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Dos horas después sigo trabajando en la introducción. Esto no es un debate de secundaria con el señor Ulery. Es el Despacho Oval con T. Hartson. El presidente Hartson. Con el diccionario al lado, vuelvo a escribir la primera frase por decimoséptima vez. Cada palabra ha de ser exactamente la precisa. Y todavía no está ahí.

Primera frase. Toma dieciocho.

Trabajo todo seguido sin almorzar y doy con el núcleo del argumento. Naturalmente que nos han enseñado a presentar un enfoque objetivo, pero seamos sinceros: esto es la Casa Blanca. Todo el mundo opina.

Como resultado, no tardo mucho en elaborar una lista de razones por las que el Presidente debe pronunciarse en contra de las grabaciones móviles. Ésta es la parte fácil. La difícil es convencer al Presidente de que tengo razón. Especialmente en año de elecciones.

A las cinco en punto me tomo mi único descanso: diez minutos de paseo rápido, ida y vuelta al Ala Oeste, justo a tiempo para la primera ronda de patatas fritas que salen de la cafetería. Durante las cuatro horas siguientes repaso cientos de casos penales, buscando los mejores para apoyar mi idea. Será una noche larga, pero si las cosas siguen tranquilas, conseguiré terminarlo.

– ¡Caramelos! ¿Quién quiere caramelos? -anuncia Trey, entrando por la puerta-. ¿Adivinas qué acaban de añadir a las máquinas de monedas? -Antes de que pueda contestar, añade-: Dos palabras, Lucy: Hostess. Magdalenas. Las he visto abajo; nuestra infancia, atrapada detrás de un cristal. Por setenta y cinco centavos nos la devuelven.

– La verdad es que ahora es muy mal momento…

– Comprendo, estás hasta el cuello. Déjame decirte por lo menos lo de…

– No puedo…

– Nada de no puedo. Además, esto es impor…

– Coño, Trey, ¿nunca entiendes una indirecta?

Eso no le ha gustado. Sin decir palabra, me da la espalda y se va hacia la salida.

– Trey…

Abre la puerta.

– Venga, Trey…

En el último segundo, se detiene.

– Oye, creído, no necesito disculpas. Sólo he pasado porque tu periodista favorita del Post acaba de llamarnos por lo de los registros del SETV. Puede que Adenauer espere hasta el viernes, pero Inez se está cobrando hasta el último favor de prensa que le deben. Así que por mucho que estés intentando ponerte en forma para ir a ver al Presidente, tendrías que saber que el reloj sigue haciendo tic-tac y que puede que explote antes de lo que piensas. -Se gira en redondo y cierra de un portazo.

Sé que tiene razón. En las cuentas de Adenauer, tengo poco más de dos días. Pero como tengo muchas cosas más en marcha, habrá que esperar hasta mañana. Después del Presidente y después de Vaughn.

Para las ocho, el gruñido de mi estómago me dice que tengo hambre, el dolor difuso de la zona lumbar me dice que he estado demasiado tiempo sentado, y la vibración del busca me dice que alguien me llama.

Desengancho el clip del cinturón y miro el mensaje. «Emergencia. Ven a verme a la sala de cine. Nora.»

Al leer esas palabras, noto que la cara se me pone pálida. Sea lo que sea, no puede ser bueno. Salgo zumbando sin pensarlo.

A los tres minutos, corro como un loco por el pasillo de la planta baja de la mansión. Al final de ese corredor, atravieso unas últimas puertas, atajo a través de la pequeña zona de venta de libros para los turistas de la Casa Blanca, y veo el busto de gran tamaño de Abraham Lincoln. Durante el día, este vestíbulo suele estar lleno de grupos de turistas que contemplan los diagramas arquitectónicos y las famosas fotos de la Casa Blanca que se alinean en la pared de la izquierda. La mayoría de los visitantes e invitados creen que son bastante interesantes. Me pregunto cómo reaccionarían si supieran que al otro lado de esa pared está el cine privado del Presidente.

Me paso la palma de la mano por la frente con la esperanza de disimular el sudor. Al aproximarme al guardia que está de puesto allí al lado, señalo mi punto de destino.

– Tengo una cita con…

– Está dentro -me dice.

Abro la puerta con fuerza, huelo un ligero resto de palomitas y me precipito en la sala.

Nora está sentada en la primera fila del recinto de cincuenta y un asientos vacíos. Tiene los pies subidos sobre el brazo de su butaca y una gran bolsa de palomitas en el regazo.

– ¿Preparado para la sorpresa? -pregunta, volviéndose hacia mí.

No estoy seguro de si me siento aliviado o enfadado.

– Quítate ese aspecto deprimido por una vez. Y siéntate -dice dando una palmada en el asiento que tiene al lado.

Atontado, me dirijo a la primera fila. Hay nueve filas de butacas de cine tradicionales, pero la primera está formada por cuatro asientos reclinables de cuero La-Z-Boy. Los mejores sillones de la casa. Me siento en el que está a la izquierda de Nora.

– ¿Por qué me mandaste ese mensa…?

– ¡Dale, Frankie! -grita en el momento en que me siento.

Las luces bajan lentamente y el aire se llena con el parpadeo brillante del proyector. Las paredes de la sala están tapizadas con tela y cortinas Soul Train de color naranja requemada con dibujos beige de pájaros. Igual que la Sala de Música. A Elvis le hubiera encantado.

Al iniciarse los títulos de crédito me doy cuenta de que estamos viendo la nueva película de Terrance Landaw. No llegará a los cines hasta dentro de un mes, pero la Asociación de Productores se asegura de que a la Casa Blanca se le suministren todos los martes las películas nuevas más interesantes. Presión política subliminal.

– ¿Hay alguna razón para…?

– ¡Chist! -sisea con una mueca juguetona.

Permanezco callado todo el resto de los títulos de crédito, intentando adivinar qué pasa. Nora se embute palomitas en la boca. Después, cuando surge el plano inicial, alarga la mano y me cosquillea el vello del antebrazo.

La miro y tiene los ojos en la pantalla, como un zombi hipnotizado por el cine.

– Nora, ¿tienes idea de en qué estoy trabajando precisamente ahora?

– Chist.

– No me hagas callar, me dijiste que era una emergencia.

– Pues claro que te lo dije -dice, volviendo a acariciarme el brazo-. ¿Hubieras venido si no?

Vuelvo la cabeza y empiezo a levantarme. Antes de llegar a nada, se coge de mi bíceps con ambos brazos, agarrándose como una niña pequeña.

– Venga, Michael, sólo la primera media hora. Un descansito mental. Diré que la paren y podemos terminar de verla mañana.

Me siento tentado de decirle que no se puede pulsar pausa en un cine, pero luego recuerdo con quién estoy hablando.

– Será divertido -me promete-. Diez minutos más.

Es difícil discutir por diez minutos, y según iban las cosas, será bueno recargar un poco.

– Diez -amenazo.

– Quince máximo. Y ahora calla, no soporto perderme el principio.

Miro la pantalla pensando todavía en el informe de decisión. Llevo dos años haciendo análisis legal de las políticas más candentes de la Presidencia, de las propuestas más complicadas, pero ni una sola de ellas me excita tanto como diez minutos a oscuras con Nora Hartson. Vuelvo a sentarme en la butaca y entrelazo mis dedos con los de ella. Con todo lo que pasa, esto es precisamente lo que necesitamos. Un momento tranquilo, agradable, a solas, en el que por fin podamos tomar aliento y relaj…

– ¿Nora? -susurra alguien. Una lámina de luz blanca acuchilla la oscuridad detrás de nosotros.

Nos volvemos ambos, sorprendidos al ver a Wesley Dodds, el jefe de Gabinete del Presidente. Tiene su cuello de lápiz metido ya dentro de la sala y hace entrar al resto de su cuerpo.

– ¡Largo! -brama Nora.

Como la mayoría de los peces gordos, Wesley no escucha. Se va directo a la primera fila.

– Te pido disculpas, pero tengo al jefe de la IBM y a una docena de directores generales de pie en el vestíbulo esperando para ver su película.