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Por fin estoy plantado delante de la habitación 1020. Cojo el pomo de la puerta, pero antes de poder girarlo, me detengo. Durante los dos últimos días he tenido la mente anegada por docenas de preguntas que no podía esperarme a hacer. Pero ahora no sé si quiero las respuestas. Es decir, ¿pueden servirme de algo? ¿Puedo creerlo? Tal vez sea como dijo Adenauer. Tal vez Vaughn no sea de fiar.

Vuelvo a pensar en nuestro encuentro detrás del cine. Su ropa arrugada. Sus ojos cansados. Y el miedo en su cara. Vuelvo a plantear una y otra vez la cuestión: si estaba intentando tenderme una trampa, ¿por qué iba a ligar su nombre con el mío, el de la única persona que sabía que iba a parecer el asesino? Sigo sin poder aclararlo. Así que, ¿estoy dispuesto a dar el paso siguiente? Como últimamente me pasa con todo, no tengo mucha elección. Me seco la mano en los pantalones y llamo a la puerta.

Para mi sorpresa, al dar los golpecitos se abre una rendija. Vuelvo a llamar y se abre un poco más.

– ¿Está ahí, Vaughn? -Hay unas voces débiles, pero nadie responde.

Al fondo del pasillo oigo volver el ascensor. Alguien viene. No hay tiempo para timideces. Empujo la puerta. Por las ventanas del fondo de la habitación se cuela un sol cegado. En cuanto la puerta se cierra de golpe detrás de mí, oigo un televisor a toda potencia. No me extraña que no me oyera.

– ¿Qué está haciendo? ¿Mirando telenovelas? -Avanzo hacia el interior de la habitación pero el pie me tropieza con algo, pierdo el equilibrio y me caigo hacia adelante. Pongo las manos por delante para amortiguar la caída y me doy con la alfombra produciendo un ruido sordo. Y un raspón irritante. Las piernas se me quedan torcidas, apoyadas en algún obstáculo.

– ¿Pero qué…?

La alfombra entera está empapada. Pringosa. Y rojo oscuro. Tengo las manos llenas. Ruedo hacia atrás para ver con qué he tropezado. No, no con qué. Con quién. Vaughn.

– Oh, Dios santo -susurro. Tiene la boca ligeramente abierta. Unas burbujitas de saliva roja se agrupan en el hueco que queda entre los dientes y el labio inferior. ¡Muévete, muévete, muévete! Me debato con furia para levantarme, haciendo fuerza para apartarme del cuerpo, pero las manos me resbalan y me devuelven directamente hacia el suelo. En el último instante consigo apoyarme en el codo con la corbata pisada debajo. Ahora hace juego con las manos. Más sangre.

Cierro los ojos y dejo que mis piernas hagan el resto. Se abren paso por encima del torso rígido de Vaughn, la rodilla derecha pasa frotando contra las costillas. Me pongo de pie a trompicones, me doy la vuelta y entonces puedo ver mejor cómo yace atravesado ante la entrada. Tiene el brazo izquierdo apretado contra el pecho, pero la mano todavía estirada hacia arriba, rígida, con el puño a medio cerrar. El agujero de la bala está en la frente, descentrado, encima del ojo derecho. Es una herida precisa, oscura y chamuscada. La sangre conjunta su espeso pelo negro con la alfombra gris ahuesado. En la cara, un ojo mira derecho al frente; el otro bizquea medio oculto hacia un lado. Como los de Caroline. Igual que los de Caroline. Y en lo único que puedo pensar es en la pistola que había dentro de aquella caja metálica junto a la sala de cine. En la pistola y en esa maldita nota, allí tirada, sobre la cama de Nora.

CAPITULO 30

Intento no sucumbir al pánico, me precipito por la puerta abierta del cuarto de baño y arranco una toalla blanca del toallero de la pared. Cualquier cosa que sirva para librarse de la sangre. Tras dos minutos de frotar frenéticamente, mis manos están tan limpias como es posible. Puedo abrir el grifo, pero… no, no seas estúpido… si una mínima escama de piel cae al lavabo… no les des nada más que los pueda llevar a ti. Con la mano envuelta en la toalla salgo corriendo del cuarto de baño y salto por encima de Vaughn sin mirar al suelo.

Estoy en la puerta. Ni huellas digitales, ni pruebas físicas. Lo único que tengo que hacer es marcharme. Sólo girar el pomo y… no. Así, no.

Luchando con los múltiples miedos que me retuercen las tripas, me vuelvo y doy un paso hacia el cuerpo. Hiciera lo que hiciese, Vaughn murió por ésta. Por mí. Por intentar ayudarme. Se merece algo más que un rodillazo en las costillas.

Me arrodillo junto a él y le cierro los ojos con la mano envuelta en la toalla. Patrick Vaughn. La persona que se suponía que tenía todas las respuestas.

– Duerme bien -susurro. No es el mejor elogio fúnebre del mundo, pero es mejor que nada.

A través de la puerta oigo un grupo de voces por el pasillo. Quien haya hecho esto sabía que Vaughn estaría aquí. Lo que quiere decir que probablemente sabían que yo iba a… Oh, mierda… hora de marcharse. Abro la puerta y salgo corriendo. Hay dos personas esperándome. Doy un salto atrás, sobresaltado.

– Perdone -dice el hombre-. No pretendía asustarlo.

La mujer que está junto a él empieza a reírse bajito. Lleva una camiseta blanca de niña con un pequeño arco iris cruzando el pecho. Son una pareja joven, simplemente.

– Está bien -digo intentando ocultar la toalla que llevo sobre la mano-. Es culpa mía.

Paso entre ambos y voy directo a los ascensores. Los cuatro están parados en el vestíbulo. Treinta segundos después siguen sin subir.

– ¡Vamos! -exclamo, golpeando el botón de llamada. ¿Por qué demonios tarda tanto? Al fondo del pasillo veo que la pareja viene hacia mí entre risitas. Ha sido una estancia rápida, tal vez simplemente hubiesen olvidado algo. Fuera lo que fuese, ya no se ríen. Según van acercándose, en su paso hay un aire nuevo, decidido. No pienso quedarme aquí para ver por qué.

Recorro el pasillo con la vista y veo un cartel de salida blanco y rojo encima de lo que parece la puerta de la escalera. En la puerta hay una pegatina amarilla que dice en letras rojas brillantes: «Aviso: la alarma sonará si se abre la puerta de incendios.»

Ya lo creo que sí. Empujo la puerta y me lanzo a la escalera. A los dos pasos, un chirrido penetrante resuena por aquella caverna horizontal, retumbando por el cemento. La mayoría de la gente no está en sus habitaciones, pero ya puedo oír los resultados escaleras abajo, desde el nivel del salón de baile. Trescientos maestros se agobian en la salida de incendios dejando atrás su convención. Con eso contaba yo: la fuerza del número. La oleada humana de educadores que baja atronadora por la escalera circular me absorbe como uno más de los suyos. No hay pánico ni gritos, esta gente se aprendió el manual de simulacros de incendio. Cuando desembocamos en el vestíbulo, tengo tanta cobertura como necesito. Perdido entre las bolsas de lona y las placas de colores con sus nombres, me escabullo hacia el exterior por la puerta principal y continúo andando a paso enérgico. No puedo permitir que nadie me vea. Ahora, el guión, en el mejor de los casos, será que me culparán a mí de la muerte de Vaughn. Y en el peor… Todavía estoy viendo aquel agujero oscuro y chamuscado sobre el ojo derecho de Vaughn.

No aminoro hasta estar por lo menos a cuatro manzanas. Hay un callejón estrecho con una cabina telefónica. Recupero el aliento, me registro los bolsillos en busca de monedas. Tengo que conseguir ayuda. Trey, Pam, cualquiera. Pero en cuanto cojo el auricular, vuelvo a colgarlo. ¿Y si alguien escucha del otro lado?

No hay tiempo para riesgos. Hazlo cara a cara. Sigue adelante. Corre. Saco el cuello desde el callejón para observar el ámbito de la manzana. No hay nadie. Mala señal en una zona generalmente animada. En la calle hay un taxi parado ante un semáforo en rojo. Espero a que la luz esté a punto de ponerse verde y salgo corriendo como un loco hacia él. Los zapatos de vestir resuenan sobre el pavimento y justo cuando el taxi empieza a moverse alargo la mano y cojo la manija de la puerta trasera. El chófer pisa el freno con fuerza y yo me doy contra la puerta.