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Eso es. Ésta es la verdadera razón por la que escogió esta sala.

«Lo siento, no hay correspondencias.»

¿Qué? No es posible. V-a-u-g-h-n, P.

«Lo siento, no hay correspondencias.»

V-a-u-g-h-n.

El ordenador vuelve a hacer la búsqueda. Y vuelvo a obtener el mismo resultado: «Lo siento, no hay correspondencias.»

No puede ser. Convencido de que estoy en el buen camino, le meto todos los nombres que se me ocurren.

G-a-r-r-i-c-k, M-i-c-h-a-e-l.

H-a-r-t-s-o-n-, N-o-r-a.

S-i-m-o-n, E-d-g-a-r.

Cuando termino, tengo toneladas de correspondencias. Viena, Austria. Kaunas, Lituania. Gyongyos, Hungría. Incluso Highland Park, Illinois. Pero ninguno de ellos me lleva más cerca de Vaughn. Aparto el teclado a un lado, y fastidiado, me inclino hacia atrás en la silla. Estoy a punto de considerar el día perdido cuando noto una mano en el hombro.

Me doy la vuelta tan de prisa que casi me caigo del asiento. Detrás de mí hay una mujer de piel aceitunada con pelo negro rizado. Una camiseta negra con la palabra «Perv» en letras blancas le marca tan ajustada como para mirarla dos veces. Unos vaqueros gastados le cuelgan sueltos de las caderas.

– Salgamos de aquí, Michael -dice con voz temblorosa.

– ¿Cómo sabe…?

– No pregunte lo que es obvio, eso no nos ayudará. -Me levanto del asiento mientras ella observa la sala moviendo ligeramente las manos y repiqueteando las largas uñas de sus dedos medios contra los pulgares. Se frota la nariz dos veces, incapaz de estarse quieta.

– ¿Dónde está…?

– Hoy no -dice rápidamente. Me empuja por la espalda, derecho hacia la puerta-. Ahora a ver si lo saco de aquí de una sola pieza.

Acelero sin más palabras. Me coge por detrás de la camisa para frenarme.

– Sólo corren los cretinos -susurra.

Empujo la puerta de cristal y espero hasta que volvemos a estar entre la multitud. Giramos a la izquierda y nos vamos hacia la amplia escalera que conduce al vestíbulo general.

– ¿Entonces no va a venir? -pregunto.

Con su hipervelocidad, tuerce el cuello en todas direcciones. Sobre su hombro, sobre el mío, sobre la barandilla de la escalera… no lo puede evitar.

– Se cargaron a su ex novia el martes -explica-. Y a Vaughn ni siquiera le gustaba.

– No comprendo.

– No importa -tartamudea-. Aquí, no.

– Entonces, ¿cuándo…?

Me pone una mano sudorosa en el hombro y me acerca a ella.

– Zoo nacional. Miércoles a la una en punto -me suelta, y baja a toda velocidad el resto de los peldaños.

– ¿Realmente están tan mal las cosas? -pregunto.

Se para en seco y se da la vuelta.

– ¿Está de broma? -pregunta, apartándose un mechón negro rizado de la cara-. ¿Sabe lo difícil que es meterle miedo a él?

Me agarro a la barandilla para sujetarme. Me parece que no quiero saber la respuesta.

– ¿Entonces la dejaste marchar? -pregunta Nora con los ojos muy abiertos de incredulidad.

– ¿Qué querías que hiciera? ¿Tirarla al suelo y pedir un trato justo?

– Lo de tirarla no estoy muy segura, pero tendrías que empezar a hacer algo.

Me levanto de la silla y cruzo la habitación de Nora para apoyarme en el borde de su escritorio antiguo. A mi izquierda observo una Nora manuscrita con la firma de Carol Lorenson, la administradora del fideicomiso que guarda todo el dinero de los Hartson. «Paga semanal. Segunda semana de setiembre.» Junto a la nota hay un pequeño montón de billetes de veinte dólares.

– No lo entiendes -digo.

– ¿Qué hay que entender? La tenías y la dejaste marchar.

– El malo no es ella -le replico rápidamente-. Estaba incluso más asustada que yo, y tal y como sonaba parecía que estuviera a punto de tener un ataque al corazón.

– Oh, vamos, Michael. Esa mujer conoce al tío que estás buscando, ¡ese que nadie puede encontrar! Sin ofender, tendrías que haber llevado a Trey contigo, por lo menos así él podría haberla seguido.

– ¿No lo entiendes, Nora? El FBI está loco por pillarte a ti en ésta, a ella la estaban siguiendo ya. Además, no voy a permitir que nadie más resulte dañado con esto.

– ¿Nadie? ¿Quién es nadie?

No contesto.

– Vale, vamos allá -dice con la cara iluminada-. ¿Qué es lo que no me dices?

– No quiero volver a hablar de esto.

– Entonces, ¿esto tiene que ver con por qué no buscaste apoyo? ¿Por eso has sudado tanto?

Continúo sin responder.

– Es eso, ¿verdad? No llevaste a Trey porque no te fías de él, crees que está trabajando para…

– Trey no trabaja para nadie -insisto-. Pero si lo hubiera llevado conmigo, también lo hubiera puesto en peligro.

Nora enarca una ceja, casi confundida por la explicación.

– ¿Entonces, aunque sabías que necesitabas apoyos, decidiste no llevarlos?

Permanezco callado.

– ¿Y tú hiciste eso sólo para proteger a un compañero de trabajo?

– No es un compañero de trabajo, es un amigo.

– No pretendía… sólo quería decir… -Se para, corrigiéndose-. Pero ¿y si Trey…? -Se para nuevamente. Trata de no juzgar. Aparta la mirada y luego la vuelve otra vez hacia mí. Finalmente pregunta-: ¿De verdad renunciaste a encontrarte con Vaughn por un amigo?

Es una pregunta tonta.

– ¿Crees que tenía elección?

Mientras las palabras salen de mis labios, Nora no replica. Se limita a estar sentada, con la boca apenas abierta, un surco en la frente. Poco a poco, sin embargo, sus labios empiezan a curvarse. Un esbozo. Una sonrisa. Amplia.

– ¿Qué? -pregunto.

Se levanta de un salto y se va hacia la puerta.

– ¿Dónde vas?

Levanta el dedo índice y me hace el gesto de «ven aquí». En un segundo está en el vestíbulo. Y yo voy tras ella. Un giro a la izquierda la pone camino de una puerta cerrada al final del pasillo de la tercera planta.

Cuando entramos, un pensamiento acude a mi mente: Esta salita es fea. Una vitrina de fórmica negra blasonada con el sello presidencial, un entelado demasiado-discreto-para-ser-kitsch cubierto de instrumentos musicales. Este lugar sólo puede describirse como «un accidente de coche en Dollywood-Graceland».

Hay algunas fotos dedicadas de músicos famosos en la pared, así como una urna de cristal con uno de los saxofones de Clinton. Por algún motivo, también hay una tarima enmoqueta-da de un metro de ancho en medio de la habitación y sin barandilla. Imagino que se supone que es un miniescenario. La Sala de Música donde ensayaba Clinton.

Estoy a punto de preguntar a Nora qué pasa cuando veo que abre la vitrina negra con el sello. Dentro hay un violín reluciente y muy pulido y un arco. Se sienta en el escenario de manera que las piernas le cuelgan desde el borde y apoya el violín en el hombro. Apoya el arco en la cuerda del la, afina unos segundos y después me mira.

Desde cuándo…

Desliza el brazo con elegancia y el arco acaricia las cuerdas para que una nota perfecta inunde la sala. Sujetando el instrumento con la parte de abajo de la barbilla, Nora cierra los ojos, encorva la espalda y empieza a tocar. Es una canción lenta… recuerdo haberla oído una vez en una boda.

– ¿Cuándo aprendiste a tocar el violín? -le pregunto.

Igual que antes, la respuesta está en la canción. Tiene los ojos fuertemente cerrados; la barbilla apretada contra el instrumento. Sólo quiere que la mire, pero a pesar de la calma que produce la música, no logro quitarme de encima la sensación de que algo se me escapa. Cuando Hartson fue elegido la primera vez, a mí -y al resto del país- nos metieron por la fuerza todos los detalles referentes a la vida de la Primera Familia. La vida de Nora. Por qué fue a Princeton, su amor a las tazas de mantequilla de cacahuete, el nombre de su gato, hasta los grupos musicales que escuchaba. Y, sin embargo, nadie habló nunca de un violín. Es como un secreto gigante que nadie…

Sigue con la mandíbula en su sitio pero, por primera vez, Nora mira hacia mí y sonríe. Me quedo helado. De todo lo que hace, los sitios adonde va, es lo único que todavía tiene bajo su control. Su único secreto verdadero. Con un sutil movimiento de cabeza, me explica el resto. No está tocando simplemente. Está tocando para mí.