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– ¿Cómo has llegado ahí arriba?

– ¿Eso quiere decir que quieres venir conmigo?

– Dime simplemente cómo has subido ahí.

– ¿Ves allí, donde la barandilla se mete en la pared? -dice, señalando con el pie-. Ponte allí de pie y date impulso.

Echo un vistazo a la baranda de cemento y después miro a Nora.

– ¿Estás mal de la cabeza? Eso es un disparate.

– Para algunos es un disparate. Para otros, divertido.

– Vamos, baja aquí… Te prometo que será más divertido.

– No, no, no -dice esgrimiendo un dedo-. Si lo quieres, tendrás que venir por él.

Echo otra mirada a la barandilla. Tampoco es tan alta, sólo es que no puedo vencer el miedo.

– Estás sólo a unos centímetros de coronar la montaña -canta Nora-. Piensa en la recompensa.

Ya está. Miedo vencido. Me subo en la barandilla de cemento y me apoyo en la pared para tener equilibrio. «No mires abajo, no mires abajo, no mires abajo», voy diciéndome. Despacio, cautelosamente, intento subirme sobre los pies. Primero una rodilla, luego la otra. El mareo aparece, aprieto la mejilla contra la pared y mis dedos trepan por el mármol como arañas asustadas. Qué modo tan estúpido de morir.

– Sólo tienes que ponerte de pie, ya casi estás -dice Nora.

Sólo unos centímetros más. Haciendo equilibrios en la barandilla y apoyándome en la pared, trato de alcanzar el tejado con las manos. En pocos segundos, me sujeto a la moldura de mármol y me agarro con todas mis fuerzas. Luego, ya bien anclado, me enderezo lentamente. Nora ya no está fuera de mi alcance. Un saltito y un empujón rápido y asunto terminado.

Al colocarme en el borde, oigo que Nora aplaude en sordina. Sigue balanceando los pies y la tapa una alta estructura de mármol que parece un conducto de ventilación.

– ¿Qué estás…?

– Shhh -susurra, indicándome el otro lado del tejado. Al ver su gesto de que me acerque, me doy cuenta de a quién trata de evitar. Al otro lado del tejado hay un hombre con una gorra de béisbol oscura y uniforme de faena azul oscuro. A la luz de la luna veo la silueta del fusil con visor de larga distancia que lleva colgado al hombro. Unidad antiterrorista, la versión gubernamental de Rambo.

– ¿Seguro que no hay peligro?

– No te preocupes -dice Nora-. Son inofensivos.

– ¡Inofensivos! Ese tipo podría matarme con un rollito de celo y un rotulador. Quiero decir, ¿qué pasa si se cree que somos espías?

– Entonces nos pegará con la cinta y nos subrayará en amarillo.

– Nora…

– Relájate -gime, imitando mi lamento-. Sabe quiénes somos. En cuanto me vio subir aquí, se fue a la otra esquina. Si nos mantenemos tranquilos, ni siquiera darán parte.

Luchando por mostrarme aliviado, me acurruco junto a ella, apoyándome contra el respiradero de mármol.

– ¿Preocupado todavía? -pregunta frotando su hombro contra el mío.

– No -digo, disfrutando del contacto-. Pero te advierto que si me pegan un tiro, será mejor que me vengues.

– Creo que estarás perfectamente. En todas las veces que he subido aquí arriba, nunca me ha disparado nadie.

– Naturalmente que no, tú eres la joya de la corona. El blanco de prácticas soy yo.

– Eso no es verdad. No dispararán contra ti sin una buena razón.

– ¿Y cuál es una buena razón?

– Ya sabes -dice volviéndose hacia mí-, asaltar el complejo, amenazar a mis padres, atacar a alguno de los Primeros Hijos…

– Espera, espera, espera… defíneme «atacar».

– Oh, eso es difícil -dice mientras su mano pasea por mi pecho-. Creo que es una de esas cosas que lo-sabes-cuando-la-ves.

– Como la pornografía.

– En realidad, no es una mala comparación -responde.

Alargo el brazo y le pongo la mano en la cadera.

– ¿Y esto, sirve?

– ¿Como qué? ¿Pornografía o ataque?

Fijo una mirada inmensamente larga en sus ojos.

– Los dos.

Ésta parece que le ha gustado.

– Entonces, ¿esto sirve? -repito.

No aparta la mirada.

– Es difícil decirlo.

Deslizo la mano un poco más arriba, abriéndome camino lentamente hacia la camisa suelta. La meto por dentro y mis dedos se sumergen bajo la cintura de sus vaqueros y tocan el borde de la ropa interior. Tiene la piel tan tersa que me hace añorar la universidad. Con tanta suavidad como puedo, voy avanzando por su estómago.

– Ahí no -me dice cogiéndome la mano.

– Perdona. No quería…

– No te preocupes -dice ofreciéndome una sonrisa. Se señala los labios y añade-: Empieza un poco más arriba.

Estoy a punto de inclinarme hacia ella cuando veo que se saca algo de la boca.

– ¿Pasa algo? -pregunto.

– Sacaba el chicle -lleva la mano al bolsillo y saca un pape-rito. Me da la espalda, envuelve el chicle en el papel y mete un nuevo trozo.

– ¿No quieres sacarte también el aparato de los dientes? – mascullo.

Nora me mira, chupándose el dedo índice. Se lo saca de la boca y emite un ruido seco de beso.

– ¿Otra vez?

No tengo ninguna respuesta que pueda hacerle justicia. Lo que hago es quedarme allí sentado un segundo, disfrutando.

Para Nora, es un segundo de más. Con un movimiento rápido, se gira, me engancha las piernas y con un ligero golpe tira de mí hacia ella y desliza su lengua entre mis labios. En ese momento, todo me vuelve corriendo a la mente. Durante las dos últimas semanas, he soñado con su olor. Agridulce, casi narcótico. En cuanto nos besamos, me desliza el chicle en la boca. Mi novia de quinto grado solía hacer lo mismo. Empiezo a mascarlo, pero noto como si todavía estuviera envuelto en papel. Me ha pillado con la guardia baja, me aparto entre toses. Demasiado duro. Incapaz de liberar el chicle con la lengua, me meto dos dedos hasta el fondo de la garganta pero, antes de que pueda sacarlo, se ha ido, me lo he tragado sin querer.

– ¿Todo bien? -me pregunta.

– Creo que sí… sólo que… no estaba preparado.

– No te preocupes -dice con una risita dulce-. No me importa volver a empezar.

De nuevo se inclina hacia adelante y me mete la lengua. Acaricio su pelo con los dedos; los besos se hacen más intensos. En algún momento, nuestros pulsos se encuentran. Desde entonces, unos pocos minutos de besos me devuelven el valor de volver al modo exploratorio, y acabo deslizando las manos por la espalda de su camisa palpando en busca del sostén. No lleva. Perdido en su beso, siento que el tiempo desaparece. Podrían ser quince minutos o cincuenta, pero estamos empezando a arder.

Todavía encima de mí, me empuja hacia atrás y desliza las manos dentro de mi camisa. No me resisto, como ella, me limito a quedarme apoyado en los codos y cerrar los ojos. Sus uñas mordidas se abren camino por los flancos de mi pecho hacia arriba, detrás de los hombros. Donde cabalga mis piernas, siento su calor sobre mí. Al principio es un paso lento, un balanceo casi invisible. Poco a poco, incrementa el ritmo. Pero en un instante, sin embargo, todo me da vueltas.

Siento la cabeza ligera y de pronto me entra una súbita náusea. Trato de impedir la tos, evitar una arcada seca, pero el mundo entero se ha puesto a encenderse y apagarse de repente. Si levanto la vista, todo se me desliza hacia la derecha. En el cielo amarillo, veo un avión que se convierte en cuatro. El monumento a Washington es el cuello de un cisne. «¿Qué está pasando?», pregunto, aunque no oigo sonido alguno. Sólo interferencias.

Lucho por permanecer consciente, me pongo en pie y voy dando tumbos hasta el borde del tejado. Ya no está tan alto. Sólo es un escaloncito. Voy a bajarlo, pero algo tira de mí hacia atrás. Espalda contra la chimenea. Duele, pero no. Me acurruco, sentado, pero me es difícil mantener la cabeza derecha. El cuello no deja de doblárseme, como si lo tuviera relleno de gelatina de uvas. Al fondo de la garganta todavía noto el chicle que me tragué. ¿Cuánto hace de eso? ¿Veinte minutos? ¿Treinta? El ruido de las interferencias sigue aumentando. Incapaz de sostener la cabeza, la dejo caer contra la chimenea. Vuelvo la mirada hacia Nora pero ella, simplemente, se está riendo. Tiene la boca completamente abierta y se ríe. Se ríe. Una boca llena de dientes. Y colmillos.