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– ¿Con un paquete en la mano? ¿Crees que se lleva algo para leer?

No respondo. Nora está empezando a ponerse nerviosa. Se suelta el cinturón de seguridad.

– Tal vez deberíamos salir a comprobar…

La cojo del brazo.

– Yo digo que nos quedamos aquí.

Ella está preparada para la pelea, pero antes de que empiece, veo una sombra que surge del talud. Una figura vuelve a pasar por encima del guardarraíl y queda bajo la luz.

– ¿Adivinas quién ha vuelto? -pregunto.

Nora se gira rápidamente.

– ¡No lleva el sobre! -exclama.

– ¡Baja la voz!

Enmudecí cuando Simon miró hacia nosotros. Nora y yo nos quedamos helados. Es una mirada breve y se vuelve rápidamente a su coche.

– ¿Nos ha visto? -susurra Nora. Hay un nerviosismo en su voz que me retuerce el estómago.

– Si nos ha visto, no ha reaccionado -susurro yo.

Simon abre la puerta y entra en el coche. Treinta segundos después, da gas y arranca zumbando y dejando una nube de polvo que vuela hacia nosotros. No enciende las luces hasta que está a medio camino de la carretera.

– ¿Tendríamos que seguirlo? -pregunto.

– Yo digo que nos quedemos con el sobre.

– ¿Qué crees que hay dentro? ¿Documentos? ¿Fotos?

– ¿Dinero?

– ¿Crees que es un espía? -pregunto con escepticismo.

– No tengo ni idea. A lo mejor está filtrando cosas a la prensa.

– Eso no sería tan malo, en realidad. Por lo que sabemos, ésta es su entrega.-Eso sin la menor duda -dice Nora. Y mira hacia atrás para asegurarse de que estamos solos-. Lo que yo quiero saber es lo que recogen.

Antes de que pueda detenerla, ya ha salido por la puerta. Intento sujetarla, pero es demasiado tarde. Ya se ha ido corriendo por la carretera en dirección al talud.

– ¡Nora, vuelve aquí!

Ni siquiera finge que le importe. Arranco el coche y me paro a su altura. Lleva un paso ágil, decidido. Me odiará por decirle esto, pero no tengo elección:

– Vámonos, Nora. Hay que marcharse.

– Entonces, márchate tú.

Aprieto los dientes y me percato de la cosa más evidente de todas: ella no me necesita. Aun así, hago otra intentona.

– Por tu propio bien, entra en el coche.

No hay respuesta.

– Nora, por favor, esto no tiene gracia… A quien se lo haya dejado, sea quien sea, probablemente nos esté vigilando.

Nada.

– Vamos, no hay razón para…

Se para en seco y yo piso el freno a fondo. Se vuelve hacia mí y se pone las manos sobre los labios.

– Si tú quieres marcharte, entonces márchate. Yo necesito saber lo que hay en el sobre.

Y con eso, salta por encima del guardarraíl y empieza a subir el talud. Yo, solo en el coche, miro cómo desaparece.

– Te veré luego -le grito.

No me responde.

Le doy unos segundos para cambiar de idea. No cambia. Bueno, me digo finalmente a mí mismo. Esto será una lección. Cree que sólo porque es la Primera Hija puede… Ya estamos otra vez. Ese título lamentable. Eso es lo que es. No, decido. A la mierda eso. Olvídate del título y céntrate en la persona. El problema, sin embargo, es que es imposible separarlas a las dos. Para lo bueno y para lo malo, Nora Hartson es la hija del Presidente. Y es también una de las personas más intrigantes que he conocido en mucho tiempo. Y por mucho que me moleste admitirlo, la verdad es que me gusta.

– ¡Al carajo! -exclamo, dando un golpe sobre el volante. ¿Dónde coño tengo los riñones?

Abro la guantera de golpe, saco una linterna y me lanzo fuera del coche. Trepo por el talud y me encuentro a Nora vagando en la oscuridad. Le dirijo la luz a la cara y lo primero que veo es su sonrisa.

– Estabas preocupado por mí, ¿verdad?

– Si te dejase abandonada, tus gorilas me matarían.

Se acerca a mí y me coge la linterna de las manos.

– La noche es joven, muchacho.

– Eso es lo que me preocupa -digo, mirando el reloj.

Oigo que algo se mueve entre los arbustos en lo alto de la cuesta y comprendo inmediatamente que Simon podía haberse encontrado con alguien allí arriba. Alguien que todavía está… mirándonos.

– ¿Crees que…?

– A ver si encontramos el sobre -dice Nora con expresión de estar de acuerdo.

Caminamos juntos con precaución subiendo en zigzag por el talud tupido de árboles. Miro hacia arriba y no veo más que oscuridad frondosa, las copas de los árboles lo tapan todo, desde el cielo hasta las farolas de la carretera. Todo lo que puedo hacer es decirme que estamos solos. Pero no me lo creo.

– Alumbra aquí -le digo a Nora, que va moviendo la luz en todas direcciones. Al ver el haz rasgando la noche, me doy cuenta de que tenemos que ser más sistemáticos-. Empieza por la base de cada árbol y después vete siguiendo hacia arriba -le sugiero.

– ¿Y qué pasa si lo escondió en lo alto de un árbol?

– ¿Tú crees que Simon es de los que trepan a los árboles? -En esto tiene que estar de acuerdo-. Y vamos a tratar de hacerlo rápido -añado-. Sea quien sea para quien lo haya dejado, aunque no esté aquí ahora, llegará en cualquier momento.

Nora dirige el rayo de luz a la base del árbol más cercano y otra vez nos sumimos en un silencio subacuático. Según vamos ascendiendo la pendiente, mi respiración se hace más pesada. Intento descubrir el sobre, pero no puedo dejar de mirar hacia atrás. Y aunque no creo en la telepatía ni en otros fenómenos paranormales, sí creo en la punzante e inexplicable capacidad del ser humano para saber cuándo lo vigilan. En lo más alto del talud hay una sensación de la que no puedo desprenderme. No estamos solos.

– ¿Te pasa algo? -pregunta Nora.

– Lo único que quiero es que nos marchemos de aquí. Podemos volver mañana con las… De repente, lo veo. Ahí está. Los ojos se me abren de par en par y Nora sigue la dirección de mi mirada. A tres metros de nosotros, en la base de un árbol con una Z grabada en él, hay un sobre amarillo grande.

– Hijo de puta -dice corriendo hacia allí. Su reacción es instantánea. Cogerlo y abrirlo.

– ¡No! -le grito-. No lo toques. -Demasiado tarde, ya lo ha abierto.

Nora ilumina el sobre con la linterna.

– No puedo creerlo -dice.

– ¿Qué? ¿Qué hay dentro?

Lo vuelve boca abajo y el contenido cae al suelo. Uno. Dos. Tres. Cuatro fajos de billetes. De cien dólares.

– ¿Dinero?

– Un montón.

Recojo un fajo, le quito la banda del Banco de América y empiezo a contar. Nora también.

– ¿Cuánto? -le pregunto cuando ha terminado.

– Diez mil.

– Igual que yo -digo-. Dos fajos más, así que hay cuarenta mil. -Al percatarme de que son billetes nuevos, vuelvo a ir pasando el fajo-. Todos con numeración consecutiva.

Nos miramos, nerviosos. Estamos pensando en lo mismo.

– ¿Qué hacemos? -pregunta ella finalmente-. ¿Los cogemos?

Estoy a punto de responder cuando veo que algo se mueve en el arbusto grande, a mi derecha. Nora le dirige la luz. No hay nadie. Pero yo no puedo librarme de la sensación de que nos están vigilando.

Cojo el sobre de manos de Nora y vuelvo a meter los cuatro fajos de billetes.

– ¿Qué haces? -me pregunta.

– Dame la linterna.

– Dime porqué…

– ¡Dámela! -le grito.

Cede y me la lanza. Dirijo la luz hacia el sobre, tratando de ver si hay algo escrito. Está en blanco. Un dolor punzante me golpea en la nuca. Tengo la frente empapada en sudor. Siento que estoy a punto de desmayarme, y vuelvo a poner el sobre en la base del árbol a toda prisa. El calor de final de verano no es lo único que me hace sudar.-¿Te encuentras mal? -pregunta Nora, observando mi expresión.

No contesto. En vez de eso, alargo la mano y cojo unas cuantas hojas del árbol. Dejo la linterna de lado, doblo las hojas y las froto por los bordes del sobre.

– No se pueden borrar las huellas digitales, Michael. No funciona así.

Continúo frotando sin hacerle caso.

Se arrodilla a mi lado y me pone una mano en el hombro. El contacto es fuerte, e incluso en medio de todo aquello, he de admitir que es una buena sensación.