– Pare aquí -digo, escudriñando las ventanas polvorientas de la fachada. No hay nadie. Esta gente trabaja.
Sin decir palabra entramos en el camino que va perpendicular a la calle. Detiene el coche de tal manera que sólo el maletero y la ventanilla de atrás quedan ocultos por la casa vecina. Es un magnífico escondite: una habitación con vistas.
En diagonal, más abajo de la manzana, mantengo la vista fija en la casa colonial. Tiene un amplio garaje para dos coches. El camino de entrada vacío.
– ¿Cuánto habrá que esperar hasta que vuelva? -pregunta el taxista-. Esto está subiendo de lo lindo.
– Ya le he dicho que le pagaré. Además -añado mirando el reloj-, esa persona llegará en seguida, ya no trabaja a jornada completa.
El taxista pone el taxímetro en espera y lleva la mano a la radio.
– ¿Qué le parece si pongo las noticias para que podamos…?
– ¡No! -bramo.
– Lo que usted quiera, hombre -dice enarcando una ceja-. Lo que usted quiera.
Al cabo de quince minutos, Henry Meyerowitz aparece en la calle conduciendo su crisis de madurez personaclass="underline" un descapotable Porsche negro de 1963. Muevo la cabeza al ver las matrículas personalizadas que dicen fumar. Odio a la familia de mi madre.
Para ser justos, sin embargo, es el único que alguna vez me echó una mano. En el funeral me dijo que tenía que llamarlo, que le encantaría invitarme a una buena cena. Cuando se enteró de que había conseguido un trabajo en la Casa Blanca, reiteró la oferta. Con la esperanza de tener una relación familiar que pudiera significar algo, le tomé la palabra. Me acuerdo de venir explorando hasta aquí la semana después de empezar a trabajar, tuve que usar incluso un mapa de la Asociación Americana de Automovilistas para manejarme por las callejuelas laterales, pero hasta que me vi dando vueltas por la propia urbanización no me di cuenta de que no habían invitado a mi padre. Sólo a mí. Sólo a la Casa Blanca.
Peor para ellos, pero siempre ha sido un negocio conjunto. No me importa si son la otra parte de la familia, hicieron lo mismo con mi madre. Si no querían a mis padres, no me tendrían a mí. Después de pasarme casi una hora aparcado a la vuelta de la esquina, me fui a una gasolinera y lo llamé por teléfono para decirle que me había surgido algo. Y nunca volví a llamarlo. Hasta ahora.
Henry toma a la izquierda para entrar en Buckboard Place y yo cojo la manilla de la puerta del taxi. Estoy a punto de abrirla cuando descubro que un sedán negro se mete detrás de él en el camino de acceso. Dos hombres salen del coche. Trajes oscuros. No tan robustos como los del Servicio Secreto. Más como los tipos de mi edificio. Se acercan a mi primo, abren una carpeta y le enseñan una fotografía. Estoy bastante más allá de la calle, pero puedo descifrar desde aquí su lenguaje corporal.
No lo he visto, dice mi primo moviendo la cabeza.
¿Le importa que entremos de todos modos?, pregunta el primer agente, señalando la puerta.
Por si acaso aparece, añade el segundo agente.
Henry Meyerowitz no tiene elección. Se encoge de hombros. Les indica que pasen con un gesto.
La puerta de la casa estilo colonial de Nueva Inglaterra se va a cerrar ante mis narices.
– Vámonos de aquí -digo al taxista.
– ¿Qué?
– Que nos vayamos de aquí. Por favor.
Los agentes del FBI están entrando detrás de mi primo. Instintivamente, el taxista gira la llave y el motor ruge.
– ¡Todavía no! -le grito.
Demasiado tarde. El taxi se estremece y arranca. El agente que está más cerca de la puerta se para. Yo no me muevo. El agente se gira desde la puerta y mira hacia nosotros. Aguza la vista intensamente pero no ve nada. Todo va bien, me digo para mis adentros. Me parece que desde este ángulo estamos…
– ¡Allí! -grita, señalándonos con el dedo-. ¡Allí está!
– ¡FBI! -chilla el primer agente sacando una placa.
– ¡Vámonos de aquí! -le grito al taxista.
No se mueve.
– ¿A qué espera?
La triste mirada de sus ojos lo dice todo. No arriesgará su medio de vida por una carrera.
– Lo siento, muchacho.
Miro por la ventanilla de atrás. Los dos agentes se acercan. La decisión es simple. No voy a ser un prisionero. Por ahí fuera todavía tengo una oportunidad. Y si me entrego, nunca descubriré la verdad.
Abro la puerta de una patada y salto afuera. Como sé que sólo me quedan unos pocos dólares en la cartera, me arranco los gemelos presidenciales, se los tiro al taxista por la ventanilla y salgo corriendo. Sin saber muy bien adonde ir, me precipito por el camino arriba y rodeo la casa por un lado. Detrás de mí, el taxista hace un giro de cuarenta y cinco grados hacia atrás, justo lo suficiente para bloquear el paso de los agentes.
– ¡Quite esta mierda de aquí! -le chilla uno de los agentes mientras yo paso por el patio trasero. Agarro dos postes de la valla de madera que rodea el patio y salto por encima. Aterrizo en el patio de la casa abandonada y oigo a los del FBI trepar por encima del taxi, sus zapatos resuenan contra la chapa de metal.
– ¡Está en el otro patio! -exclama uno de los agentes.
Sigo corriendo hacia la parte delantera de la casa y me encuentro en la manzana vecina. Cruzo la calle a toda prisa, subo corriendo otro camino de entrada hacia el patio trasero de una tercera casa. En éste, la valla trasera de la finca es demasiado alta para escalarla, pero las de los lados son más bajas. Salto sobre una de ellas al patio de la derecha. Desde allí supero la valla trasera y doy a otra manzana más. Por el rápido vistazo que les di cuando corrían hacia el taxi tengo la impresión de que los dos agentes andan por los cuarenta y pocos años. Yo tengo veintinueve. Eso debería bastar.
– ¡Entrégate, Garrick! -grita uno de ellos a sólo un patio por detrás.
Entonces recuerdo que soy abogado.
Se me va acercando, casa a casa. Lo percibo en cada valla. Su voz suena cada vez más fuerte. Cuando empecé a correr estaba por lo menos a un minuto de mí. Ahora, son menos de treinta segundos. Pero cuando aterrizo en el patio trasero de una casa beige estilo Tudor, alzo la vista justo a tiempo de ver la mejor escapatoria: un enorme autobús metropolitano azul y blanco pasa delante del camino, arrastrando una nube negra de humo de escape. Al pasar, chirrían los frenos. ¡Se para! Esprinto camino abajo. Y efectivamente, al salir a la calle, está esperando en la esquina.
– ¡Espere! -grito con toda la fuerza de mis pulmones.
A bordo, una anciana que lleva una bolsa de compra arrugada desciende los peldaños con dificultad.
Corro a toda velocidad, está casi al alcance de la mano. La señora llega a la acera y dice adiós con la mano al conductor. Mi mano tropieza contra el neumático trasero derecho del autobús al lanzarme sobre la puerta.
– ¡FBI! -grita a mis espaldas el agente-. ¡No lo deje subir!
Estiro la mano… casi estoy… si consigo entrar, ya estaré…
La puerta se cierra de golpe antes de que lo consiga. Se acabó. Lo he perdido. No puedo creer que lo haya perdido. El autobús arranca despacio, lanzándome una nube de humo negro a la cara. Me giro y veo que el agente del FBI está a menos de veinte metros. Estoy demasiado fatigado… no puedo… pero no hay elección. Cruzo la calle corriendo y subo por el camino de la casa más próxima. En pocos segundos estoy en el patio de atrás. Al contrario de los demás, éste está cerrado por una verja negra de hierro forjado. Dos metros de alto, demasiado para trepar. Busco otra salida. El agente ya está en el camino. No hay más salida que hacia arriba. Agarro una mesa de un patio español que hay al lado, la apoyo contra la verja y salto sobre ella. Es el impulso que necesitaba. Desde esta altura, me cojo con las manos a dos de las lanzas de metal negro y me doy impulso hacia arriba. Detrás de mí, el agente se acerca. Maniobro con cuidado sobre las lanzas en forma de flor de lis y noto que se aprietan contra mi muslo. Despacio… despacio…