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Mis ojos recorren rápidamente la longitud de la bolera. Calle, bolos, estante de bolas.

– ¡Nora! ¿Estás…?

El corazón se me para y doy un paso atrás, golpeándome contra la puerta justo cuando se cerraba detrás de mí. Ahí. En el suelo. Sus piernas cuelgan ocultas por la mesa de anotaciones y veo el borde de la falda. El cuerpo está inerte. Oh, Dios mío.

– ¡Nora!

Me precipito detrás de la mesa, me dejo caer de rodillas y la tomo entre los brazos. De la nariz brotan dos finos hilillos de sangre que le corren por la cara, reuniéndose en el labio de arriba. Está muy pálida.

– ¡Nora! -le levanto la cabeza y la sacudo. Suelta un suave gemido. No muy seguro de mis primeros auxilios cardiorrespiratorios, le doy una palmada en la mejilla. Otra. Y otra.

– ¡Nora! ¡Soy yo!

Surgiendo de la nada, empieza a reírse, una risita oscura que me produce un escalofrío en la espalda. Levanta el brazo derecho absurdamente por el aire y lo deja caer por detrás de la cabeza, golpeando con la muñeca sobre el suelo pulido. Antes de que yo pueda decir ni una palabra, su risa se convierte en tos. Un ronquido profundo, húmedo que sale directamente de los pulmones.

– Venga, Nora, recupérate -la agarro, frenético, por el delantero de la blusa, tirantes del sostén incluidos, y la incorporo. Al venirse hacia adelante, brota de su boca una oleada de vómito claro que se derrama por toda mi camisa. La suelto del susto, pero como la tos empeora, consigue sentarse por sí misma.

Limpio sus interioridades de mi corbata y ella levanta la vista con los ojos semicerrados, el cuello flojo y dando cabezadas sin control. Todo su cuerpo funciona a cámara lenta.

Empieza a hablar, pero sin ningún sentido. Sólo balbuceos y palabras entrecortadas. Poco a poco, empieza a recuperarse.

– Pues… yo no… tú tienes… Especial K… sólo un poco de K…

Especial K. Ketamina. Enhorabuena a Rolling Stone. Me acuerdo del artículo como si hubiera sido ayer. Se esnifa como la cocaína y, dependiendo de cuánto tomes, estás ido entre diez y treinta minutos.

– ¿Cuánto te has tomado, Nora?

No me contesta.

– ¿Cuánto, Nora? ¡Dímelo!

Nada.

– ¡Nora!

Justo entonces, me mira y, por primera vez, veo en sus ojos que me reconoce. Parpadea dos veces e inclina la cabeza.

– ¿Los engañamos?

– ¿Cuánto has tomado?

Cierra los ojos.

– No lo suficiente.

Muy bien, eso ya es una respuesta. Está volviendo en sí. Miro el reloj: cinco minutos para que empiece, más cuatro de introducción. Me precipito al teléfono, llamo a la operadora y le pido que envíe un mensaje a Trey. Vuelvo corriendo junto a Nora y la ayudo a levantarse.

– Déjame sola -dice, apartándose.

La cojo por los hombros.

– ¡No empieces a pelearte conmigo! ¡Ahora no! -Veo que está a punto de caerse y la empujo sobre el asiento de la mesa de anotaciones y le doy otra bofetada en la mejilla, no demasiado fuerte, no quiero hacerle daño, sólo lo justo para…

– Por favor, Michael, no te enfades conmigo. Por favor.

– No quiero hablar del asunto -le replico.

Sobre la mesa de anotaciones veo su bolso abierto. Saco el contenido lo más de prisa que puedo. Llaves, pañuelos, y un tubito metálico de lápiz de labios que, gracias a la inclinación de la mesa, viene rodando hacia mí. Lo cazo justo cuando se cae, parece lápiz de labios, pero… Le quito la tapa y veo un polvo blanco. ¿Cómo puede esta chica ser al mismo tiempo tan lista y tan estúpida? Incapaz de responderme, vuelvo a poner la tapa y lo meto en el surco donde se sujetan los lápices. En este preciso momento, hay cosas más importantes de las que ocuparse.

Cojo los pañuelos, abro el paquete, escupo en uno de ellos y, como cualquier madre a su hijo, limpio la cara de Nora. La sangre de su nariz está fresca. Se quita con facilidad. Con la mano derecha le aparto el pelo de la cara pero vuelve a caerse. Se lo aparto de nuevo y se lo encajo detrás de la oreja. Que se aguante ahí como sea. Una vez el pelo fuera del camino, le levanto la barbilla y puedo verla mejor. Con el puño de la camisa, quito el último resto de vómito que tiene en la comisura de la boca. Por el modo en que se le caen los labios, comprendo que todavía no ha vuelto en sí del todo. Pero su aspecto, tras comprobar el resto de su persona, no es demasiado malo. Está inclinada hacia adelante con los codos apoyados en las rodillas. Posición de impacto.

Además, el vómito lo tengo todo yo. Ella está limpia. Y «Dateline» esperando.

Vuelvo corriendo al teléfono y llamo otra vez a la operadora. Me dice que ya ha pasado el mensaje a Trey. Pero que aún no ha contestado. Ya deben de estar empezando.

– ¡Levántate, Nora! -grito corriendo a su lado. La cojo por las muñecas e intento ponerla en pie. Pero ella no colabora, se limita a seguir sentada-. ¡Vamos! -le chillo, y tiro más fuerte-. ¡Levántate! -Pero no se mueve.

Paso por detrás del respaldo de la silla de anotaciones, me echo la corbata por encima del hombro, deslizo los brazos bajo sus axilas y, cuando ya la tengo bien cogida, tiro hacia arriba tanto como puedo. Es un peso muerto. Noto un agudo chasquido en la espalda, pero no hago caso. Por supuesto que siento tentaciones de dejarla allí colgada… catorce plenos y fuera. La cuestión es que, si no la llevo al programa… mierda. Hay veces que no me soporto a mí mismo. Es un puto programa de televisión. Toda esta mierda por un programa de televisión.

– ¡Nora, por Dios, levántate!

Con un último tirón la levanto y ya está. Todavía podemos llegar, me digo, pero en el instante en que la tengo derecha, las piernas se doblan bajo su peso. Damos un traspiés hacia adelante, totalmente desequilibrados. Y, con un golpe sordo, otra vez al suelo, los dos sentados.

La observo. Los dos jadeamos. Pero hemos llegado aquí, nuestros pechos suben y bajan exactamente al mismo ritmo. Para desmarcarme, ralentizo mi respiración y me aparto. La mantengo sentada los siguientes treinta segundos viendo cómo vuelve el color a su cara. No hay elección: si queremos salir de aquí, tengo que darle un minuto. Lentamente, alza la cabeza.

– De verdad, Michael, yo no quería romper mi promesa.

– ¿Entonces esto sucedió solo?

– No lo entiendes.

– ¿No lo entiendo? Tú eres la que…

Antes de que pueda terminar, la puerta de la bolera se abre con fuerza y Trey entra trayendo un estuche y una brocha de maquillaje. Siento la tentación de sentirme aliviado, hasta que veo quién llega tras éclass="underline" Susan Hartson. A pesar de la laca atómica, su pelo castaño claro rebota con rabia contra sus hombros, y a la luz fluorescente de la bolera el pastel de maquillaje de su cara ya no logra ocultar la dureza de sus rasgos. Negándose a tocar algo, entra en la bolera como una madre entraría en un club juvenil.

– ¿Podrá llegar? -brama.

– Acaban de meter la introducción -me dice Trey, apresurándose-. Tenemos tres minutos.

Pongo a Nora sobre sus pies, pero sigue sin equilibrio. La sujeto y la dejo recuperarse un segundo. Está arrimada contra mi hombro, con los brazos enganchados a mi cuello. Tras un momento, todavía colgada de mí, va ganando rápidamente la batalla de mantenerse derecha. Al mismo tiempo, la Primera Dama se abre paso, apartando a Trey, y avanza hasta quedar cara a cara con su hija. Y conmigo. Sin decir palabra, la señora Hartson se lame el pulgar y limpia, rabiosa, con su saliva los últimos restos de sangre de la nariz de Nora.

– Perdona, mami -dice Nora-. Yo no pensaba…

– Cállate. Ahora, no.

Noto que Nora se tensa. Sin siquiera respirar, ya se sostiene por su cuenta. Levanta la barbilla y mira a su madre a los ojos.

– Ya podemos ir, mami.

Siguiendo el olor ácido, la Primera Dama contempla mi camisa vomitada y luego, sin mover la cabeza, levanta la mirada para clavármela en los ojos. No sé muy bien si me está culpando o solamente estudiando mi rostro. Finalmente, me espeta:

– ¿Cree que podrá hacerlo?

– Lleva años haciéndolo -le replico.