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Corro hasta la farmacia CVS, al final de la manzana. Según calculo, aquí tengo unos cinco minutos de espera. Pero esta vez, después de abrir las puertas, me limito a seguir corriendo. Directo al pasillo de cosmética. Champús a la izquierda, crema de afeitar a la derecha. El aroma a farmacia flota en el aire. Sin detenerme, me precipito hacia el fondo de la tienda, hago un giro y cruzo por una rebotica sin decorar. Allí ya veo mi destino, es algo que sólo uno del barrio puede saber, y que los tipos del camión de basura nunca se figurarían, que esta CVS es el único local de toda la manzana que tiene dos entradas. Sonrío para mis adentros, empujo la puerta trasera y salgo de allí como una bala. Miro hacia atrás una sola vez. Nadie me persigue.

Cruzo la calle Veinticuatro rebosando adrenalina. Tengo el cuerpo inundado por la energía bruta de la victoria. A la vuelta de la esquina está la entrada lateral del hotel Woodley Park Marriott. Nada se interpondrá en mi camino.

Ya en el vestíbulo, meto la mano en el bolsillo del pantalón en busca de la nota con el sitio exacto. No está. Busco en el izquierdo. Luego, en la chaqueta. Oh, mierda, no me digas que… Registro frenéticamente los bolsillos de atrás y me palpo de arriba abajo. No está en la cartera ni en… Cierro los ojos y rememoro mis pasos. Esta mañana la tenía; la tenía con Nora… pero cuando me levanté para irme… oh, no. Me quedo sin aliento. Si se me cayó del bolsillo, puede que todavía esté encima de su cama.

Luchando por mantener la calma, recuerdo las instrucciones de la operadora cuando llamé esta mañana. Algún sitio en la planta del salón de baile. Me acerco al mostrador de información observando con desconfianza a los tres botones de la esquina delantera del vestíbulo. Con sus chalecos negros almidonados, parecen estar en su sitio, pero hay algo que no pega. En el momento en que el más alto se gira hacia mí veo que justo a mi derecha se cierra un ascensor. Un rápido acelerón me permite colarme entre las puertas cuando están a punto de chocar. Me revuelvo y consigo ver al botones alto. Ni siquiera está mirando. Sigo perfecto.

– ¿Algún piso favorito? -me pregunta un hombre con sombrero vaquero y corbata tejana.

– Salón de baile -digo, estudiándolo detenidamente. Aprieta el botón adecuado. Ya había apretado el ocho para él.

– ¿Te encuentras bien, hijo? -pregunta rápidamente.

– Sí. Fantástico.

– ¿Estás seguro? Parece como si necesitaras un poco de… comunión con los espíritus… ya sabes qué quiero decir-se atiza un trago imaginario de whisky.

– Uno de estos días -le digo, asintiendo con la cabeza.

– Alto y claro; alto y claro.

En la planta del salón de baile las puertas se abren.

– Que te vaya bien -dice el hombre del sombrero vaquero.

– A usted también -murmuro al salir.

Las puertas se deslizan y se cierran a mi espalda. Al frente, al fondo del largo pasillo, cruzo hasta la torre central del hotel donde hay una escalera mecánica con el rótulo «Subida a salones de baile. Primera planta». La tomo. Arriba debe de haber por lo menos trescientas personas, la mayoría mujeres, dando vueltas por el vestíbulo. Todos llevan una tarjeta con su nombre en la camisa y una bolsa de lona colgada del brazo. Una convención. Justo a tiempo para almorzar. Me voy abriendo paso tan de prisa como puedo entre la masa de mujeres que sonríen, parlotean y agitan los brazos con excitación. A todo lo largo de la pared del corredor principal cuelga una enorme pancarta de tela: «Bien venidos a la 34.a Reunión Anual de la Federación Norteamericana de Maestros.» Debajo de la pancarta encuentro el directorio del hotel.

– Disculpe, perdón, disculpe -digo, intentando llegar allí lo más rápido posible. Guiñando los ojos para leer el directorio, encuentro las palabras «Sala Warren» seguidas de una flecha que señala a la derecha.

Sala Warren. Eso es.

Tuerzo a la derecha tan de prisa que me doy contra una mujer que lleva en la blusa un broche que es una pequeña pizarra con brillantes de imitación incrustados.

– Perdone -digo, alejándome rápidamente.

Delante de la entrada de la sala hay una muchedumbre de maestros reunidos en torno a un enorme panel de corcho apoyado sobre un caballete de madera. Clavados en el panel hay por lo menos un centenar de papeles doblados, cada uno con un nombre diferente. Miriam, Marc, Ali, Scott. Mientras estoy allí de pie se añaden y retiran notas incesantemente. Anónimo y sin rastros. Tablón de anuncios. Sala Warren. No hay la menor duda: éste es el sitio.

Mientras lucho por abrirme paso entre la multitud camino del tablón, una falsa pelirroja que huele como si se le hubiera reventado un espray de laca me bloquea el paso. Estiro el cuello para leer los mensajes intentando ser lo más sistemático posible. Voy pasando los ojos por las notas descifrando nombres. Ahí está: «Michael». Meto la uña por detrás de la chincheta y arranco la nota. Dentro dice: «Esta noche la cena es mala. ¿Qué tal mañana en el Grossman's?» Firma Lenore.

Sigo repasando nombres por el tablón de anuncios y vuelvo a encontrarlo: «Michael». Clavo la primera nota en el corcho y saco esta otra. «Desayuno estupendo. A las ocho. Te veo a esa hora, Mary Ellen.»

Frustrado, devuelvo la nota al corcho y continúo la búsqueda. Encuentro otras tres más para Michaels diversos. La única vagamente interesante es una que dice: «Me he afeitado para ti», de una mujer llamada Carly.

Puede que lo haya puesto con otro nombre, pienso mientras contemplo el panel. Vuelvo a empezar otra ronda por la esquina de arriba a la izquierda, esta vez en busca de otra cosa familiar: Nora, Vaughn, Pam, Trey… No sale ninguno. Desesperado, abro una que no trae más dirección que una cara sonriente. Dentro dice: «Te he hecho mirar.»

La arrugo en mi mano sudorosa. Maestros. Dejo el tablón de anuncios mordiéndome el labio inferior. Alrededor de mí hay docenas de personas gritando y poniendo notas… Éste no es momento de abandonar… Estoy seguro de que simplemente está tomando precauciones… lo que significa que aquí ha de haber algo que tenga sentido…

No puedo creerlo. Ahí está, justo en el centro del panel. El nombre está escrito con una pluma que parece que se estaba quedando sin tinta. Con letras finas, mayúsculas. L. H. Oswald. Cabeza de turco total. Ése soy yo. Arranco la nota tan de prisa como puedo y me alejo del grupo del almuerzo. Me dirijo por el pasillo a toda prisa hacia la batería de ascensores del final del vestíbulo. Alterno el trote con la marcha rápida y mientras desdoblo la nota de Oswald un pliegue tras otro. En lo alto de la página dice: «¿Cuánto tiempo tardaste en coger ésta?» Siempre de listillo. Justo debajo de eso dice «1027». Exactamente lo que esperaba. Un número de habitación. Cuando le resto siete, es la habitación 1020.

Ya dentro del ascensor voy directo al botón del diez. Lo ataco con el dedo una y otra vez al estilo pájaro carpintero.

Me aferró a la barandilla de latón del ascensor apretando con ambas manos porque apenas puedo contenerme. Faltan nueve pisos. Tengo los ojos clavados en el indicador digital y en el momento en que oigo la campanilla de llegada, salto hacia adelante. Las puertas todavía se están descorriendo cuando me escurro entre ellas y salgo al décimo piso. Casi estoy, casi estoy. Pero al seguir el incremento lógico de la numeración de habitaciones hasta el 1020, siento como si el pasillo se me viniese encima. Empieza con un dolor agudo en los hombros que luego va subiendo hasta la nuca. Vaughn me va a explicar la verdad sobre Nora. Para bien o para mal. Y por fin voy a tener la respuesta. Por supuesto que no estoy seguro de lo que sabe, pero dijo que merecía la pena. Mejor será… porque cuento con llevárselo directamente a Adenauer. Por profunda que sea la herida. El estómago empieza a hacerme ruidos que normalmente están reservados a enfermedades graves. Un escalofrío helado se me cuela entre las costillas y maldigo el aire acondicionado del hotel. Aquí hace un frío helador.