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Cinco minutos más tarde tengo la boca completamente reseca a causa del dulce y trato con todas mis fuerzas de no mirar el reloj. Lo único que me hace conservar la calma es la foto ampliada que hay tras el escritorio de Barbara: una imagen espectacular del Presidente la noche en que ganó las elecciones. Está con la Primera Dama a su derecha y su hijo y Nora a la izquierda sobre un estrado de Coconut Grove. Según pasan los segundos, me centro en ella. En Nora. Está congelada a medio grito con una extraña sonrisa en la cara, un brazo alzado en el aire y el otro abrazando a su hermano por el cuello. Es la celebración de una victoria, auténtica -sin dolor, sin tristeza-, la euforia plena en los ojos. No tenía ni idea de en qué se estaba metiendo. Ni yo la tengo.

– ¿Un poco más de dulce? -pregunta Barbara. Como no tengo nada más que hacer, me levanto y voy hacia su mesa. Sin embargo, antes de que llegue, mira detrás de mí y sonríe. Alguien entra.

Me giro justo a tiempo y lo veo entrar frente a mí. Mira hacia el otro lado, pero esa figura la reconocería de cualquier modo. Simon.

– Hola, preciosa -dice mientras pincha un trocito de dulce-. ¿Vamos bien de horario?

– La verdad es que bastante bien -responde Barbara-. Ya no tardará mucho.

– Buenos días, Michael -dice cogiendo el sillón en el que yo estaba. Tengo una sensación como si acabasen de darme un puñetazo en el pecho. La rabia empieza a reptar como un pulpo por detrás de mis hombros.

– Oh, vamos -responde a la expresión de mi cara-. ¿De verdad pensabas que ibas a entrar solo?

Antes de que pueda responder, me lanza una carpeta amarilla al pecho. Dentro está lo que ya le han pasado al Presidente: una copia de mi informe de decisiones, con el resumen de la Secretaría del Gabinete grapado encima. Debajo del informe, descubro algo más. El original de la carta sobre Simon que envié a la Oficina de Ética Gubernamental. No puedo creerlo: por eso no recibí las copias de declaración de bienes de Simon. La carta ni siquiera llegó a salir del edificio.

– Hay una errata en el segundo párrafo -me indica Simon, observándome atentamente-. Pensé que probablemente quisieras recuperar lo otro.

¿Cómo demonios…?

Detrás de mí oigo que se abre la puerta del Despacho Oval. Barbara me anuncia:

– Ya está listo. Pueden pasar.

Simon se va directo a la puerta, pasando por delante de mí. Yo lo sigo sintiéndome como a punto de vomitar.

– ¿Qué tal ha ido? -me pregunta Pam.

Estoy de pie frente a su mesa.

– No lo sé, fue como si… -Su teléfono suena e interrumpe mi pensamiento.

– Espera un momento -dice, descolgando-. Aquí Pam. Sí. No, ya lo sé. Lo tendrá la semana próxima. Estupendo. Gracias. -Cuelga y me mira-. Perdona… decías que…

– Es difícil de explicar. Cuando apareció Simon, pen…

El teléfono vuelve a interrumpirme.

– No te preocupes, que suene -me dice Pam.

Estoy a punto de continuar cuando la veo mirar el identificador de la llamada. Conozco esa expresión de susto en su cara. Es una llamada importante.

– No importa -digo-. Cógelo.

– Sólo será un minuto -promete, mientras descuelga el auricular-. Aquí Pam. Sí, yo… ¿qué? No… no lo hará. Prometo que no. -Escucha durante un largo rato. Esto va a durar más de un minuto.

– ¿Por qué no vuelvo más tarde? -le susurro.

– Lo siento muchísimo -me dice sin palabras pero tapando el auricular.

– No te preocupes. No tiene importancia.

Al salir del despacho de Pam procuro decirme a mí mismo que eso es verdad. Y al cruzar la antesala, decido llamar a Trey, que probablemente siga enfadado conmigo. Mientras voy a mi despacho, veo un par de calzoncillos blancos Fruit-of-the-Loom colgados del pomo. Sobre ellos, un cartelito impreso en la láser:

Bien venido a casa, Maestro del Informe.

Besos de Mariposa.

Todas tus adoradoras.

Quito los calzoncillos y abro la puerta. Dentro, todavía es peor. Encima del sillón, tapando el canapé, colgando de las lámparas y de los cuadros, por todas partes hay ropa interior masculina. Calzoncillos, eslips, hasta un taparrabos pequeño de seda. Y para rematarlo, una docena de tangas blancos forman la palabra «Mike» sobre la mesa.

– ¡Saludemos todos al maestro! -exclama Trey desde su escondite detrás de la puerta. Se pone de rodillas y hace una reverencia a mis pies-. ¿Qué decís vos, oh, Maestro del Informe?

– Increíble -le digo, admirando los esfuerzos.

– Te he llenado hasta los cajones -dice muy ufano-. ¿Lo captas? ¿Cajones?

– Lo capto -digo quitando otros tres de la silla-. ¿De dónde has sacado todo esto, por cierto?

– Son míos.

– Increíble -digo, lanzándolos a través del despacho.

– Qué, ¿pensabas que iba a comprar todo esto para una broma de un día? El humor tiene su precio, muchacho. -Olfatea el aire dos veces seguidas-. Y ahora, tú lo estás pagando.

Tengo que admitir que es justo lo que necesitaba.

– Gracias, Trey.

– Sí, sí, sí, pero ahora cuéntame cómo te fue. ¿Pusiste una buena pose para la foto?

– ¿Qué foto?

– Michael, por favor, que soy yo. Sabes muy bien que te sacan una foto cuando pierdes la virginidad. Y por muy asustado que estés, todo el mundo tiene siempre un ojo puesto en la cámara. Siempre.

Deja aflorar una sonrisa mínima.

– ¡Lo sabía! -dice Trey entre risas-. ¡Eres más previsible que un calendario de banco! ¿Qué pusiste? ¿Mentón rígido? ¿Ojos entornados?

– ¿Estás de broma? Saqué la artillería de gala: mentón rígido, labios apretados y dedo señalando el informe, para subrayar la dinámica estudiante-profesor.

– Bonito toque -asiente Trey-. ¿Eso lo convenció de lo de las grabaciones?

– Te lo explicaré de este modo: ¿sabes esa sensación que tienes justo antes de cortarte el pelo? ¿Cuando una mañana te levantas y de repente tu pelo está como una esterilla de baño? ¿Y cada día que pasa está peor? Y entonces, precisamente el día que tienes que ir a cortarte el pelo, te despiertas y por arte de magia, espontáneamente, tienes el pelo fantástico. ¿Sabes lo que te digo? ¿Como que todos tus temores no tenían motivo? -Trey asiente mientras yo hago una pausa preparando el efecto-. ¡Bueno, pues hoy no! -grito a todo pulmón-. ¡Hoy he tenido el pelo espantoso durante todo el día!

– No puede haber salido tan mal -dice Trey, riendo.

– No, fue peor que malo. Fue horrible. Trágico. Tan trágico que se aproximaba a lo poético.

– Lo poético es bueno. A todo el mundo le gusta una buena frase rimada.

– Tú no estabas allí, Trey. Ya estaba bastante nervioso por mi cuenta como para que encima apareciera Simon. Y cuando cogió la solicitud de información financiera y me la metió por el gaznate… qué hijoputa, la guardó sólo para molestarme. Por eso no nos han mandado sus expedientes; de algún modo averiguó lo que pasaba. Y después de aquello, me descentré. Cada vez que el Presidente me hacía una pregunta, yo lo único que me parecía que podía hacer era parpadear.

– Créeme, todo el mundo se siente así ante el Presidente.

– Eso no…

– Eso es verdad; en el momento en que aparece él, ¡zas!, toda la cama meada.

Sigue sin convencerme, pero tengo que sonreír.

– Si tú lo dices…

– Sabes perfectamente que es verdad. Con el Presidente no hay nada pequeño, y cuando te hace una pregunta, quieres saberte la respuesta. Ahora cuéntame qué más pasó. ¿Conseguiste birlar algo gracioso? ¿Lápices? ¿Plumas? ¿Camisetas de tengo-poder-presidencial-corriendo-por-mis-venas?

– No tanto -digo, sentándome-. Sólo esto… -Meto la mano en el bolsillo y saco un par de gemelos con el sello presidencial.

– No me digas que…

– Se los quitó de su propia camisa. Creo que fue su manera de tranquilizarme.