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Tiene los ojos llenos de lágrimas. No me importa. Se lo ha buscado.

– Venga, Nora, no seas tímida. Explícalo. ¿Firmas tú los cheques? ¿O pagas tus facturas? ¿O haces tus…?

– ¿Quieres ver un mal día? -explota por fin-. ¡Aquí tienes tu jodido mal día! -Se levanta la camisa y me enseña una cicatriz de quince centímetros que le baja hasta el ombligo, con las marcas de los puntos todavía rojas.

No puedo musitar ni una sílaba, petrificado. Así que por eso no me dejaba tocarle el estómago.

Se baja la camisa y, finalmente, se viene abajo. La cara se le retuerce en un sollozo mudo y las lágrimas se le disparan. Es la primera vez que la he visto llorar.

– Tú, es que tú no sabes… -solloza, tambaleándose hacia mí. Me cruzo de brazos y pongo mi mejor gesto de duro.

– Michael… -Quiere que la acoja… que la abrace. Igual que ella hizo con mi padre. Cierro los ojos y sólo veo eso. Sin pensarlo más, me acerco y la estrecho entre mis brazos.

– No llores -susurro-. No tienes que llorar.

– Te juro que no quería hacerte daño -dice, sollozando, sin poder controlarse aún.

– Shhh, ya lo sé. -Se derrumba sobre mí y siento que la niña pequeña ha vuelto-. Está bien -le digo-. Está bien.

Pasa un minuto entero antes de que digamos otra palabra. Coge aliento y noto que se aparta. Se limpia los ojos tan de prisa como puede.

– ¿Quieres contármelo? -pregunto.

Hace una pausa. Ése es su instinto.

– El día de Nochevieja, el año pasado -dice finalmente, sentándose en la cama-. Había leído que una manera estupenda de suicidarse era clavarse un cuchillo en el estómago, así que decidí comprobar la teoría personalmente. No hace falta decir que no es muy firme.

Me quedo helado, no estoy seguro de qué responder.

– No comprendo -tartamudeo al fin-. ¿No te llevaron al hospital?

– Recuerda quiénes somos, Michael. Y con quién estás. Los médicos de mi padre están aquí las veinticuatro horas del día, y todos visitan a domicilio. -Y después, para marcar su punto, da una palmada en el colchón-. No tuve ni que salir de mi habitación.

– Pero para estar seguros de que nadie lo descubría…

– Por favor. Si ocultaron diez meses el cáncer de mi padre, ¿crees que no iban a poder esconder un intento de suicidio de su hija yonqui?

No me gusta cómo lo dice.

– Tú no eres yonqui, Nora.

– Dice el tío al que acabo de drogar.

– Ya sabes lo que quiero decir.

– Te agradezco que lo pienses, pero sólo tienes la mitad de la información. -Pellizca los encajes de la almohada y pregunta-: ¿Tienes la menor idea de por qué estoy en casa?

– ¿Perdona?

– No es una pregunta con trampa. Terminé la universidad en junio. Ahora es setiembre. ¿Qué estoy haciendo aquí todavía?

– Pensé que esperabas noticias de las escuelas de posgraduados.

Sin decir palabra, va hasta el escritorio y saca una pila de papeles del cajón de arriba. Vuelve a la cama y los tira sobre el colchón. Me siento a su lado y hojeo la pila. Universidad de Pennsylvania. Washington. Columbia. Michigan. En total, catorce cartas. Todas la aceptan. Así que, finalmente, digo:

– No entiendo.

– Bueno, eso depende de a quién quieras creer. O bien estoy haciendo tiempo para la escuela de posgraduados, o bien a mis padres les preocupa que vuelva a intentar hacerme daño. ¿Qué crees tú que es más probable?

Oyéndola explicarlo, no es difícil de imaginar. La única cuestión es: ¿qué hago yo ahora? Acurrucada al borde de la cama, Nora está esperando mi reacción. Trata de no mirarme, pero no puede evitarlo. Está preocupada por si me marcho. Y por la manera en que restriega una y otra vez el pie desnudo contra la alfombra, no sería la primera vez que alguien la deja plantada. Recojo las cartas y las tiro al suelo.

– Dime la verdad, Nora, ¿dónde tienes las drogas?

– Yo no…

– ¡Última oportunidad! -bramo.

Sin decir palabra, baja la vista hacia las cartas y luego mira la puerta ligeramente abierta del armario. Su voz suena blanda, derrotada.

– Hay una lata de pelotas de tenis en el suelo. Están dentro de la pelota del medio.

Voy hasta el armario y en seguida encuentro la lata. La vuelco en la mano, dejo que las otras dos pelotas caigan al suelo y entonces cojo la del medio y la aprieto fuerte. Por supuesto, se abre de par en par, como un pez abre la boca, por donde han cortado la costura. Dentro hay un frasquito de medicinas marrón con unas cuantas píldoras en el fondo y, encima, una especie de rollo de siete u ocho sellos con unas caritas sonrientes amarillas. Esto es el ácido.

– ¿Qué son las pastillas? -pregunto.

– Un poco de éxtasis… pero son antiguos. Hace meses que no tomo.

– ¿Meses o semanas?

– Meses… por lo menos, tres… No he tomado desde final de curso. Te lo juro, Michael.

Me quedo mirando el frasquito, que sigue dentro de la pelota, y dejo que se cierre la costura. La aprieto en el puño con fuerza y se lo enseño a Nora.

– Se acabó -le digo-. Se acabaron los juegos. De ahora en adelante, tú lo controlas. Si quieres ser una enferma mental, háztelo por tu cuenta. Pero si quieres que seamos amigos -hago una pausa y me guardo la pelota en el bolsillo-, estoy aquí para ayudarte. No estarás sola, Nora, pero si quieres ganarte mi confianza, tendrás que componértelas tú sola.

Se la ve completamente atónita.

– ¿Entonces, no vas a dejarme?

Vuelvo a verla acunando a mi padre entre sus brazos. Identificándose con lo que se echa en falta.

– Todavía no… ahora, no. -Espero verla sonreír por efecto de mis palabras; pero en cambio, la frente se le arruga de inquietud-. ¿Qué te pasa? -le pregunto.

– No lo entiendo -dice, mirándome con la barbilla baja y los ojos completamente perdidos-. ¿Por qué eres tan amable?

Desde los pies de la cama me acerco a ella.

– ¿Todavía no lo entiendes, Nora? No estoy fingiendo.

Levanta la cabeza, no puede echarse atrás. Con los ojos bien arriba, surge la sonrisa. Una sonrisa auténtica. Me inclino hacia ella y le doy un suave beso en la frente.

– Sólo te digo una cosa… Si vuelves a hacer una cosa así otra vez…

– No lo haré. Te lo prometo.

– Lo digo en serio, Nora. Si veo alguna droga más, yo mismo daré un comunicado a la prensa.

Me mira directamente a los ojos.

– Lo juro por mi vida… te doy mi palabra.

CAPITULO 20

A veces sueño que soy verdaderamente pequeño. Quince centímetros. Simon alarga la mano y yo doy un paso y me subo en su palma. Me eleva hasta sus labios agrietados y susurra en mi oreja de muñeca Barbie: «Todo irá bien, Michael… te prometo que todo irá bien.» Poco a poco, su voz grave se va haciendo aguda como una sirena en funcionamiento. «No llores, Michael; sólo lloran los niños.» Entonces, de repente, grita y su voz atruena y su aliento caliente me lanza hacia atrás: «¡Demonios, Michael, por qué no me escuchaste! ¡Lo único que tenías que hacer era escuchar!»

Pego un salto en la cama, sobresaltado por el silencio. Tengo el cuerpo cubierto de sudor frío, tan frío que estoy tiritando. El despertador dice que no son más que las cuatro y media de la madrugada, de manera que vuelvo a tumbarme e intento olvidarlo pensando en Nora. No las drogas ni la cicatriz. La Nora auténtica. La que está debajo, o al menos la que yo creo que hay debajo. Anoche… y durante el día -¡Dios mío!-, sólo con lo del tejado ya tengo tema para el resto de mi vida. Los corredores de coches, los paracaidistas, ni siquiera… ni siquiera los piratas tienen tantas emociones. Ni tanto miedo.

Como noto que estoy agarrado a las sábanas, pongo en marcha mi mejor truco para volverme a dormir: tomar las cosas con perspectiva. Pase lo que pase, sigo teniendo buena salud, y a mi padre, y a Trey, y Nora… Y Simon, y Adenauer, y Vaughn, al que todavía no pongo cara. Por una parte me preocupa que esté tendiéndome una trampa, pero si iba de acuerdo con Simon… y ahora anda escapando del FBI… los enemigos de mis enemigos y todo eso. Si Simon lo dejó tirado, igual tiene algo que ofrecerme. De todos modos, tendré la respuesta dentro de unas horas. Hoy es el día que tenemos que encontrarnos. En algún punto del Museo del Holocausto.