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– ¿De quién es esa solicitud de la LLI?

– Una periodista del Post, Inez no sé cuántos.

– Cotigliano.

– Exacto -dice Pam.

Palidezco. Cojo la carpeta y hojeo sus varias páginas.

– ¿Cuándo te dieron esto?

– Pues… creo que fue ayer…

– ¿Por qué no me lo dijiste? -grito. Antes de que pueda contestar, veo el encabezamiento de la nota interna:

Para: Todo el personal jurídico

De: Edgar V. Simon, consejero del Presidente

Con la prensa mostrando tanto interés inmediato, seguro Incapaz de hablar, meto la mano en mi buzón vacío preguntándome dónde fue a parar mi copia de esa nota. Después miro a Pam.

– Lo siento -dice Pam-. Creí que lo sabías.

– Es evidente que no. -Arrojo la nota sobre la mesa y me voy hacia la puerta.

– ¿Adonde vas?

– Afuera -replico al salir de la oficina-. Acabo de acordarme de que tengo que hacer una cosa.

– Dale un respiro -dice Nora por la otra línea-. Creo que está desbordada de trabajo.

– Seguro que sí, pero tenía que saber lo importante que es para mí.

– ¿Y entonces se supone que tiene que leerte todo su correo? Venga, Michael, cuando recibió la nota seguro que pensó que tú también la tenías.

Reacciona exactamente igual que Trey, pero para ser sincero, esperaba una opinión diferente.

– No lo entiendes -añado-. No es sólo que no me lo dijera. Es que… desde que empezó a trepar escaleras arriba, es como si fuera una persona distinta.

– Suena como si tuviéramos en marcha un caso de celos benignos.

– No son celos.

Estoy en la cabina telefónica situada enfrente del EAOE, y me descubro escudriñando las hordas de peatones e intentando recordar la foto que vi de Vaughn.

– Escucha, cielito, empiezas a sonarme patético. Quiero decir, ¿no estarás tan paranoico que me llamas de un teléfono público? Venga, respira hondo, cómprate un chupa-chups, haz algo. Lo mismo que con la periodista del Post. Montañas y granos de arena, muchacho.

No estoy muy seguro de qué es más irritante: si el incidente con Pam o que de repente Nora se comporte como si no hubiera nada de qué preocuparse.

– ¿Tú crees?

– Naturalmente. ¿Nunca has oído cómo investigó Bob Woodward lo de The Brethren? Estaba escribiendo un libro sobre el Tribunal Supremo y no conseguía que ningún funcionario hablase con él. Así que escribe seiscientas páginas basadas en rumores y comentarios. Luego coge el manuscrito, hace unas cuantas copias y lo hace circular por el Supremo. Al cabo de una semana todos los ególatras del edificio lo van llamando para indicarle los detalles exactos. Y ¡zas!, ya tiene el libro.

– Eso no es verdad. ¿Quién te lo ha contado?

– Bob Woodward.

Finjo tranquilidad.

– ¿Entonces es verdad?

– Es verdad que estuve hablando con Woodward.

– ¿Y lo otro? ¿Lo del personal del Supremo?

– Dijo que era un camelo, uno de los grandes mitos de Washington. No tuvo ningún problema para conseguir fuentes. Es Bob Woodward -dice entre risas-. Esa otra periodista, la que te mandó el e-mail, sólo intenta pescar algo. Todo eso de la LLI no es más que un gran cebo. Ah, espera un segundo… la mujer de la limpieza… -Tapa el micrófono y se oye la voz en sordina, pero aun así se entiende-. Estoy charlando con un amigo, ¿puedes esperar un segundito?

– Disculpe, señora, sólo venía para recoger la ropa sucia.

– No te preocupes. No es gran cosa. ¡Gracias, Lola! -Vuelve a prestarme atención y pregunta-: ¿Dónde estábamos, perdona?

– ¿Sabes español?

– Soy de Miami, Paco. ¿Crees que iba a aprender francés? -Antes de que pueda contestar, añade-: Ahora vamos a hablar de otra cosa. ¿Qué haces este fin de semana? A lo mejor podemos vernos.

– No puedo. Le prometí a mi padre que iría a verlo.

– Eso está muy bien. ¿Dónde vive? ¿En Michigan?

– No exactamente -susurro.

Se da cuenta de mi cambio de tono y pregunta:

– ¿Qué te pasa?

– No, nada.

– ¿Entonces por qué te cierras así? Vamos, venga, puedes contármelo. ¿Qué está pasando en realidad?

– Nada -insisto, intentando cambiar de tema. Después de su llamada de esta mañana, estoy tentado de… pero no, todavía no-. Sólo que estoy preocupado con Simon.

– ¿Qué ha hecho?

Le explico cómo me apartó del asunto de las escuchas itinerantes. Como siempre, la reacción de Nora es instantánea.

– ¡Ese cabrón… no puede hacerte eso!

– Pues ya lo ha hecho.

– Entonces haz que lo cambie. Protesta. Díselo a tío Larry.

– Nora, yo no voy a…

– Deja de permitir que la gente te dé empujones. Simon, el FBI, Vaughn… digan lo que digan, lo aceptas. Cuando la comida está fría, se devuelve.

– Si la devuelves, el cocinero le escupe encima.

– Eso no es verdad.

– Estuve de camarero en Sizzler durante tres años cuando era estudiante. Créeme, prefiero tomar la comida fría.

– Bueno, pues yo no. Así que si tú no vas a llamar a Larry, lo haré yo. Tú puedes disfrutar de tu comida fría, yo voy a llamarlo ahora mismo.

– No, Nora…

Demasiado tarde. Ya no está.

Cuelgo el teléfono y noto un leve clic. Suena detrás de mí. Me vuelvo y veo a un hombre desastrado, con una barba ligera que claramente intenta compensar una calvicie incipiente. Clic, clic, clic. Lleva una bolsa verde vieja colgada del hombro y está sacando fotos del EAOE. Por un instante, sin embargo… justo cuando me di la vuelta… hubiera jurado que enfocaba la cámara hacia mí.

Ansioso por marcharme, le doy la espalda y bajo de la acera. Pero sigo oyendo los clics. Uno detrás de otro. Echo una última mirada al extraño y me fijo en su equipo. Teleobjetivo. Cámara de motor. No es un turista corriente. Vuelvo a subir a la acera y me acerco lentamente a él.

– ¿Lo conozco a usted? -pregunto.

Baja la cámara y me mira a los ojos.

– Ocúpese de sus asuntos.

– ¿Qué?

No contesta. Lo que hace es darse la vuelta y salir corriendo. Veo entonces que en la parte de atrás de la bolsa de las cámaras hay unas palabras escritas con rotulador negro: «Si me encuentras, llama al 202 334 6000.» Memorizo el número, dejo de correr y me lanzo hacia el teléfono público. Meto monedas por la boca del aparato, marco el número y espero que alguien descuelgue. «Vamos…», digo mientras suena el timbre y contemplo al fotógrafo desaparecer acera arriba. Es que nunca van a…

– Washington Post -contesta una voz femenina-. ¿Con quién quiere usted hablar?

– No puedo creerlo. ¿Por qué demonios…?

– Tranquilízate, Michael -dice Trey al otro lado del teléfono -. Que nosotros sepamos…

– ¡Me estaba sacando fotos a mí, Trey! ¡Lo vi!

– ¿Estás seguro de que te las sacaba a ti?

– Cuando se lo pregunté, echó a correr. Ya lo saben, Trey. Por algún motivo saben que han de enfocarme a mí, lo que significa que no van a dejar de escarbar en mi vida hasta que encuentren un ataúd o… ¡Oh, Dios mío!

– ¿Qué pasa? -pregunta Trey-. ¿Algo va mal?

– Cuando descubran lo que hice… lo van a destrozar.

– ¿Destrozar a quién?

– Tengo que irme. Ya hablaré contigo después.

– Pero ¿qué hay de…?

Cuelgo el teléfono con fuerza y marco otro número.

Diez números después, estoy hablando con Marlon Porigow, un hombre de voz profunda encargado de las visitas de mi padre.

– Mañana estaría muy bien -me dice con una voz de bajo cajún-. Procuraré que esté bien preparado.

– ¿Algún problema últimamente? ¿Se encuentra bien? -pregunto.

– A nadie le gusta estar en prisión, pero va tirando. Todos vamos tirando.

– Supongo -digo; tengo la mano izquierda aferrada con fuerza al brazo de la silla-. Mañana lo veré.

– Eso es, mañana.

Cuando está a punto de colgar, añado:

– Por cierto, Marlon, ¿puede hacerme un favor?