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Al pararnos, casi espero que Nora salga corriendo del coche. Pero en cambio, se queda donde está.

– ¿Preparada? -pregunto.

Asiente con la cabeza.

Satisfecho en cierta medida, salgo del coche y cierro la puerta. Quizá por primera vez en su vida, Nora me sigue.

La residencia-hogar ocupa un rancho de una sola planta de los años cincuenta con una puerta amplia y abierta. Menuda seguridad. Dentro es una casa normal, excepto las paredes en las que según vas andando ves colocadas licencias estatales y planos de salida de incendios. En la cocina, un hombre grueso con el pelo de pincho está apoyado en una barra con un periódico abierto ante él.

– Michael, Michael, Michael -dice cantarín con su profundo acento cajún.

– El mundialmente famoso Marlon.

– Mi madre no hizo más que uno. -Lanza una corta mirada a Nora y luego hace una recepción inmediata. Demasiado listo para caer en la gorra de béisbol. Allá vamos.

– Mmmm… mira esto. ¿Qué haces tú aquí tan al sur?

– Lo mismo que un acento criollo tan al norte -replica Nora con una sonrisa.

Marlon suelta una enorme carcajada.

– Muy bueno, hermana. Ya iba siendo hora de que alguien no dijera que era cajún.

Me aclaro la garganta en solicitud de atención.

– Ejem… y sobre mi padre…

– Lleva toda la mañana preguntando por usted -dice Marlon-. Y para que lo sepa, he estado vigilando desde que me llamó, pero no hay nada de qué preocuparse. Por aquí no ha venido ninguna visita desde el jueves.

– ¿Quién vino el jue…?

– Déjalo -dice Nora, inclinándose sobre mi hombro-. Unas horitas.

Tiene razón. Se supone que hoy ha de ser para la familia.

– Lo está esperando -añade Marlon-. En su cuarto.

Nora da el primer paso.

– ¿Todo preparado? -me pregunta.

Tengo los puños apretados y estoy paralizado. No tendría que haberla dejado venir.

– Todo va bien -me dice, separándome los dedos para cogerme de la mano.

– Tú no lo conoces. No es…

– Deja de preocuparte -añade, levantándome la barbilla-. Me encantará. Estoy segura.

Reconfortado por la confianza que hay en su voz, me dirijo titubeante hacia la puerta.

CAPÍTULO 17

– Toc, toc -anuncio al entrar en la pequeña habitación. A la izquierda hay una cama y a la derecha un armario ropero. Mi padre está sentado ante una mesa situada junto a la pared del fondo-. ¿Hay alguien?

– ¡Mikey! -exclama mi padre con una sonrisa toda dientes. Se levanta de un salto, derriba un bote de rotuladores de la mesa. Ni se entera. Sólo me ve a mí.

Me aprieta en un gran abrazo de oso e intenta levantarme del suelo.

– Cuidado, papá. Ahora peso más.

– Nunca pesas demasiado para… ¡esto! -Me levanta y me da una vuelta y me planta en el centro de la habitación-. Pesas -dice con un ligero ruido nasal-. Y tienes cara de cansado.

De espaldas a la puerta, no ve que Nora está de pie en el umbral. Me agacho y empiezo a recoger los rotuladores del suelo. Me fijo en el periódico de la mesa y le pregunto:

– ¿Qué estás haciendo?

– Un crucigrama.

– ¿De verdad? Déjame ver. -Coge el periódico y me lo tiende. La versión paterna de un crucigrama terminado: ha pintado todos los cuadros blancos de un color diferente.

– ¿Qué te parece?

– Fantástico -le digo, tratando de expresar entusiasmo-. El mejor que has hecho.

– ¿En serio? -pregunta, ampliando su sonrisa. Es una sonrisa blanca que ilumina el cuarto con su fulgor. Con los cinco dedos extendidos, cierra el espacio entre el pulgar y el índice detrás de la oreja y luego dobla la parte de arriba hacia abajo y la suelta. Cuando yo era pequeño, eso me recordaba a un gato bañándose. Y me encantaba.

– ¿Tú pondrías letras? -pregunta.

– Ahora no, papá -le interrumpo. Le doy una palmada en la espalda y le pongo dentro la etiqueta de la camisa. Detrás de él interpreto la mirada de Nora. Por fin empieza a entender el cuadro. Ahora sabe dónde termina mi infancia-. Papá, quiero que conozcas a alguien. -Señalo hacia la puerta y añado-: Ésta es mi amiga Nora.

Se gira y ambos se observan, se evalúan. A los cincuenta y siete años, mi padre tiene la sonrisa permanente de un niño de diez, pero sigue siendo extraordinariamente guapo, con una mata de pelo gris revuelto que apenas aclara un poco en las sienes. Lleva su camiseta favorita, la del logotipo del ketchup Heinz, y sus eternos caquis cortos, demasiado subidos en la cintura. Abajo, zapatillas de deporte blancas y calcetines negros. Al mirar a Nora empieza a balancearse sobre los dedos de los pies. Atrás y adelante, atrás y adelante, atrás y adelante. En la cara de Nora hay sorpresa.

– Encantada de conocerlo, señor Garrick -le dice, quitándose la gorra de béisbol. Es la primera vez que lo hace en público. Se acabó el esconderse.

– ¿Sabes quién es? -pregunto, disfrutando del asunto de repente.

– Éste es mi niño -dice mi padre a Nora, rodeándome orgulloso con el brazo. Y al decir esas palabras, aparta la vista de ambos. Sus ojos siempre abiertos van directamente a un rincón del cuarto y los hombros se le inclinan torpemente hacia adelante.

– Papá, te he preguntado algo. ¿Sabes quién es?

Se queda con la boca abierta y se vuelve hacia ella con una larga mirada de costado. Está confuso.

– ¿Una chica guapa con tetas pequeñas? -dice.

– ¡Papá!

– ¿No? -pregunta, como asustado, apartando la vista.

– Bueno, en realidad ése es mi sobrenombre -dice Nora, tendiendo la mano-. Soy Nora.

– Frank -suelta con una sonrisa-. Frank Garrick. -Se limpia la mano en el estómago y se la ofrece a Nora.

Sé lo que está pensando ella. En cómo la boca se le queda abierta; en cómo mira siempre al infinito… no es como se lo esperaba. Sus dientes un poco salidos hacia adelante, el cuello estirado hacia arriba. Es un adulto, pero más bien parece un niño demasiado grande que resulta tener muy poco sentido de la moda.

– ¿Por qué sigues llevando esos calcetines negros, papá? Te dije que quedan fatal con las zapatillas deportivas.

– Se aguantan mejor -dice, estirándoselos para arriba hasta el límite-. Eso no es nada malo.

– No, claro -dice Nora-. Yo creo que está muy guapo.

– Dice que estoy guapo -repite él, columpiándose atrás y adelante.

Los observo a los dos y él se pone junto a ella -invadiendo completamente su espacio personal-, pero Nora no da ni un paso atrás.

Sonrío a Nora, pero se gira para estudiar la habitación. Sobre la cama hay colgada una foto de los Juegos Paralímpicos de Michigan. Es una toma aérea de un joven compitiendo en salto de longitud. En la pared contraria tiene enmarcado un collage que le hice cuando se trasladó al hogar. Está hecho con fotografías de los últimos treinta años y le sirve para saber que yo siempre estoy ahí.

– ¿Éste eres tú? -me pregunta Nora, examinando el collage.

– ¿Cuál?

– El del pelo de fraile y la camisa Oxford rosa. El pequeño colegial.

– Ése es Mikey con su camisa de machote -dice mi padre con orgullo-. A la escuela, a la escuela…

Nora, desde la esquina, mira las hileras de botellas de ketchup Heinz vacías, alineadas junto a los estantes y los alféizares, y la mesita que hay junto a la cama y en cualquier otro espacio libre del cuarto. Mi padre sigue su mirada y resplandece. Yo le clavo los ojos. Ya le enseñará las botellas de ketchup después. Ahora, no.

La cama, al lado de la librería, está hecha, pero el escritorio es un desastre. Encima de aquel revoltijo hay un marco con una foto de boda. Nora va directa a por ella.

Inmediatamente, papá se pone a chasquear el dedo corazón contra el pulgar. Trie, trie, trie.

– Es mi esposa. Philly. Phillis. Phillis -repite cuando Nora coge el marco. Ataviados con su esmoquin y traje de novia correspondientes, a mi padre se lo ve joven y esbelto; a mi madre, tímida y gordita.