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– Perdone -dice cuando me meto dentro-. No lo había visto…

– A la Casa Blanca. Tan rápido como pueda.

– ¡Pare aquí! -exclamo a unas pocas manzanas de mi destino.

– ¿Aquí? -pregunta el taxista, deteniendo inmediatamente el coche.

– Un poquito más allá -digo mirando el McDonald's de la calle Diecisiete-. Perfecto. Pare.

Al ver el periódico que alguien se ha dejado en el asiento de atrás, cojo la corbata y la enrollo sobre la toalla manchada de sangre. Una vez hecho, embuto las dos en la Sección Metropolitana del periódico, salto fuera del coche y lanzo un billete de diez dólares por la ventanilla del conductor. Cuando el taxi se aleja, respiro hondo y camino lo más tranquilo que puedo hacia el McDonald's. Rodeo la cola de dentro y no tardo mucho en llegar a los contenedores de desperdicios. Con un rápido empujón, echo la pelota de periódico en la basura. Ahí dentro cualquier mancha roja es ketchup.

Tres minutos después ya estoy subiendo la escalera del EAOE. Tengo cuatro horas hasta que Adenauer me entregue al público, y voy a necesitarlas. Mientras no se me ocurra algo mejor, lo único que puedo hacer es mantener la historia en silencio. Y a la hora de mantener historias en silencio, Trey es un maestro. Escudriño los arbustos próximos y vigilo las columnas de alrededor. Sea quien sea quien mató a Vaughn, si piensan culparme a mí ya deben de haber avisado al Servicio Secreto. Desde fuera, no obstante, todo parece en orden. Abro la pesada puerta de cristal y veo una pequeña cola ante el control de seguridad, la gente que vuelve al trabajo después del almuerzo. Me pongo el último y estudio a los cuatro agentes uniformados de servicio. ¿Sabrán algo? ¿Habrán dado la alarma? Aquí parado es difícil de decir. Hay dos detrás de la mesa charlando entre ellos y otros dos junto al aparato de rayos X.

Me voy acercando muy lentamente a la cabecera de la cola. Con la esperanza de evitar su mirada, entierro la cabeza en las secciones que me quedan del periódico. Ya casi estoy, hay que seguir tranquilo.

– Siempre trabajando, ¿eh? -pregunta una voz de hombre mientras noto una mano en el hombro.

– ¿Qué dem…? -me vuelvo rápidamente y le cojo de la muñeca.

– Perdona -dice, riendo-. No pretendía asustarte.

Levanto la vista y veo el pelo rubio y la sonrisa cálida de uno de los abogados jóvenes, Howie Robinson. Un tío encantador; trabaja en la oficina del vicepresidente.

– No, nada, no importa. -Atisbo sobre el hombro para vigilar a los guardias. Todos nos están mirando. Demasiado movimiento.

– ¿Estuviste ayer en la fiesta? -pregunta Howie.

– Sí -digo echando otra mirada a los guardias. Los dos de la mesa están empezando a cuchichear.

– Tendrías que haberlo visto, Garríck -dice Howie-. Yo colé a mi hermana y a mi sobrino. Y el crío, te digo la verdad, estaba como loco. Yo creo que está enamorado de Nora.

– Sí… fantástico -murmuro. El guardia de la mesa se levanta y va hasta los dos del detector de metales. Algo no va bien.

– ¿Te encuentras mal? -me pregunta Howie al dar otro pasito. Yo soy el próximo.

– No, no -digo moviendo la cabeza. Tendría que salir de aquí ahora mismo. Irme a casa y…

– ¡El siguiente! -dice el agente. Todos los ojos están clavados en mí.

Sin levantar la vista, saco mi tarjeta de identidad, marco el código y paso por el torno. Cruzo tan de prisa como puedo por el detector de metales, tanto que ni siquiera oigo el ruido de la alarma que se dispara. El guardia me coge con fuerza por el brazo.

– ¿Adonde vamos, jefe?

No puedo creerlo.

– Usted no entiende…

– Vacíese los bolsillos. Aquí.

Me recupero antes de decir nada más. No es ninguna alarma de seguridad; sólo el detector de metales.

– Lo siento -digo repentinamente de vuelta a la realidad-. El cinturón. Es el cinturón.

Con un recorrido del detector manual verifica el resto.

– Tranquilo, hombre -dice Howie, dándome una palmadita en la espalda-. Tendrías que salir de aquí de vez en cuando, venir con nosotros al baloncesto o así. Es bueno para el espíritu.

– Sí, sí, ya lo haré -digo forzando una sonrisa.

Howie se va hacia la derecha y yo giro a la izquierda. Aunque estoy rodeado de compañeros de trabajo, el pasillo nunca había estado tan vacío. Justo antes de doblar la esquina, echo una última mirada a los agentes de uniforme. Los dos de la mesa se concentran en la cola. El de los rayos X sigue observándome. Hago como que no me doy cuenta, contengo la respiración y giro rápidamente a la derecha. En el momento en que estoy fuera de su vista, salgo zumbando. Directo a ver a Trey.

Abro la puerta de la oficina de Trey y miro hacia su mesa. No está a la vista.

– ¿Necesitas algo? -pregunta su colega Steve.

– ¿Has visto a Trey? -le replico, luchando por aparentar que no estoy sin aliento.

– No, es que…

– Yo lo he visto -interrumpe otro colega de despacho-. Creo que… hum… creo que tenía la cabeza metida en el trasero de la Primera Dama.

– Eso es -dice Steve riendo-. La puta sesión de fotos. Trajimos a unos cuantos niños. Los colocamos en un decorado de sala de estar. Cojines mullidos sueltos. Cámara con objetivo desenfocado. Entrega precisa.

Secretarios de prensa. Cómicos permanentes.

Cojo un post-it, escribo una nota rápida y la pego sobre la pantalla del ordenador de Trey: «Búscame. ¡911!»

– Un código magnífico -dice Steve-. Mucho mejor que el Morse.

Regreso corriendo al pasillo y doy un portazo al salir. Otra vez me ahogo en el silencio. Tengo que hablar con alguien… aunque sólo sea para planear el próximo paso. Observo, nervioso, el pasillo de mármol, y la primera persona que me viene a la mente es Pam. ¿Puedo acudir a ella y…? ¿En qué estoy pensando? No puedo. Después de lo que pasó. Todavía no. Y, además, con Vaughn muerto, todo este asunto está a punto de reventar. Lo que quiere decir que el último sitio en el que me gustaría estar es al volante del camión. Me da igual que sea año de elecciones, he estado evitándolo desde que salí del hotel, necesito ir arriba.

Me apresuro por la mullida alfombra roja del corredor de la Planta Baja y veo una falange de turistas a mitad de su recorrido por la Casa Blanca para VIPS guiados por uno de los guías del Servicio Secreto. Cuando los adelanto a toda velocidad, dos de ellos me sacan una foto. Deben de pensar que soy famoso. Si las cosas continúan por este camino, van a tener razón.

No me detengo hasta llegar ante el guardia uniformado que está a las puertas de la sala de cine.

– ¿Puedo pedirle un favor? -le pregunto con voz acelerada.

No me contesta. Se limita a mirarme, calculando.

– Ya sé que esto le parecerá una locura -empiezo-, pero estaba en el cuarto de baño del EAOE…

– ¿En cuál?

– En el primer piso, el que está junto a Asuntos de Gabinete. Es igual, estaba en el escalón y oigo a dos internos presumiendo de… hum -señalo con el hombro la caja metálica de herramientas-, lo de la pistola que tienen ahí. -El guardia se pone tenso-. Puede que lo oyera mal, porque cuchicheaban todo el tiempo, pero me pareció que o bien sabían que ahí había una pistola o que habían cogido una pistola de ahí. A lo mejor sólo eran fanfarronadas, pero…

Pega un salto en la silla, que sale patinando hacia atrás por el suelo de mármol. Me advierte que me quede quieto, saca un manojo de llaves del cinturón y se va a la caja todavía medio torcida. Contemplo en silencio cómo lucha con la cerradura. Está atascada. El cuerpo me arde. Es como si alguien me golpeara el cráneo. Sólo oigo el tintineo de las llaves. Como está de pie delante de mí, no puedo ver nada. Parece que ahora tira de la puerta. Más fuerte. Más fuerte. Entonces… oigo chirriar el metal oxidado. La puerta se abre y el guardia se vuelve para mirarme. Da un paso a un lado para dejar que lo vea con mis propios ojos. La pistola está donde tiene que estar.