ¿Alguna razón? -dice Pam. Puedo leerlo en las arrugas de su frente. Cree que me obnubilan las estrellas-. Ahora te estás comportando como un perfecto idiota.
– Lo siento… pero yo lo veo así.
– Bueno, aparte de lo ciego o no que quieras estar, sigues necesitando que te ayude. Porque ella es la única que puede corroborar tu historia sobre Simon.
Asiento con la cabeza intentando no ahondar en por qué no ha querido verme hoy.
– Cuando todo se calme, seguro que aparece.
– ¿Y por qué me resultará tan difícil creer eso?
– Porque a ti ella no te gusta.
– Ella me importa un comino… sólo estoy preocupada por ti.
– Pues no te preocupes, no nos va a dejar en la estacada.
– Espero que tengas razón -dice Pam-. Porque si lo hace, vas a hacer una caída libre sin paracaídas. Y antes de que puedas parpadear siquiera, estarás apurando hasta el último segundo del impacto.
Por razones de economía, el sábado por la mañana significa que sólo dos de mis cuatro periódicos me esperan en el lado de fuera de mi puerta. Los sueldos de funcionario no llegan más allá, ni siquiera para un abogado. Aun así, el ritual es prácticamente el mismo. Al meter los periódicos, contemplo por segundo día consecutivo la foto de Bartlett en primera: una instantánea radiante de él y su mujer en un partido de fútbol de su hijo. Dejo el periódico a un lado y miro en el faldón de la primera del Post la noticia de la muerte de Caroline y busco mi nombre. No está. Todavía no.
En vez de eso hay un resumen de su muerte, seguido de un breve apunte sobre lo buena amiga de la Primera Dama que era. Según dice el pie de una foto antigua de las dos amigas, esa relación cambió la vida de Caroline. Pero mirando la imagen no entiendo por qué. Caroline es una estudiante de Derecho, con los ojos muy abiertos y apasionados y una blusa barata y una falda arrugada; la señora Hartson es su supervisora, la consejera chispeante que recauda fondos para el Parkinson con su traje blanco a lo Miami que muestra su poder. Una amistad terminada por un ataque al corazón. Por favor, ojalá que sólo sea un ataque al corazón.
El sábado por la mañana bajo en coche hacia el centro y según me acerco a la Casa Blanca la avenida de Pennsylvania está atestada de corredores y ciclistas que pretenden dejar atrás el trabajo de la semana. A sus espaldas, el sol reverbera en las columnas de marfil de la mansión. Es de esa clase de vistas que te hacen desear pasar el día al aire libre. Es decir, si consigues quitarte el trabajo de la cabeza.
Me paro ante el primer control ante la verja de la Puerta Suroeste y muestro mi tarjeta de identidad al guardia uniformado del Servicio Secreto. Echa un vistazo a la foto y me pone una sonrisilla vagamente burlona. En la mano derecha lleva algo que parece un taco de billar con un espejo irrompible redondo sujeto en un extremo. Sin decir palabra, pasa el espejo por debajo del coche. Ni bombas ni pasajeros sorpresa. Como conozco el resto del ritual, abro el maletero. El primer agente revuelve por la trasera de mi jeep cuando descubro a otro de pie a un lado con un pastor alemán más que alerta. Cuando por fin mi coche esté aparcado, enviarán al perro a que olfatee de hora en hora. En este momento, me indican con la mano que pase.
Encuentro un sitio libre en la State Place justo al lado de los barrotes de acero. Para mi nivel, es el mejor parking posible. Fuera de la verja. Por lo menos tengo pase para el aparcamiento.
Hago el resto del camino a pie, cruzo la verja, meto mi chapa en el torniquete y espero a que suene el cierre. Cruzo ante otros dos guardias, ninguno de los cuales me vuelve a mirar. Pero al mirar hacia atrás, sin embargo, veo que el agente del espejo está del otro lado de la verja. Y que me está mirando fijamente a través de los barrotes. Con la misma sonrisilla en la cara.
Acelero el paso hacia la acera llevando el EAOE a la izquierda y el Ala Oeste a la derecha. El pasaje entre ambos está lleno de Mercedes, Jaguars y Saabs alineados y mezclados con justo los suficientes Saturns destartalados como para disipar los reproches de elitismo. El aparcamiento más prestigioso de la ciudad. Todo lo que está dentro de las verjas. El aparcamiento de la avenida West Exec, una isla en sí mismo, es también el lugar donde se expone a la vista del mundo la jerarquía de mando en la Casa Blanca: cuanto más cerca de la entrada del Ala Oeste esté tu plaza, más alto es tu rango. El jefe de Gabinete está más cerca que el jefe adjunto de Gabinete, que está más cerca que el consejero de Política Interior, que está más cerca que yo. E incluso aunque yo no voy habitualmente en coche al trabajo, eso no quiere decir que no quiera tener plaza en el interior de la verja.
Cada vez más cerca de la fachada, no puedo contenerme. Finjo que oigo que alguien me llama y vuelvo a mirar hacia atrás. El guardia continúa allí. Nuestros ojos se encuentran y murmura algo por su walkie-talkie. Qué demonios… Olvídalo. Sólo pretende asustarme. ¿Con quién habla?
Vuelvo al aparcamiento y veo un Volvo negro en la plaza 26. Simon está por el edificio. Al final de esa fila, hay un Honda gris viejo en el puesto 94. Es el de Trey, cuya jefa le deja utilizar su plaza los fines de semana. A medio camino entre los dos, veo que hay un coche rojo nuevo flamante aparcado en el 41. Caroline lleva menos de veinticuatro horas muerta y alguien ha cogido ya su parking.
Al acercarme a la entrada lateral del EAOE, echo una última mirada al guardia del exterior de la verja. Por primera vez desde que llegué, no está, ha vuelto a deslizar su espejo por los bajos de los coches que llegan. Aun así, es igual que la noche en el terraplén: no sólo tengo el cuello empapado en sudor, sino que tampoco puedo quitarme de encima la sensación de que me observan.
Sin pensarlo, levanto la vista a las docenas de ventanas grises de este lado del enorme edificio. Todas ellas parecen vacías, pero todas me miran de algún modo como si fueran lupas cuadradas. Mis ojos recorren los cristales buscando un rostro amigo. No hay nadie.
Dentro del edificio, no tardo mucho tiempo en llegar a la antesala de mi despacho. Al abrir la puerta, sin embargo, me quedo sorprendido al ver que las luces están encendidas. No he visto el coche de Julian en la State Place, y Pam me dijo que iba a trabajar en casa. La oficina tendría que estar a oscuras. Echo la culpa al descuido de las limpiadoras y meto el brazo por detrás del archivador más alto para desconectar la alarma. Pero mientras voy tanteando el yeso, no me gusta lo que descubro. La alarma ya está desconectada.
– ¿Pam? -llamo-. ¿Julian? ¿Estás ahí?
Nadie contesta. Por debajo de la puerta de Pam creo ver la luz encendida.
– ¿Estás ahí, Pam?
Justo al girar hacia su despacho, me doy cuenta de que las tres bandejas apilables de plástico que nos hacen de buzones están llenas. Junto a la mesa, la cafetera está apagada. Estoy a punto de abrir la puerta de Pam y me quedo helado. Conozco a mi amiga. Sea quien sea quien esté ahí, no es Pam.
Me apresuro hacia mi despacho, abro la puerta con fuerza y me precipito dentro. Me giro, raudo, cojo el pestillo y lo cierro. Entonces, me doy cuenta. No tendría que haber podido abrir mi puerta, se supone que está cerrada con llave.
A mi espalda, algo se mueve junto al sofá. Después, junto a la mesa. Un chasquido de vinilo. Un lapicero rodando por una carpeta. No están en el despacho de Pam. Están en el mío.
Me doy la vuelta luchando por recuperar el aliento. Demasiado tarde. Hay dos hombres esperándome. Ambos vienen hacia mí. Me vuelvo hacia la puerta, pero la he cerrado. Me lanzo sobre el cerrojo con las manos temblando.
Cae un puño que me golpea en los nudillos. Mis manos siguen sin soltar el pestillo. Agarrado. Aferrado. Lo que sea para salir.
Una mano gorda y carnosa pasa sobre mi hombro y me tapa la boca. Intento gritar, pero me sujeta demasiado fuerte. Las puntas de sus dedos se hunden en mi mandíbula, las uñas me arañan la mejilla.
– No se resista -me advierte-. Sólo será un momento.