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Yo también respiro fuerte y apenas puedo oír por el estruendo de mis latidos.

– Nora, tengo algo import…

El teléfono empieza a sonar otra vez.

– ¡Mierda! -exclama, cogiéndolo-. ¿Sí?

Acepta de muy mala gana una nueva ronda de apariciones para recaudar fondos mientras mis ojos van recorriendo las dos cartas enmarcadas que tiene en la mesita de noche. La primera está escrita con cera rojo brillante y dice: «Querida Nora: eres súper. Te quiere, Matt, ocho años.» La otra dice: «Querida Nora: que los jodan a todos. Tus amigos, Joel & Chris.» Ambas están fechadas en los primeros meses del mandato de su padre. Cuando todo era divertido.

– Tienes que estar de broma -dice por el teléfono-. ¿Cuándo? ¿Ayer?

Mientras escucha, cruza la habitación hacia un escritorio antiguo y va pasando una pila de periódicos que hay encima. Saca uno de ellos y veo que es el Herald.

– ¿Qué página? -pregunta-. No, lo tengo aquí mismo. Gracias. Ya llamaré luego.

Deja el teléfono y va pasando páginas hasta encontrar lo que busca. Una amplia sonrisa le ilumina la cara.

– ¿Has visto esto? -pregunta poniéndome el periódico delante de la cara-. Les preguntaron a cien niños de quinto grado si querían ser yo. ¿Adivinas cuántos dijeron que sí?

Niego con la cabeza.

– Ya hablaremos de eso después.

– Di una cifra.

– No quiero adivinar nada.

– ¿Por qué? ¿Miedo a equivocarte? ¿Miedo a competir? ¿Miedo a…?

– Diecinueve -exclamo-. Diecinueve dijeron sí. Ochenta y uno preferían cuidar su alma.

Deja el periódico a un lado.

– Oye, perdona lo de ayer…

– ¡No se trata de lo de ayer!

– Entonces, ¿por qué te comportas como si te hubiera robado el tesoro?

– ¡No es momento para chistes, Nora! -La cojo por la muñeca-. Ven con…

El teléfono vuelve a sonar. Se pone tensa. Me niego a soltarla. Nos miramos.

– ¿Te estás acostando con Edgar Simon? -le espeto.

– ¿Qué? -Detrás de ella el teléfono sigue sonando.

– Lo digo en serio, Nora. Dímelo a la cara.

Nora cruza los brazos y me mira sin expresión. El teléfono acaba por abandonar. Entonces, como desde ninguna parte, Nora se echa a reír. Se ríe con su risa profunda, auténtica, de niña; la risa más sincera y libre que hay.

– No es ningún juego, Nora.

Sigue riéndose, boqueando, va cediendo. Luego me mira a los ojos.

– Vamos, Michael, no puedes…

– Quiero una respuesta. ¿Te estás acostando con Simon?

La boca se le cierra al fin.

– Lo preguntas en serio, ¿verdad?

– ¿Qué contestas?

– Michael, te juro que nunca… nunca te haría eso. Preferiría estar muerta que con alguien así.

– ¿Entonces eso significa que no?

– ¡Naturalmente que significa que no! ¿Por qué iba yo…? -Se corta en seco-. ¿Crees que estoy conspirando contra ti? ¿De verdad piensas que yo haría eso?

No me molesto en replicar.

– Yo nunca te haría daño, Michael. Después de todo esto.

– ¿Y antes de todo esto?

– ¿Pero qué dices? ¿Que yo tenía mis propios motivos para matar a Caroline? ¿Que yo he preparado todo ese montaje?

– Tú lo has dicho, no yo.

– ¡Michael! -Me coge las dos manos-. ¿Cómo has podido pensar que…? ¡Yo jamás…! -Esta vez es ella la que no suelta-. Te juro que no lo he tocado en mi vida… ni he querido tocarlo -se le quiebra la voz-, en mi vida. -Me suelta las manos y se gira-. Dios santo -dice luego-. ¿Cómo puede habérsete metido eso en la cabeza?

– Me parecía que tenía sentido -digo. Se para en seco. Todo el cuerpo se le cierra. Aunque me está dando la espalda, puedo ver que eso le ha dolido. Yo no pretendía…

– ¿Eso es lo que piensas de mí? -susurra.

– Nora…

– ¿Eso es lo que piensas? -repite temblándole la voz. Antes de que pueda contestarle se vuelve hacia mí buscando la respuesta. Tiene los ojos completamente rojos. Los hombros caídos. Ya conozco esa postura, es la misma que tenía mi madre cuando se marchó. La postura de la derrota. Como no le contesto, las lágrimas surcan sus mejillas-. ¿De verdad piensas que soy una puta?

Niego con la cabeza y voy hacia ella. Cuando pensé cómo iba a reaccionar, consideré siempre que sería con una rabia tremenda. Nunca pensé que se derrumbase.

– Nora, tienes que entender…

Ni siquiera me escucha.

Viene hasta mis brazos, se encoge como una bolita y aprieta la cara contra mi pecho. Todo el cuerpo le tiembla. Al contrario que con Pam, no puedo discutir. Nora es distinta.

– Lo siento -solloza con voz que se le quiebra otra vez-. Siento mucho que tuvieras que pensar eso.

Sus dedos acarician mi nuca y yo noto en su voz la herida y en sus ojos veo la soledad. Pero cuando se aprieta aún más, por una vez yo la retengo. No es como antes, no se me convence tan fácilmente. Ya no. Todavía no. Por lo menos hasta que hable con Vaughn.

Aunque mi destino es la parada de metro de Woodley Park, me apeo del tren en Dupont Circle. En los veinte minutos a pie entre ambas, me voy metiendo por calles laterales, atravieso entre el tráfico y corro en contra dirección de todas las de sentido único que encuentro. Si me siguen en coche, están perdidos. Si van a pie… bueno, por lo menos tengo alguna posibilidad. Cualquier cosa con tal de evitar que se repita lo del zoo.

Paso junto a los restaurantes y cafés de Woodley Park y por fin me encuentro en mi casa. Está la taberna libanesa a la que Trey y yo vinimos a celebrar su tercer ascenso. Y el sitio de sushi donde comimos Pam y yo cuando su hermana vino a verla. Aquí es donde yo vivo -mi terreno-, y por eso me fijo en un camión de basura sorprendentemente limpio que va recorriendo la manzana.

Cuando se para en la esquina apenas si le echo un segundo vistazo. Desde luego, el conductor y el tipo que vacía los cubos próximos tienen un aspecto un poco demasiado atlético, pero claro, éste no es un trabajo para alfeñiques. Entonces reparo en el letrero del costado del camión: «G. and B. Removal.» Debajo del nombre de la empresa está su número de teléfono que empieza con el prefijo 703. Virginia. ¿Qué hace un camión de Virginia tan lejos, en Washington D. C? Quizá el trabajo esté subcontratado. Conociendo los servicios públicos del distrito de Columbia, sin duda es posible. Pero justo cuando me vuelvo, oigo un ruido de restos-de-cristales-rotos-lluvia-de-botellas-resbalando del cubo de metal que están vaciando en la parte de atrás del camión. Los sonidos de la ciudad. Un ruido que oigo todas las noches justo cuando voy al… Las piernas se me ponen rígidas. De noche. Lo oigo de noche. Vienen de noche. Nunca de día.

Me doy la vuelta y observo la calle. En la esquina del fondo hay un cubo de basura rebosante de desperdicios. Y el camión venía de allí. Un cubo de basura lleno. Detrás del camión. Fingiendo que no me he dado cuenta, me meto en la tienda de vídeos a media manzana.

– ¿Desea algo? -pregunta una chica vestida de negro de arriba abajo.

– No.

Poniéndome unos prismáticos imaginarios delante de los ojos, me apoyo en la luna de la ventana, tapo el resplandor del sol y observo el camión. Ninguno de los dos hombres ha salido detrás. Siguen allí sentados. Mientras que el ayudante revuelve algo por detrás, el conductor desenrosca su termo como si de pronto hubiera decidido hacer un alto. La chica de los vídeos se está poniendo nerviosa.

– ¿Está seguro de que no puedo…?

Antes de que pueda terminar, salgo precipitadamente de la tienda y me meto en la tintorería de al lado. No hay nadie en el mostrador y no llamo al timbre de servicio. Lo que hago es ir hacia la ventana y mirar afuera. Todavía no se han movido. Esta vez espero un minuto largo y doy un salto hasta la cafetería contigua.

– ¿En qué puedo servirle? -pregunta una chica que lleva una camiseta con el lema «Cómete al Rico».

– Nada, gracias.

Pegado a la cristalera, me concedo dos minutos y un tercer «¿desea usted algo?» antes de salir corriendo por la puerta y meterme en el escaparate de mi izquierda. Lo hago en dos tiendas más; entrar rápidamente, esperar, salir y a la izquierda; entrar rápidamente, esperar, salir y a la izquierda. Así me recorro toda la manzana. En cada local que entro espero un poquito más. Que piensen que está programado. Una tienda más.