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El pánico me hace rodar la cabeza y me esfuerzo por permanecer firme. Qué rápido se movilizan… Por supuesto, es su trabajo. Esquivo al primer agente y avanzo por la acera tan de prisa como puedo. Mantén la cabeza baja y no dejes que te vean bien.

– ¡Alto ahí! -grita el agente.

Finjo que no lo oigo y sigo adelante. Veinte metros más allá hay otro agente.

– Le han pedido que no se mueva, señor -me dice.

Las manos se me llenan rápidamente de sudor. Mi respiración es tan trabajosa que la siento retumbar. El agente cuchichea algo en el cuello de su camisa. Oigo a lo lejos el lamento penetrante de una sirena de policía. Viene hacia mí. Se acerca. Busco en todas direcciones por dónde huir. Estoy rodeado. Por la Puerta Sureste aparecen dos guardias en moto que vuelan hacia mí. En cuanto los veo, me quedo helado e, instintivamente, levanto las manos para rendirme.

Sin embargo, para mi sorpresa, pasan de largo, zumbando. Los sigue una limusina, seguida de otra limusina, seguida de un Chevrolet Blazer, seguida de una furgoneta, seguida de una ambulancia, seguida de otros dos guardias en moto. Cuando desaparecen calle arriba, los agentes los siguen. A los pocos segundos, las nubes se han disipado y el cielo claro ha vuelto a la zona. Inmóvil donde estaba, suelto una risa nerviosa. No era una caza del hombre, era una comitiva. Simplemente una comitiva de servicio.

Sin tiempo para esperar el metro, me meto en un taxi y regreso a mi apartamento. La nota de la cita con Vaughn no estaba en la habitación de Nora, lo que significa que o bien ella la quitó de allí o está todavía en mi cama. Volver a casa puede ser arriesgado, pero necesito conocer esa respuesta. Antes de que el taxista me deje, le pido que dé una vuelta a la manzana para así poder observar las matrículas. No hay tarjetas de prensa ni placas federales a la vista. Hasta aquí, todo estupendo.

– Aquí mismo está bien -le digo cuando se acerca a la entrada trasera de servicio.

Le lanzo un billete de diez dólares, cierro la puerta y subo de un salto el pequeño tramo de escalones. Escudriño la zona lo mejor que puedo pero no me permito perder tiempo y arriesgarme a que me pillen. Si el Post informa de que yo soy el principal sospechoso, Adenauer no va a esperar a las cinco para cogerme. Probará a hacerlo ahora mismo. Naturalmente, la única razón por la que acepté ir era que creía que obtendría la información de Vaughn. Después de lo que pasó, sin embargo… bueno… ya no.

Entro con precaución por la parte de atrás del vestíbulo con la vista alerta a cualquier cosa que pueda haber fuera de lo habitual. Cuarto de buzones, zona de recepción, conserjería… todo parece en orden. Asomo la cabeza por la esquina, escudriño la entrada principal del vestíbulo y el exterior de la puerta de entrada. Mañana a esta hora la prensa estará acampada ahí fuera, a menos que discurra algún modo bien sólido de demostrar que ha sido Simon.

Convencido de que no hay nadie, cruzo a toda prisa por delante de la conserjería hacia el ascensor. Pulso el botón de llamada, las puertas se abren y me dispongo a entrar.

– ¿Adonde va usted? -pregunta una voz grave.

Me giro rápidamente y choco contra las puertas del ascensor que se están cerrando.

– Perdone, Michael -dice riendo-. No pretendía asustarlo.

Respiro hondo. No es más que Fidel, el portero. Está mirando la televisión detrás del mostrador y como tiene el sonido quitado es fácil no fijarse.

– Demonios, Fidel, ¡casi me da un infarto!

Sonríe tan ampliamente como puede.

– Los Orioles van ganando a los Yanquis… final del segundo.

– Deséales suerte de mi parte -le digo, volviendo hacia el ascensor. Aprieto el botón de llamada nuevamente y las puertas se abren.

En el momento de entrar, Fidel me dice:

– Por cierto, ha venido por aquí su hermano.

Cuando las puertas están a punto de cerrarse pongo el brazo entre ellas.

– ¿Qué hermano? -le pregunto.

– Uno… de pelo castaño. -Fidel parece alarmado-. Estuvo aquí hará diez minutos… Dijo que tenía que coger algo de su apartamento.

– ¿Le diste la llave?

– No -dice Fidel, vacilando-. Dijo que ya la tenía. -Coge el teléfono y añade-: ¿Quiere que llame a ver si…?

– ¡No! No llames a nadie. Todavía no. -Entro de un salto en el ascensor y dejo que se cierren las puertas. En vez de apretar el botón del séptimo piso, aprieto el sexto. Sólo por seguridad.

Cuando el ascensor se abre en el sexto piso, corro directamente hacia la escalera del otro lado del vestíbulo. Subo sin hacer ruido hasta el séptimo. Si el FBI espera pillarme por sorpresa, yo no tendría que estar aquí. Pero si es Simon, si él mató a Vaughn para tener las cosas ocultas, podría estar plantándome algo… Me corto en seco. No pienses en ello. Lo averiguarás bastante pronto.

En el rellano del séptimo piso atisbo por la mirilla de la puerta de la escalera. El problema es que mi apartamento está al final de todo el pasillo, y desde aquí no puedo verlo. No hay manera de evitarlo, para mirar tengo que abrir. Pongo la mano en la manilla y respiro hondo. Está bien, me digo. Gírala. Suave y preciso. No demasiado de prisa.

Tiro lentamente de la pesada puerta de metal. Cada chirrido suena como un gritito. Oigo voces que murmuran al fondo del pasillo. Más bien discuten. Pongo el pie de tope en la puerta, la abro y espío con cuidado el pasillo. Al ir abriendo la puerta poco a poco, el pasillo se va ofreciendo a la mirada. El ascensor… el cuarto de la basura… la puerta del vecino… mi puerta… y los dos hombres de traje oscuro que juguetean con mis cerraduras. Los hijos de puta están forzándola. La mitad de mi torso está ya en el vestíbulo cuando un fuerte campanillazo anuncia la llegada del ascensor. Las puertas se deslizan hacia los lados y los dos hombres de traje oscuro miran directamente… hacia mí.

– ¡Ahí está! -exclama uno de ellos-. ¡FBI! ¡Quédese donde está!

Directamente enfrente de mí, Fidel sale del ascensor sin enterarse de lo que pasa.

– Michael, quería asegurarme de que…

– ¡Agárralo! -grita el segundo agente.

¿Agárralo? ¿Con quién está habí…? La cabeza se me va para atrás al recibir un empellón por la espalda. Siento un brazo que me pasa por el cuello y otro por debajo del brazo. Estos chicos vinieron preparados.

Aterrado, lanzo el codo hacia atrás con toda la fuerza que puedo e impacto directamente en el estómago de mi atacante. Suelta un gemido gutural y su presa se afloja y me escabullo.

– ¿Pero qué…? -exclama Fidel.

Los otros dos agentes cargan sobre nosotros por el pasillo.

– ¡Vuelve al ascensor! -le grito a Fidel.

Las puertas están a punto de cerrarse.

Antes de que nadie pueda reaccionar, me lanzo en plancha hacia adelante, derribando a Fidel y arrastrándonos a ambos hacia el ascensor. Nos colamos dentro justo cuando las puertas se cierran. Por encima del hombro lanzo el brazo hacia atrás y aprieto el botón que dice Bajos. Cuando arranca oigo que los agentes del FBI aporrean la puerta. Demasiado tarde. Ayudo a Fidel a levantarse del suelo y las manos me tiemblan.

– Ése era el tipo que dijo que era su hermano -dice Fidel.

Todavía temblando, apenas si puedo oír lo que dice.

– ¿De verdad son del FBI? -me pregunta.

– Creo que sí… no estoy seguro.

– ¿Pero qué hizo…?

– No he hecho nada, Fidel. A cualquiera que aparezca, dile eso. Soy inocente. Lo demostraré. -Miro hacia arriba y veo que ya estamos casi abajo.

– ¿Entonces por qué…?

– Bajarán por la escalera -lo interrumpo-. Cuando los veas, diles que me fui por detrás. ¿Vale? Que salí por atrás.

Fidel asiente con la cabeza.

En el momento en que se abren las puertas del ascensor me precipito hacia el frente del vestíbulo. Puede que como ruta de escape sea menos discreta, pero el único sitio para coger un taxi es la avenida de Connecticut. Por supuesto, cuando salgo de un salto del edificio no se ve ni uno. Maldición. Echo a correr calle arriba. Lo que sea para escapar. Si pretendo salvarme, es preciso recuperar el aliento y pensar.