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Tras un minuto de loca carrera, me vuelvo justo cuando dos de los agentes del FBI aparecen en la puerta de mi edificio. No creyeron a Fidel y sólo uno se fue por detrás.

Al otro lado de la calle hay un taxi que va en dirección opuesta.

– ¡Taxi! -le chillo.

Por fin, algo está de mi parte. El taxi hace un giro prohibido en redondo y se para justo delante de mí.

– ¿Adonde va? -pregunta con un suelto acento del Medio Oeste. Cuando se vuelve para darme frente pone un grueso brazo en torno al respaldo del asiento del pasajero.

– A cualquier sitio… siga recto… hay que salir de aquí -le digo sacudiéndome mentalmente por haber venido a buscar la nota. Sabía que pasaría esto.

El taxista pisa a fondo y me lanza contra el respaldo del asiento.

Me vuelvo para mirar hacia atrás. Los agentes están gritando algo, pero no puedo oírlos. Tampoco importa, ya han contestado a mi pregunta. Ha corrido la voz. Todas las miradas están puestas sobre mí.

Diez minutos después entramos en un aparcamiento de la avenida de Wisconsin. El taxista me jura que es el teléfono público más cercano que no es visible desde la calle. Acepto su palabra.

– ¿Le importa esperar? -le pregunto mientras me lanzo hacia el teléfono.

– Usted paga, yo espero, estilo americano.

Descuelgo el auricular y marco el número de Trey. Suena dos veces antes de que lo coja.

– Aquí Trey.

– ¿Cómo vamos? -le pregunto.

– Mi… -Se interrumpe; hay alguien en la oficina-. ¿Dónde diablos estás? ¿Estás bien? -susurra.

– Estoy perfectamente -digo, poco convencido. Al fondo oigo que los otros teléfonos de su oficina suenan-. ¿Qué tal ahí?

Suenan otros dos teléfonos.

– Esto es un zoológico… nunca has visto nada igual. Nos han llamado todos los periodistas del país. Dos veces cada uno.

– ¿Crees que me darán muy fuerte?

Al otro lado de la línea se produce una breve pausa.

– Eres como Dan Quayle.

– ¿Han sacado…?

– No hay declaraciones de nadie, ni Simon, ni Oficina de Prensa, ni siquiera Hartson. Se rumorea que saldrán en directo a las cinco y media, para asegurarse de que tendrán algo para las mentiras de la noche. Te digo, tío, que nunca he visto nada igual… todo está paralizado.

– ¿Y tu amigo del Post?

– Lo único que sé es que tienen una foto tuya en la que estás de pie delante del edificio… probablemente la que sacó aquel fotógrafo. A no ser que les surja algo mejor, me ha dicho que saldrá mañana en la Al.

– ¿Y no puedes…?

– Lo intento -dice-. Pero no hay manera de impedirlo. Inez lo tiene todo: que tú saliste del despacho de Caroline, los registros del SETV, los informes de toxicología, el dinero…

– ¿Descubrió el dinero?

– Mi colega dice que ella conoce a alguien en la policía del distrito de Columbia. Teclearon tu nombre en el ordenador y salió en «Investigaciones Financieras». Diez mil billetes requisados a Michael Garrick… -la voz de Trey se amortigua-. ¿Qué? -pregunta con voz en sordina: ha puesto la mano sobre el micrófono-. ¿Quién lo dice?

– ¡Trey! -exclamo-. ¿Qué pasa?

Oigo hablar a gente, pero no me contesta.

– ¡Trey!

Nada de nada.

– ¡Trey!

– ¿Estás ahí? -pregunta al fin.

Me encuentro tan mal que estoy a punto de vomitar.

– ¿Pero qué demonios pasa?

– Steve acaba de volver de la Oficina de Prensa -me dice, titubeando.

– ¿Malas noticias?

No puedo oírlo, pero sé que se está frotando. Y éste bate el récord.

– Yo no me asustaría hasta que nos confirmen…

– ¡Pero dime de qué se trata!

– Dice que encontraron una pistola en tu coche.

– ¿Qué?

– Envuelta en un mapa viejo, escondida en la guantera.

Me siento como si acabaran de darme una patada en el gaznate. El cuerpo se me afloja. Me apoyo en la cabina para seguir de pie.

– Yo no tengo ninguna… pero cómo… oh, Dios mío, van a encontrar a Vaughn…

– Es sólo un rumor, Michael, que nosotros sepamos sólo es… -Vuelve a cortarse en seco. Y todo lo que sonaba al fondo. La oficina está en silencio. Sólo oigo teléfonos que suenan. Alguien debe de haber entrado.

– ¿Qué nos dicen? -pregunta una voz femenina. La reconozco al instante.

– Aquí está, señora Hartson -dice otra voz.

– Tengo que irme corriendo -dice muy bajito Trey por el teléfono.

– ¡Espera! -exclamo-. Tú no…

Es demasiado tarde. Ya no está. Pongo el teléfono en el soporte, miro alrededor, buscando ayuda. No hay nadie más que el taxista, enfrascado ya en su periódico. Oigo el taxi toser y resoplar de tantos años de abuso. El resto del garaje está en silencio. En silencio y desierto. Me pongo la mano sobre el estómago y siento el cuchillo que se revuelve en mis tripas. Tengo que… tengo que conseguir ayuda. Levanto el auricular y meto otras cuantas monedas por la ranura. Sin siquiera pensarlo marco el número de ella. Es la primera idea que me viene a la mente. Olvídate de lo que pasó, llámala. Necesito la primera línea; necesito saber qué está pasando; y más que ninguna otra cosa, necesito un poco de sinceridad. Sinceridad guerrillera.

– Aquí Pam -dice al descolgar el teléfono.

– Hola -digo, tratando de sonar animoso. Después de nuestra última conversación, probablemente esté dispuesta a hacerme trizas.

Hace una pausa lo bastante larga como para permitirme saber que ha reconocido mi voz. Cierro los ojos y me preparo para una buena regañina.

– ¿Cómo estás, Pete? -pregunta con cierta tensión en la voz.

Algo no va bien.

– ¿Es mejor que…?

– No, no -me interrumpe-. El FBI no ha venido… no podrán localizar las líneas de teléfono…

Es todo lo que necesitaba oír. Cuelgo el teléfono de un golpe. Tengo que dárselo a ella… sin tener en cuenta lo enfadada que estuviera, se ha portado. Y tendrá problemas gordos por esto. Pero si ya han acosado a uno de mis mejores amigos… Demonios, puede que Trey ni siquiera lo supiera. Puede que ellos ya… Dejo el teléfono y corro hacia el taxi.

– Larguémonos de aquí -le lanzo al conductor.

– ¿Adonde? -me pregunta, haciendo chirriar los neumáticos en dirección a la avenida de Wisconsin.

Sólo tengo una opción más.

– Potomac, Maryland.

CAPÍTULO 34

– Casi estamos -anuncia el taxista al cabo de veinte minutos.

Levanto la cabeza justo lo suficiente para atisbar por la ventanilla izquierda. Arriates de flores, césped bien cortado, cantidad de callejones sin salida. Cuando pasamos de largo ante las McMansions recientemente construidas que salpican el paisaje demasiado-consciente-para-ser-natural de Potomac, me dejo resbalar en el asiento, tratando de quedar a cubierto de las miradas.

– Menudo barrio -dice el conductor con un silbido-. Fíjese en las ranas del césped de ésa.

No me molesto en mirar. Estoy demasiado ocupado intentando pensar en otros sitios a los que huir. Es más difícil de lo que me había figurado. Gracias a la investigación inicial de antecedentes que hace el FBI, en mi expediente está toda la red al completo. Familia, amigos. Ellos lo comprueban todo, se apoderan de tu mundo. Lo que significa que si busco ayuda tengo que buscarla fuera del laberinto. La cosa es que, si alguien está fuera del laberinto, suele ser por una buena razón.

– Ahí es -digo, señalando lo que tengo que admitir que es una casa impresionante de estilo colonial de Nueva Inglaterra en la esquina de la Buckboard Place.

– ¿Tuerzo por aquí? -pregunta el taxista.

– No, siga recto.

Al pasar frente a la casa me giro para observarla desde la ventanilla trasera. Unos doscientos metros más allá señalo el camino de entrada vacío de una caseta desastrada. Césped sin cuidar, persianas despintadas. Igual que nuestra antigua casa. La vergüenza del vecindario.