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– O sea, ¿que los números no pintan bien?

– Siete puntos, Michael. Y ya está. Siete de ventaja. Quita dos más, que es exactamente donde estaremos en cuanto las agencias distribuyan la foto, y nos quedamos oficialmente dentro del margen de error. Bien venido a la mediocridad. Disfrute de su estancia.

– ¿Y qué hay del artículo del Vanity Fair? ¿Alguna respuesta?

– Oh, ¿no lo sabes? Al parecer, ayer en California, ¡precisamente en California!, Bartlett utilizó su frase de «la Primera Familia /la familia primero» en una radio religiosa. Y hubo montones de llamadas.

– No sabía que todavía tuvieran religión en California.

Se produce un largo silencio. Debe de estar recuperándose de ésta.

– Imagino que estarás planeando algo drástico -añado.

– Tendrías que ver cómo está todo por aquí. Anoche, la cosa se puso tan mal que hubo quien sugirió que sacásemos a toda la Primera Familia en televisión, una entrevista en vivo a todos juntos en prime time.

– ¿Y qué han decidido?

– Entrevista a todos juntos en televisión en prime time. Si el país está realmente preocupado por la falta de control de Nora o por si los Hartson son unos malos padres, la única manera de arreglarlo es demostrar que no es verdad. Mostrarles a toda la familia unida, soltar un par de «Oh, padres», y rezar para que todo vuelva a estar bien otra vez.

– ¿Así de fácil, eh? -pregunto, riendo-. Así que doy por hecho que no tienes nada que ver con esta tentativa evidente de alcahuetería pública.

– ¿Estás de broma? Yo estoy en la pista central, mi jefa y yo nos encargamos del asunto.

– ¿Qué?

– No sé qué encuentras tan divertido, Michael. No es cosa de risa. Estamos tocando fondo en todas las batallas por los estados clave. California, Texas, Illinois… si no empezamos a convencer a unos cuantos indecisos, nos quedaremos sin trabajo.

Me quedo helado al oír sus palabras.

– ¿De verdad crees…?

– Mira, Michael, ningún presidente en activo ha dado jamás una entrevista con toda la Primera Familia. ¿Por qué crees que vamos a hacerlo nosotros? Por la misma razón que Lamb te pidió que guardaras silencio. Es decir, si los números no salen, Nora y compañía se van derechitos al sol de Flori…

– Dime sólo qué prefieres tú: ¿20/20 o…?

– «Dateline» -suelta-. Yo sugerí «Sesenta Minutos», pero todos opinaron que era demasiado Clinton. Además, a la Primera Dama le gusta Samantha Stulberg, hizo algo bonito sobre ella después de la toma de posesión.

– ¿Y cuándo se va a hacer eso?

– Este jueves, a las ocho de la tarde. Y, además, por suerte para nosotros, resulta que es el cincuenta cumpleaños de la Primera Dama.

– No perdéis el tiempo.

– No podemos permitírnoslo. Y no te ofendas, chico, pero según andan las cosas, tú tampoco.

Son apenas las siete de la mañana cuando abro la puerta de la sala 170 y la oscuridad de la antesala me indica que llego el primero. Con un café en una mano y la cartera en la otra enciendo la luz con el codo e inicio un nuevo día fluorescente. Cuento tres destellos antes de que la luz se haga de verdad, que es exactamente el tiempo que me lleva apagar la alarma, sacar el correo de mi buzón y llegar a la puerta del despacho.

Al ir hacia mi mesa echo una mirada por la ventana para ver la vista. Abrazada por la luz, la Casa Blanca brilla al sol de la mañana. Recién salida de la caja. Árboles verdes. Geranios rojos. Mármol reluciente. Por un instante glorioso, en el mundo todo está bien. Pero entonces, una ligera llamada a la puerta lo interrumpe.

– Entra -digo en alto, dando por hecho que es Pam.

– ¿Le importa que me siente? -pregunta una voz de hombre.

Me doy la vuelta. El agente Adenauer.

Cierra la puerta y me tiende la mano.

– No se preocupe -dice con una cálida sonrisa-. Soy yo.

CAPÍTULO 22

– ¿Qué hace usted aquí?

– Acabo de volver de pescar -dice Adenauer con su deje dulzón del sur-. Tres días en Chesapeake. Tremendo, te deja sin aliento… tiene que ir por allí alguna vez. -Con su traje barato y su divertida corbata de Keith Haring, la verdad es que parece venir en son de amigo de verdad. Como que quiere ayudar.

– Siéntese -le ofrezco.

Me dirige un gesto con la cabeza para agradecérmelo.

– Le prometo que esta vez será breve. -Se instala en la silla y explica-: Mientras revuelvo la grasa, hay algo que no me puedo quitar de la cabeza. -Hace una breve pausa-: ¿Qué está pasando entre Simon y usted?

Ya le he oído ese tono antes: no es una acusación, está preocupado por mí. Aun así, me hago el tonto.

– No sé si he entendido bien la pregunta.

– La última vez que hablamos, me sugirió usted que revisásemos las cuentas bancadas de Simon. Cuando fuimos a ver a Simon, nos dijo que tendríamos que mirar las de usted.

Recibo el golpe en pleno estómago. Las reglas están empezando a cambiar. Todo el tiempo pensé que Simon mantendría el silencio. Pero ahora, la tregua empieza a quebrarse. Y cuanto más lucho en contra, Simon más me señala con el dedo. Ya puedo olvidarme del trabajo. Lo que quiere es llevarse mi vida.

– No intente hacerlo por su cuenta, Michael. Nosotros podemos ayudarlo.

– ¿Qué encontraron en sus cuentas bancarias?

– No mucho. Recientemente vendió unas acciones, me dijo que era para arreglar la cocina.

– Puede que mienta.

– Y puede que no. -A pesar de que no lo demuestro, Adenauer sabe que estoy asustado. Con esperanzas de ayudarme, añade-: Pero le diré una cosa, sin embargo: si quiere ver una cuenta interesante, mire la de Caroline. Para una mujer que está en la zona media de la escala salarial, desbordaba liquidez. Tenía más de quinientos mil, para ser exactos, cincuenta mil en billetes escondidos en una caja de tampones en su apartamento.

Ahora vamos a alguna parte.

– ¿Entonces Caroline es la chantajista?

– Eso dígamelo usted -dice.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– También hemos comprobado su cuenta, Michael. Y perdone que se lo diga, pero me parece que la cosa está un poco flaca.

– Eso es porque la cuarta parte de cada cheque la transfieren directamente para mi padre. Compruébelo y lo verá.

Se pasa la mano a todo lo largo de la corbata, con expresión casi dolida. No disfruta tocando teclas.

– Por favor, Michael, sólo trato de ayudarlo. ¿Qué hay de la familia de su madre? ¿No tienen bastante dinero? ¿A cuánto han llegado ya, a cuarenta tiendas en todo el país?

– Yo no me hablo con la familia de mi madre. Nunca.

– ¿Ni siquiera si hay una emergencia? -se inclina hacia adelante en su silla y afila una sonrisa sombría.

El abogado que hay en mí salta ante la alerta.

– ¿Qué clase de emergencia?

– No sé… ¿y si su padre corriera peligro? ¿Y si Caroline estuviera a punto de abrir la boca y mandarlo a una de esas instituciones hospitalarias? ¿Y si hubiera pedido cuarenta mil por quedarse callada? ¿Los llamaría entonces?

– No. -Me da un vuelco el estómago al comprender adonde quiere ir a parar. Olvidémonos de Simon, el verdadero sospechoso soy yo. Intento cubrirme las espaldas y añado-: Además, ¿de dónde saca usted cuarenta mil? Creí que sólo habían encontrado treinta.

– Supongo que pueden ser ambas cosas -replica mientras continúa pasándose la mano por la corbata.

No soporto ese tono de voz. Tiene algo.

– ¿Adonde quiere llegar? -pregunto.

– A ningún sitio, sólo es una hipótesis. Mire, cuando controlamos los treinta mil de la caja fuerte de Caroline, vimos que tenían numeración consecutiva. El único problema es que hacia la mitad de la serie, hay un salto en los números. Y basándonos en la secuencia, suponemos que puede haber otros diez que todavía no se han encontrado. ¿No sabrá usted algo de ellos por casualidad?