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Mientras esperamos que desaparezca, Nora está a punto de derrumbarse. No la he visto así desde la noche que me enseñó la cicatriz. El pecho se le agita, la mandíbula le tiembla. Se muere por soltarlo al fin, por contarme cómo es de verdad. No ella, este sitio. Inspira tan profundamente como puede y luego expulsa el aire de nuevo. Hay cosas demasiado complicadas.

Se limpia la nariz con la mano, se recuesta sobre la pared y apoya el hombro contra una caja blanca de metal que parece albergar un teléfono de emergencia del Servicio Secreto.

– ¿Quieres hablar de eso? -le pregunto.

Mueve la cabeza sin querer mirarme. Una y otra vez repite el movimiento. No, no, no, no, no. Su respiración está húmeda -saliva entre dientes apretados-, y con cada movimiento de cabeza el ritmo se acelera, se hace más violento. En pocos segundos, es demasiado. Apoyada aún contra la pared, levanta la mano izquierda y descarga el puño contra el yeso.

– ¡ Joder! -grita. La palabra resuena por el vestíbulo y como una réplica de su reacción inicial, la rabia que se convirtió en desesperación vuelve a convertirse en rabia.

– Nora…

Es demasiado tarde. Con un impulso rápido de las caderas, se separa de la pared y se aleja del teléfono. Hay un ruido ligero de algo que se desgarra. Se detiene. Se ha enganchado la camisa en un borde filoso de la caja metálica.

– ¡Hijo de…! -Tira fuerte con el hombro, rabiosa por el obstáculo, y se oye un desgarro mayor. Los dos seguimos el ruido. Desde encima del hombro hasta el sobaco tiene un roto en la camisa por el que asoma el tirante de su sostén de encaje negro.

– Cálmate, Nora…

– ¡Hijo de puta! -Se gira y lanza el brazo contra el lado de la caja de metal. Una vez. Otra vez y otra. Me precipito a sujetarla por detrás con un abrazo de oso.

– Por favor, Nora… el guardia volverá en seg…

Lucha contra mí, me lanza el codo izquierdo contra la mandíbula. La suelto y se escabulle. Con una rabia ciega, levanta los dos puños en el aire y pega un golpe mortal contra la caja. Pega de arriba abajo y resuena un ruido hueco de metal y la puerta de la caja salta por el aire. Dentro no hay ningún teléfono. Sólo hay una pistola, negra y brillante.

Nora y yo nos quedamos helados, sorprendidos por igual.

– ¿Pero qué…?

– Reserva para casos de emergencia -aventura.

Doy unos pocos pasos atrás y observo el pasillo que empieza en la esquina. No se ve al guardia por ningún lado.

A Nora le importa un bledo. Sin mirar siquiera, alarga la mano con los ojos completamente encendidos.

– Nora, no…

Ella agarra la pistola y la arranca de su escondrijo.

CAPÍTULO 23

– ¿Qué coño haces?

– Sólo quería verla -dice, admirando la pistola en la mano.

Al final del pasillo, tapado por la esquina, oigo una puerta que se cierra. Los zapatos del guardia resuenan sobre el mármol del suelo.

– Ponía en su sitio, Nora. ¡Ahora mismo!

Señala con un gesto la sala de cine y me lanza una de sus sonrisas más hoscas.

– Si tú los retienes allí dentro, yo aprieto el gatillo. Podemos matarlos a todos, ¿sabes?

– Eso no tiene gracia. Déjala en su sitio.

– Venga… Bonny y Clyde, tú y yo. ¿Qué me dices?

Está disfrutando demasiado de esto.

– Nora…

Antes de que pueda terminar se echa atrás y lanza la pistola por el aire. A mis manos. Cuando me doy cuenta de lo que pasa, noto los brazos como con una pesa de hierro en cada lado. Hago un esfuerzo para levantarlos, y atrapo la pistola con la punta de los dedos como un niño que juega con una patata caliente.

Apenas si la sostengo tres segundos. Oh, ¡mierda! Las huellas digitales. Como oigo que el guardia se acerca, vuelvo a tirársela a Nora tan de prisa como puedo…

¡No! Y si ella no…

La atrapa, riéndose. Apenas puedo respirar. Me asomo a la esquina y veo al guardia que viene por el pasillo. Está a menos de diez metros.

– ¡No más juegos de sicópata, Nora! -le susurro, luchando por mantener la voz muy baja-. Te doy tres segundos para ponerla en su sitio.

– ¿Qué has dicho?

Ignoro su pregunta.

– Uno…

– ¿Me estás amenazando? -pregunta con las manos en las caderas.

El guardia no puede estar a más de tres metros.

– No… yo nunca amenazo… vamos, Nora… ahora no. ¡Vuelve a dejarla ahí, por favor!

Me doy la vuelta justo cuando el guardia aparece en la esquina. Detrás de mí, oigo que Nora tose lo bastante fuerte como para tapar el ruido de la caja de metal al cerrarse.

– ¿Todo en orden? -me pregunta el guardia.

Al volverme miro a Nora. Está de pie justo delante de la caja, tapándola con el cuerpo. El guardia está demasiado ocupado mirando el sostén que sigue asomando por el desgarrón de la camisa.

– Perdón -se ríe, subiéndose la manga para cubrirse el hombro. Da un paso adelante y desliza con timidez un brazo en torno a mi cintura-. Esto es lo que pasa cuando te echan a patadas de la fila de los mancos del cine. -Y antes de que yo pueda objetar algo, añade-: Nos iremos arriba.

– Buena idea -dice secamente el guardia. Sin volver a mirar, regresa a su puesto detrás de la mesa.

Al regresar hacia el corredor de la Planta Baja, con su brazo todavía rodeándome la cintura, Nora desliza el pulgar por la hebilla de mi cinturón.

– Entonces, qué es más excitante, ¿esto o trabajar en el informe de decisiones?

Convencido de que nadie puede oírnos, me aparto de prisa.

– ¿Por qué tienes que hacer esto?

– ¿Hacer qué? -me provoca.

– Ya lo sabes, lo de… -No, no me meteré en esto. Inspiro profundamente-. Dime sólo que la has devuelto.

Levanta la vista y se ríe. Doy un paso atrás, instintivamente. Después de cuatro años de comer con reyes y monarcas, lo único que todavía le excita es el riesgo: coge lo que amas y arriésgate a perderlo. Luz y sombras en un mismo aliento. Pero ahora… los cambios de humor empiezan a sucederse demasiado de prisa.

– Vamos, Michael -me incita-. ¿Por qué crees que yo…?

– Se acabaron los juegos, Nora. Contesta la pregunta. Dime que la has dejado en su sitio.

Llegamos a la entrada que la llevará otra vez a la Residencia, y me empuja con la muñeca.

– ¿Por qué no te vas a trabajar un rato? Es evidente que estás estresado.

– Nora…

– Relax -canta. Se vuelve hacia la entrada y se dirige a la escalera-. ¿Qué iba a hacer? ¿Escondérmela en los pantalones?

– Dímelo -le digo fuerte.

Se detiene donde está y mira para atrás. La risa, la sonrisa han desaparecido.

– Creía que tú ya habías superado eso, Michael. -Nuestras miradas se cruzan y ella gana-. A ti nunca te escondería nada.

Asiento en silencio, sabiendo que por fin vuelve a estar controlada.

– Gracias… eso es lo que quería oír.

Cuando por fin termino a las cuatro menos cuarto de la mañana, estoy hecho un desastre con los ojos enrojecidos. A excepción de un descanso de veinte minutos para cenar y una sesión de diez minutos de súplicas para lograr que la Secretaría de Gabinete me alargara el plazo, he estado casi ocho horas seguidas sentado en mi silla. Nuevo récord personal. Y, sin embargo, mientras la impresora láser zumba para poner en papel los frutos de mi labor, descubro con sorpresa que estoy perfectamente despierto. Como no sé muy bien qué hacer ni tengo humor para irme a casa, repaso distraídamente el correo que tengo sin abrir. La mayor parte es lo de siempre: recortes de prensa, avisos de reuniones, invitaciones a fiestas de despedida. Pero en la parte de abajo de la pila hay un sobre de correo interno con una caligrafía en el recuadro de dirección que me es familiar. Reconocería esa cursiva redonda en cualquier sitio.

Abro el sobre y me encuentro una nota manuscrita con una llave pegada con celo: «Para cuando hayas terminado. Habitación 11. Felicidades.» Abajo del todo hay un corazón y una N. Mientras despego la llave no puedo dejar de reírme. Habitación 11. Es todavía mejor que aparcar dentro de la verja.