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– Señora Hartson -interviene Trey-, todavía podemos…

– Dígales que vamos para allá -dice la Primera Dama sin apartar los ojos de mí.

Trey corre a la salida. La Primera Dama se vuelve hacia su hija, la coge por el brazo y tira de ella hacia la puerta. No hay tiempo para despedidas. Nora sale la primera y la señora Hartson detrás. Yo me quedo allí de pie.

Una vez que se han ido, miro para atrás y veo el bolso de Nora en la mesa de anotaciones. Qué jodida estupidez. Meto otra vez las llaves y los pañuelos dentro y veo el tubito plateado que parece un lápiz de labios. Si lo dejo por ahí, alguien lo encontrará. Bien… puede que ésta sea la mejor forma de ayudarla. Durante un minuto entero me quedo inmóvil, calculando mentalmente las consecuencias. Esto no es un rumor sobre asientos traseros en Princeton. Esto son drogas en la misma Casa Blanca. Mis ojos se clavan en el tubo brillante, observando cómo reluce con el reflejo de las luces del techo. Tan pulido, tan perfecto en su curva convexa, es como si viera una versión troquelada de mí mismo. Yo. Todo está en mis manos. Lo único que tengo que hacer es herirla.

Eso es.

Como un niño pequeño que juega a las canicas, levanto el tubo de Nora, lo aprieto en el puño y, con una breve oración, me lo meto bien dentro del bolsillo del pantalón, rezando para que no sea éste el momento que en el futuro recordaré siempre con pesar.

Una breve escala en el servicio de caballeros para mandar lo que queda del Especial K de Nora por la tubería antes de dirigirme por fin otra vez a la oficina. La hora siguiente la paso con los ojos pegados al pequeño televisor. Las bromas de Hartson deben de haber funcionado, porque Stulberg abrió hablando sus buenos dos minutos, con lo que Nora tuvo tiempo suficiente para cambiarse de vestido y ponerse un poco de colorete en las mejillas.

Como era de esperar, la mayor parte de las preguntas son para el Presidente, pero Stulberg no es ninguna idiota. Los Estados Unidos aman la familia, y por eso la sexta pregunta va para Nora. Y la séptima. Y la décima. Y la undécima. Y la duodécima. A cada una de ellas, contengo el aliento. Pero pregunten lo que pregunten, ya sea sobre si está indecisa ante los planes para el posgrado, o qué se siente al volver a vivir en la Casa Blanca, Nora lo encaja. Algunas veces vacila, otras se coloca el pelo detrás de la oreja, pero en todas las respuestas es toda aplomo y sonrisas, nunca discute. Hace incluso una broma con eso de que la llamen «la primera pasota», sutil momento de humildad que hará babear a los santones de las tertulias televisivas del domingo que se desharán en elogios.

A las nueve en punto se ha acabado y yo estoy verdaderamente atónito. De alguna manera, y como siempre, Nora lo superó… lo que significa que en cualquier momento alguien…

– ¿Qué medalla me merezco? -pregunta Trey al abrir la puerta de mi despacho-. ¿El corazón púrpura? ¿La medalla de honor? ¿La cinta roja al valor?

– ¿Cuál es la que te dan cuando te pegan en la barriga?

– El corazón púrpura es para cuando te hieren.

– Entonces, ésa es la tuya.

– Estupendo. Gracias. Tú también te ganas una.

Trey se acerca al sofá y se deja caer en él. Ambos mantenemos un silencio mortal. Ninguno de los dos tiene que decir ni una palabra.

Finalmente, sin embargo, acabo por ceder.

– ¿Te dijo algo la Primera Dama?

– Como si nunca hubiera sucedido -contesta, meneando la cabeza.

– ¿Y Nora?

– Me sopló un «gracias» al salir. -Se sienta muy derecho y añade-: Déjame que te diga una cosa, amiguito: esa chica es la reina de los psicópatas, ¿sabes qué quiero decir?

– No quiero comentarlo.

– ¿Por qué? ¿Tan ocupado estás de repente?

Llaman con fuerza a la puerta. Miro a Trey.

– ¿Quién es? -pregunto.

La puerta se abre y una figura familiar aparece. La boca se me seca. Trey ve mi expresión y vuelve la vista.

– Hola, Pam -dice displicentemente.

– Buen trabajo con la entrevista -responde ella-. Todavía lo están celebrando en la Sala Diplomática. Hasta a Hartson se lo veía relajado.

Trey no puede evitar estar radiante. Mis ojos siguen fijos en Pam. En su sonrisa puedo ver que no tiene ni idea de lo que nosotros hemos visto. Ni de lo que sabemos.

– ¿Qué hay por ahí? -pregunto.

– Nada -responde-. Por cierto, ¿habéis visto la encuesta en directo que hizo la NBC con el Herald? Después de la entrevista, preguntaron a cien alumnos de quinto grado si les gustaría ser Nora Hartson. Diecinueve dijeron que sí porque podrían conseguir todo lo que quisieran. Ochenta y uno, que no, porque no merecía la pena tanto dolor de cabeza. ¿Y dicen que nuestra política educativa no tiene eficacia? Por favor… si ochenta y uno de ellos son Einsteins.

Evito responder para que las cosas sigan tranquilas.

– Trey, ¿no tienes que llevar a la señora Hartson a ese acto de recogida de fondos?

– No.

Tiene la esperanza de quedarse y presenciar el espectáculo. Le lanzo una mirada.

– ¿No tienes un hobby o algo en lo que tuvieras que estar trabajando?

– ¿Hobby? -exclama con una carcajada-. ¡Yo trabajo aquí!

Endurezco la mirada.

– Vale, vale, me quito de en medio -se dirige hacia la puerta y añade-: Me alegro de verte, Pam.

La liebre se ha levantado. Pam sabe que pasa algo.

– ¿De qué se trata? -pregunta.

Espero a que Trey cierre la puerta. Desaparece con un portazo. Allá vamos.

CAPÍTULO 28

– ¿Qué pasa aquí? -pregunta Pam, plantada frente a mi mesa.

No sé muy bien por dónde empezar.

– ¿Tú has… alguna vez has…?

– Suéltalo, Michael…

– ¿Has estado escuchando por mi línea de teléfono?

Suelta su cartera y la deja caer al suelo.

– ¿Perdón?

– Dime la verdad, Pam, ¿has estado escuchando?

Al contrario que Nora, Pam no estalla. Más bien, se queda confusa.

– ¿Cómo iba a poder escuchar?

– He oído tu teléfono… y he visto que funciona.

– ¿De qué…? ¿Qué teléfono?

– ¡El teléfono de la antesala!

– ¿De qué estás hablando?

Salgo de detrás de la mesa y me precipito por la antesala al despacho de Pam. Descuelgo el teléfono y marco mi extensión. Dos teléfonos suenan simultáneamente. El de mi despacho y el del escritorio pequeño de la antesala.

– ¡Son la misma línea! -exclamo-. ¿De verdad pensabas que no iba a darme cuenta de que tenías el timbre en off?

– Michael, te juro por mi vida que si son la misma línea yo no lo sabía. Tú me has visto cuando estaba sentada ahí, sólo para hablar por teléfono.

– Ésa es la cuestión.

– Espera un minuto -dice empezando a molestarse por fin-. ¿Crees que fingía las conversaciones? ¿Que era alguna especie de complot secreto para engañarte?

– Dímelo tú. Tú eras la única que hablaba por ese teléfono.

– ¿Por el…? No puedo creerlo, Michael. Después de todo lo que te he… ¿Quién te contó ese cuento? ¿Nora?

– A ella no la metas en esto.

– No me digas lo que tengo que hacer. Da igual lo que vieras hacer a Simon, el mundo no se ha confabulado contra ti. Sabes perfectamente cómo funciona aquí el sistema, sigue siendo el gobierno federal. Puede que las líneas se cruzaran cuando estuvieron arreglándolo.

– Y puede que haya estado así todo el tiempo.

– ¡Deja de decir eso!

– Entonces dime la verdad.

– ¡Ya te la he dicho, coño!

– ¿Y ya está? ¿Las líneas eran distintas y cuando las arreglaron la última vez cruzaron la tuya con la mía?

– ¡No sé qué más quieres que te diga! ¡Yo no lo sabía!

– ¿Y nunca estuviste escuchando?

– ¡Nunca! ¡Ni una sola vez!

Ver cómo se pone furiosa no me facilita las cosas.

– ¿Entonces puedo aceptar tu palabra?

– Michael, soy yo -dice dando unos pasos hacia mí.