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De pronto me noto relajado y me siento en una silla al lado de ella.

– ¿Cuándo empezaste? -le pregunto, ansioso. Continúa tocando.

– Toda la vida -responde sin perder compás-. Cuando papá fue gobernador, al principio me daba apuro, así que me prometió que lo mantendría en secreto. Y según fui haciéndome mayor… bueno… -Hace una pausa como pensándolo-. Tienes que guardarte algo para ti misma.

Estoy tan cerca que las vibraciones me rebotan en el pecho, casi me empujan para atrás. Me inclino hacia adelante, más cerca.

– ¿Por qué el violín?

– ¿Vas a decirme que a ti no te apeteció cuando oíste El diablo bajó a Georgia?

Me río con ganas. La canción sube, sus dedos bailan sobre las cuerdas sacando la música de su sueño. Poco a poco va subiendo el tono, pero nunca llega a perder el toque ligero.

Con un último golpe suave, Nora vuelve a pasar el arco en el la. En cuanto termina, me mira en busca de mi reacción. Tiene los ojos muy abiertos por los nervios. Incluso aquí, no le resulta fácil. Pero en cuanto ve la sonrisa en mi cara, no puede evitarlo y se pone de puntillas y se balancea arriba y abajo sobre los dedos. Y a pesar de que se tapa la sonrisa con los dedos, sus ojos brillantes destellan por todo el cuarto, logrando que hasta las cortinas Graceland parezcan arte renacentista. Esos ojos preciosos, radiantes, tan claros que prácticamente me reflejo en ellos. Todas las otras veces estaba equivocado: ésta es la primera que la veo verdaderamente feliz.

Me pongo en pie y aplaudo tan fuerte como puedo. Sus mejillas se ruborizan y hace una reverencia burlesca. Entonces, el aplauso aumenta.

– ¡Bravo! -exclama alguien detrás de mí, fuera, en el pasillo.

Me giro siguiendo el sonido. Nora levanta la vista hacia mi espalda. Justo cuando los descubro, el aplauso se cuadruplica. Cinco hombres, todos ellos con trajes azules de burócrata y corbatas insoportablemente espantosas. A la cabeza está Friedsam, uno de los ayudantes principales del Presidente. Los otros cuatro trabajan a sus órdenes. Debían de estar aquí arriba para informar a Hartson, a quien le gusta mucho hacer reuniones en el solarium después del almuerzo. Pero por la expresión satisfecha de sus caras se ve que consideran esta audición casual como una guinda más de su trabajo.

– Ha sido fantástico -dice Friedsam a Nora-. No sabía que tocabas.

Me vuelvo para ver su reacción. Ya es demasiado tarde. Sonríe forzadamente, pero no engaña a nadie. Tiene las mandíbulas apretadas. Los ojos húmedos de lágrimas. Con el violín agarrado por el cuello, pasa zumbando a mi lado hacia la puerta.

Friedsam y sus chicos se abren a su paso como las aguas del mar Rojo. Corro tras ella, asegurándome de quedar bien cerca de Friedsam.

– Como filtre algo, me aseguraré de que Hartson sepa que ha sido usted -le susurro al pasar.

Sigo a Nora por el pasillo, rehaciendo el camino anterior hacia su cuarto. Arriba, en la Residencia, no hay guardias, lo que significa que puedo correr. Al pasar junto al solarium, me digo que no he de mirar. Pero como un Orfeo moderno, no puedo evitarlo. Vuelvo la vista a la izquierda y veo al Presidente sentado junto a los ventanales, repasando unos papeles. Me da la espalda y… demonios, ¿qué coño me pasa?

Antes de que se vuelva hacia mí, abro la puerta de la habitación de Nora y entro. Está sentada junto a la mesa de cara a la pared. Con la regularidad de un metrónomo humano, va dando golpes inconscientemente con el arco en el borde delantero del escritorio.

– ¿Qué tal estás?

– ¿A ti qué te parece? -me replica, negándose a levantar la vista.

– Si esto te hace sentirte mejor, de verdad que me encantó la canción.

– No me des explicaciones. Hasta un animal sabe que está en el zoo cuando hay visitantes que vienen a mirarlo.

– ¿Así que ahora tú estás en un zoo?

– Esa música era para ti, Michael, no para ellos. Que ellos entren y me vean, es como si… -Hace una pausa, apretando los dientes-. ¡Mierda! -exclama, dando un golpe con el arco contra la mesa. Con el golpe, el arco se parte en dos, y aunque las fibras de crin de caballo continúan sujetas, la mitad de arriba se bambolea hacia adelante, golpea un vaso de lápices de plata y su contenido sale despedido por el aire en todas direcciones.

Hay un largo silencio antes de que ninguno de los dos diga nada.

– ¿Y qué vas a tocar ahora en el bis? -pregunto finalmente.

Nora no puede contener la risa.

– ¿Tú te crees que eres el auténtico señor chistes, eh?

– Si naces con ese talento…

– No me hables de talento.

Me acerco a ella, aparto a un lado el arco roto y cojo sus magnos entre las mías. Pero cuando me inclino para besarla en la frente, me doy cuenta de que lo había entendido mal. No es que se identifique con lo perdido. Nora Hartson se identifica con lo destruido. Por eso puede entrar en una sala llena de gente y descubrir a la única persona que está sola. Por eso me encontró a mí. Reconoció la herida, se reconoció a sí misma.

– Por favor, Nora, no permitas que te hagan esto. Ya le he dicho a Friedsam que como se sepa algo de esto, lo colgaré de un clavo por el dedo gordo del pie.

– ¿Se lo has dicho? -pregunta, levantando la vista.

– Nora, hace dos semanas me detuvieron con diez mil dólares en la guantera del coche. Al día siguiente, una mujer con la que acababa de discutir apareció muerta en su despacho, tres días después de eso, me entero de que el día que murió yo había autorizado a un asesino reconocido a entrar en el edificio. Esta mañana me pasé dos horas intentando encontrarme con ese supuesto asesino, y probablemente me estén siguiendo. Luego, esta tarde, por primera vez desde que empezó toda esta maldita mierda, tocaste esa canción para mí y durante tres minutos… ya sé que es un tópico pero… nada de todo eso existía, Nora. Nada de nada.

Me observa atentamente sin saber qué decir. Se limpia un lado del cuello, como si sudase. Después, finalmente, señala el arco roto tirado sobre la mesa.

– Si quieres, tengo otro en la vitrina. Así que, eh… sé un montón de canciones.

Mi sueño es tan poco profundo que a la mañana siguiente oigo llegar los cuatro periódicos. Entre uno y otro, vuelvo a acordarme de Vaughn. Cuando dan los cuartos, aparto las sábanas y voy derecho a la puerta para recoger la lectura matutina. Voy abriendo y agitando cada periódico sección por sección, preguntándome si de alguna caerá algo. Diecinueve secciones después sólo he conseguido tener los dedos negros de tinta. Supongo que sigue siendo mañana en el zoo. Mientras espero la llamada de Trey, voy mirando y me fijo en la foto de portada del Herald. Una toma de Hartson desde detrás del podio mientras pronuncia un discurso sobre trabajo en Detroit. Nada realmente digno de un e-mail a casa, salvo el hecho de que por encima de su hombro no se ven más que cinco o seis personas escuchándolo. El resto de los asientos está vacío. «Intentando conectar», proclama el pie. Alguien se quedará sin trabajo por esto. Un minuto después, contesto la llamada de Trey al primer timbrazo.

– ¿Algo? -pregunta queriendo saber si he oído algo de Vaughn.

– Nada -digo-. ¿Qué tal por ahí?

– Oh, lo de siempre. Supongo que has visto nuestro harakiri en la primera página.

Miro la foto de Hartson y la sala vacía.

– ¿Cómo es posible que…?

– Es todo una mentira de mierda. Había trescientas personas a la derecha y a la izquierda de la foto, y los asientos vacíos eran los de la banda de música que llegaba entonces. El Herald lo ha hecho así buscando el efecto. Les vamos a pedir que lo arreglen mañana, porque, ya sabes, cuatro líneas de disculpas enterradas en la A 2 es mucho más eficaz que una foto en color a tamaño natural en primera página.