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– ¿Qué novio?

– Por eso llamo, chaval. Me parece que aquella noche del bar te liaron un poco. Aquí, según mi fuente principal, y que lo jura por la vida de su primo, ésa es la verdad…

– Dígame quién es -le exijo.

Me lo lanza directo al estómago.

– No es fácil de decir, Michael. Parece que anda durmiendo con el viejo. Tu jefe favorito.

Simon. No… no puede… Me quedo sin aire tan de repente que casi dejo caer el teléfono. El brazo se me queda tonto y se me cae por el costado. No puede ser.

– Ya sé -dice Vaughn-. Te dan ganas de ir a buscar consuelo, ¿eh? -Antes de que pueda contestar, añade-: Mi colega dice que la primera vez que lo vio pensó que iba de tapadillo, como que no vemos la CNN ni nada. De todos modos, lo sacaron porque estaba preocupado por si lo seguían. Cuando terminaron el negocio, se volvió a su coche y uno de mis chicos que estaba para dar el agua jura que ve a Nora embutida en el asiento de delante. Un buen beso en los labios cuando llega papi, se le tira encima. Y cuando pasan atrás, acción total, tío. Se la hace allí mismo, apretando contra la ventanilla. Mi hombre dice que ella también es fina. Le gusta que se la metan…

– No quiero oírlo.

– Seguro que no, pero si ella anda tirándose a tu patrón, tienes que saber por dónde andan. O sea, que mejor que busquemos un momento para juntarnos.

– ¿Y qué hay de si…?

– Diez segundos -interrumpe-. Apunta. Del viernes en una semana. Siete tarde. Woodley Park Marriott, sala Warren. ¿Lo tienes?

– Sí, ya…

– Cinco segundos. Nos sobra.

– Pero si…

– El viernes que viene, Mikey. Valdrá la pena. -Suena un clic y ya no está.

A solas en la antesala, el silencio me aplasta. No tiene el menor sentido. Si ella… pero no puede. No hay manera. Con el puño apretado, repiqueteo con los nudillos sobre la mesa. No puede ser. Pego un poco más fuerte. Más fuerte. Más fuerte. Golpeo sobre el escritorio hasta que tengo los nudillos despellejados. El del medio está empezando a sangrar. Igual que la nariz de Nora.

Buscando respuestas vuelvo a leer la nota que había tomado. Una semana después del viernes. 19.00 h. Woodley Park Marriott, sala Warren. No consigo sacudirme la náusea que me ahoga, pero me acuerdo de lo que me dijo justo antes de separarnos en el cine. Resta siempre siete. Siete días, siete horas. En un parpadeo, las siete de la tarde se convierten en las doce del mediodía. Una semana a partir del viernes se convierte en este viernes. Mañana. Mañana a mediodía en el Woodley Park Marriott. La clave fue idea de Vaughn. Si el FBI fue capaz de llegar tan cerca de nuestro encuentro en el zoo, necesitaremos algo más que un vendedor de palomitas para conseguir privacidad. Aprovecho los segundos extra para apuntar la hora corregida. Me meto el papel manuscrito en el bolsillo y vuelvo rápidamente a mi despacho y a la única persona que puede resolver mis preguntas.

Según la tostadora, Nora está en la Residencia, pero una llamada de teléfono a su habitación indica otra cosa. Repaso mi copia del horario presidencial y veo por qué. Dentro de quince minutos, la Primera Familia se va de viaje para pasar toda la mañana de mañana en un desayuno de campaña para recaudar fondos. Nueva York y Nueva Jersey. Cinco paradas en total, incluida la noche. Echo una ojeada al reloj y luego otra vez al horario. Si corro, todavía puedo pillarla. Salgo zumbando del despacho. Tengo que saberlo. Pero cuando abro la puerta principal veo que hay alguien que se interpone entre el pasillo y yo.

– ¿Cómo andamos? -pregunta el agente Adenauer-. ¿Le importa si entro?

CAPÍTULO 29

– ¿Cómo es que está sin aliento? -me pregunta Adenauer mientras entra detrás de mí en la antesala-. ¿Está preocupado por algo?

– En absoluto -digo con mi mejor cara de valiente.

– ¿Qué hace por aquí tan tarde?

– Eso mismo iba a preguntarle a usted.

Continúa avanzando y empujándome hacia mi despacho. Me planto firme en la antesala.

– ¿Y adonde iba tan de prisa? -pregunta.

– Iba a presenciar la salida. Despegan dentro de diez minutos.

Se queda pensando mi respuesta, fastidiado de que haya sido tan rápida.

– ¿Podemos sentarnos un momento, Michael?

– Me gustaría, pero estoy a punto de…

– Me gustaría que hablásemos de mañana -ni pestañea.

– Vamos -digo, volviendo hacia mi despacho. Me dirijo a mi mesa; él se va al sofá. Eso ya no me gusta. Se pone demasiado cómodo-. ¿Y cómo le va todo? -le pregunto, intentando adelantar las cosas.

– Nada -dice fríamente-. He estado mirando esos expedientes.

– ¿Encontró algo interesante?

– No me había dado cuenta de que usted había estado primero en Medicina -dice-. Es usted un hombre de muchas facetas.

Estoy preparado para replicar, pero eso no me llevará a ninguna parte. Si lo que quiero es convencerlo de que no haga público el asunto mañana, hará falta cierta sinceridad.

– Ése es el sueño de cualquier niño que tiene unos padres enfermos -le digo-. Ser médico, salvarles la vida. El único problema era que yo no pude soportarlo ni un minuto. No me gustan las pruebas con respuestas exactas. A mí que me den ensayos todos los días.

– Aun así, aguantó usted hasta segundo curso, incluso aprobó Fisiología.

– ¿Adonde quiere ir a parar?

– A ningún sitio. Sólo me preguntaba si alguna vez le explicaron algo sobre inhibidores de la monoaminaoxidasa.

– ¿De qué está hablando?

– Es asombroso, la verdad -me interrumpe-. Tenemos dos medicinas que por separado son inocuas. Pero que si se mezclan… bueno, digamos simplemente que no es nada bueno. -Me observa con atención un tanto exagerada. Allá va-. Déjeme ponerle un ejemplo -continúa-. Supongamos que es usted candidato a tomar el antidepresivo Quarnil. Le dice a su psiquiatra que se encuentra mal; le receta eso y se encuentra usted mejor de repente. Problema resuelto. Naturalmente, tiene que leer el prospecto como con cualquier otra droga. Y si se lee el del Quarnil, verá que mientras se está tomando hay que abstenerse de un montón de cosas: yogur, cerveza y vino, arenques en conserva… y de una cosa llamada seudoefedrina.

– ¿Seudo qué?

– Qué gracioso, es justo lo que pensé que diría. -Pierde la sonrisa y añade-: Sudafed, Michael. Uno de los descongestivos más vendidos en el mundo. Si lo mezclas con Quarnil te vas al suelo más de prisa que con el freno de emergencia de un tren de gran velocidad. Derrame instantáneo. Lo más curioso de todo es que en apariencia parecerá un vulgar ataque al corazón.

– ¿Está diciendo que así murió Caroline? ¿Por una mezcla de Quarnil y Sudafed?

– Es sólo una teoría -dice sin mucha convicción.

Le lanzo una mirada.

– Había Sudafed disuelto en su café -explica Adenauer-. Una docena de pastillas, a juzgar por la potencia de la muestra que sacamos. Ella ni se enteró.

– ¿Y el Quarnil?

– Llevaba años tomándolo. Desde que empezó a trabajar aquí. -Hace una pausa-. Quienquiera que hiciera esto había hecho sus deberes, Michael. Sabían que tomaba Quarnil. Y tenían que tener algo más que nociones básicas de fisiología.

– ¿Así que ésa es su gran teoría? ¿Cree que me enseñaron eso en Michigan? «Veneno 101: cómo matar a sus amigos con productos caseros.»

– Eso lo dice usted, no yo.

Los dos sabemos que es una teoría chapuza, pero si ha estado repasando mi expediente de la universidad, quiere decir que están destripando mi vida entera. Duro.

– Llevan un camino equivocado -le digo-. Yo no ando jugando con drogas. Nunca lo he hecho y nunca lo haré.

– Entonces, ¿qué estaba haciendo ayer en el zoo? -Esto es lo que estaba esperando. Entro directamente al trapo.

– Viendo los monos -digo-. Es sorprendente lo de ahora, todos llevan walkie-talkies.

Mueve la cabeza con desaprobación paternal.

– No tiene ni idea de con quién anda en tratos, ¿verdad? Vaughn no es simplemente un matón de pueblo. Es un asesino.