Выбрать главу

– Pero que Nora haga todo eso a propósito…

– Aclárame esto, Batman: cuando volvisteis a la Puerta Sureste, ¿por qué no entraste con ella en el coche?

– Ella pensaba que los del Servicio Secreto estarían cabreados, así que dijo que yo…

– ¡Tilín, tilín, tilín! ¡Creo que ya tenemos ganador! Sugerencia de Nora. Plan de Nora. En cuanto os pillaron con el dinero, su cabeza empezó a dar vueltas para ver cómo escabullirse. -Aprovecha que giramos otra esquina del pasillo para dejar asentarse su argumento-. Yo no digo que ella vaya a por ti, sólo digo que tiene la vista puesta en el número uno. No es por criticar tu vida amorosa, pero quizá tú también deberías.

– Así que aunque no lo hayan catalogado como asesinato, ¿yo tendría que joder a Nora y entregarme?

– No es tan mala idea. Cuando llega una crisis, siempre es mejor ir por delante de ella.

Me paro en seco y pienso lo que me está diciendo. Lo único que tengo que hacer es renunciar. A mí mismo. A Nora. A todo. Mi madre me enseñó a hacerlo mejor. Y también mi padre.

– No puedo. No es correcto. Ella no me haría eso a mí… y yo no puedo hacérselo a ella.

– No puedo hacerle eso… ¡Uau, Dios mío, Michael, no me digas que te has…!

– No me he enamorado de ella -insisto-. Es que no es el momento, simplemente. Como tú has dicho, la cita es esta tarde. Estoy demasiado cerca.

– ¿Demasiado cerca de qué? -exclama Trey mientras yo vuelvo hacia la escalera-. ¿De Vaughn o de Nora?

Dejo que la pregunta flote en el aire. No quiero contestar a eso.

Voy a pie de la Casa Blanca al Museo del Holocausto. El sol luce, la humedad ha desaparecido y el cielo está azul brillante. Odio la calma que precede a la tempestad. Aun así, es el día perfecto para un almuerzo largo, que es exactamente el mensaje que transmití en mi conversación con la secretaria de Simon.

Según Judy, Simon tiene un almuerzo en la Colina con el senador McNider en su oficina. Para sentirme seguro, llamo y lo confirmo por mí mismo. Después hago lo mismo con Adenauer. Como su secretaria no quería decirme dónde estaba, le dije que tenía una información importante y que volvería a llamar a la una y media. Dentro de media hora. No sé si funcionará, pero bastaría con que lo retrasase un poco. Retenerlo cerca del teléfono. Y lejos de mí. Sin embargo, a pesar de tanta planificación, mientras jugueteo con las monedas dentro del bolsillo, no logro evitar que la mano me tiemble. Cada mirada que se prolonga es de un periodista; cada persona que me cruzo es del FBI. Los diez minutos de paseo son una completa pesadilla. Hasta que llego al Museo del Holocausto.

– Tengo una reservada -le digo a la mujer que está en el mostrador de entradas ya en el vestíbulo. Tiene los ojos castaños muy pequeños y lleva unas enormes gafas marrones que resaltan todo lo peor de sus rasgos físicos.

– ¿Cuál es su nombre? -pregunta.

– Tony Mañero.

– Aquí está -dice, tendiéndome un boleto. Hora de entrada: la una en punto. Hace dos minutos.

Me doy la vuelta y observo el vestíbulo. Las únicas personas que no parecen sospechosas son dos madres que chillan a sus hijos. Mientras camino hacia los ascensores, me apropio del mejor truco de Nora y me bajo la gorra de béisbol hasta los ojos.

Delante de los ascensores hay un pequeño grupo de turistas que revolotean, ansiosos por comenzar la visita. Me quedo por detrás, observando a la gente. Mientras esperamos a que lleguen los ascensores, se unen más personas por detrás. Me pongo de puntillas para intentar ver mejor. Esto no tendría que tardar tanto. Algo no funciona.

En torno a mí, la gente se impacienta. Nadie empuja, pero el espacio para los codos mengua. Un hombre corpulento con gorra azul se aprieta contra mí y yo aparto el brazo y doy un codazo sin querer a una adolescente que tengo detrás.

– Perdona -le digo.

– No se preocupe -dice en tono apagado. Su padre mueve la cabeza torpemente. Igual que la mujer que tiene al lado. Hay demasiada gente para controlarlos a todos. El espacio se comprime.

Lo peor de todo es que siguen dejando entrar gente en el museo. Nos empujan a todos hacia adelante como a un rebaño. Busco frenéticamente entre la multitud, escudriño cada rostro. Demasiados. Me noto arder. Se me hace difícil respirar. Las paredes de ladrillo visto se me vienen encima. Intento concentrarme en las puertas oscuras de acero del ascensor y en sus cierres grises vistos como si eso pudiera proporcionar algún alivio. Por fin suena un timbre y llega el ascensor. Es tan lento como es posible, pero el ascensorista dice su mejor frase:

– Bien venidos al Museo del Holocausto.

CAPÍTULO 21

– ¿Puede decirme cómo se va al Registro de Supervivientes?

– Justo detrás de esa esquina -dice un hombre con una tarjeta de identificación-. La primera puerta a la derecha.

Mientras voy hacia esa puerta, me hago un rápido resumen de Vaughn. La foto policial que vi tenía unos cuantos años, pero sé a quién busco. Bigotito fino. Pelo planchado para atrás. No sé por qué escogió este museo. Si realmente le preocupa el FBI, no es un sitio en que sea fácil ocultarse, que es exactamente lo que me da miedo.

Convencido de que no está esperando a la entrada de esa sala, abro la puerta de cristal y entro en el Registro de Supervivientes. Primero estudio el techo. No hay cámara de vigilancia a la vista. Bien. Luego las paredes. Ahí está, en la esquina del fondo a la derecha. La razón por la que escogió esta sala: una puerta de salida de emergencia. Si las cosas se complican, tiene escapatoria, lo que significa que o está tan preocupado como yo o esto forma parte de su trato con las autoridades.

La sala en sí es de tamaño modesto y está dividida con paneles. Alberga ocho ordenadores a la última, que permiten acceder a la lista de más de setenta mil supervivientes del holocausto que tiene el museo. Prácticamente en cada terminal hay dos o tres personas apretadas en torno al monitor buscando a sus familiares. Ni uno solo levanta la vista cuando me dirijo hacia el fondo. Observo el resto de la sala y me confirmo en que dejar a Trey en la oficina fue una buena idea. Podríamos haberlo disfrazado, pero habiéndolo visto en la cabina telefónica, no valía la pena correr el riesgo. Necesito esos dos tercios.

Me siento ante un terminal vacío y espero. Mantengo los ojos en la puerta mis buenos veinte minutos. Quién entra, quién sale; estiro la cabeza por encima del panel para analizarlos a todos. Tal vez él no quiera que lo haga tan evidente, decido al cabo. Cambio de táctica y me pongo a mirar el monitor y a escuchar las voces de la gente que me rodea.

– Te dije que vivía en Polonia.

– Es con K, no con CH.

– Ésa era tu bisabuela.

En un museo dedicado a recordar a seis millones de muertos, esta pequeña estancia se enfoca sobre los pocos afortunados que sobrevivieron. No es un mal sitio para esperar.

– Odio este sitio -mascullo quince minutos más tarde. Ese hijoputa cabrón no va a aparecer.

Para combatir mi frustración, me levanto y hago otro rápido reconocimiento de la sala. A estas alturas ya vamos por el quinto turno de turistas. Sólo queda uno de los miembros originales de la banda, y ése soy yo.

Rodeo el grupo principal de mesas y miro el reloj de pared. Vaughn lleva más de media hora de retraso. Me ha dado plantón. Aun así, si mi plan es seguir esperando, será mejor mantener el personaje y actuar como todas las demás personas de la sala. Miro alrededor y me doy cuenta de que soy el único que está de pie. Todos los demás hacen exactamente lo mismo: con la pluma en la mano y los ojos centrados en sus ordenadores, todos van tecleando nombres…

Oh, claro, hombre.

Me precipito hacia el terminal y ocupo el asiento. Pulso trece letras en el teclado del Registro de Supervivientes. V-a-u-g-h-n, P-a-t-r-i-c-k.

La pantalla del ordenador me dice que está «buscando correspondencias».