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– ¡Ya te tengo! -exclama el agente. Me agarra por el tobillo mientras me encaramo a esa alta verja. Suelto el pie y le doy una patada directamente en la cara. Cae para atrás y me suelta justo cuando supero la verja, pero al caer al suelo yo pierdo el equilibrio. Aterrizo sobre el tobillo, que se me tuerce bajo el peso. Un espasmo caliente me recorre la pierna izquierda. Me levanto a trompicones, no hago caso del dolor y me voy cojeando. Al otro lado de la verja, el agente ya se ha subido a la mesa.

El tobillo me duele, pero corro. Sigo corriendo.

Él trepa a la verja con un tremendo impulso y pasa una pierna por encima. No está firme, pero todo lo que tiene que hacer es…

– ¡Aaaah! -chilla.

Me vuelvo corriendo. En lo alto de la verja, se ha clavado una de las puntas en el muslo. La sangre le corre lentamente pierna abajo. Me estremezco sólo de verlo.

– ¿Está usted bien? -le grito.

No me contesta; tiene la cara retorcida de dolor.

A lo lejos, oigo al otro agente.

– Lou, ¿estás por ahí? ¡Lou!

Encontrará a su socio muy pronto. Es hora de que yo me largue. Apoyo todo el peso en la pierna buena y me voy cojeando de allí lo más de prisa que puedo. Cinco calles más allá, veo otro autobús. Esta vez logro subir. Cuando las puertas se cierran oigo la sirena de una ambulancia por allí cerca. Lo han hecho rápido. De pie en la delantera del autobús, miro por el parabrisas y contemplo las luces intermitentes que avanzan en nuestra dirección.

– ¿Va a pagar el billete o qué? -me pregunta el conductor, devolviéndome de golpe a la realidad.

– S-sí -digo. La ambulancia se cruza con nosotros a toda velocidad y yo busco mi cartera y meto un dólar en la máquina. Cuando me dirijo a la parte de atrás del autobús, noto el zumbador de mi busca en el bolsillo. Lo saco y reconozco el número inmediatamente. Es el mío. Sea quien sea, está en mi despacho.

El autobús tarda veinte minutos en pararse en el parking trasero de la estación del metropolitano de Bethesda. Desde allí puedo acceder al tren y a todas sus conexiones: centro, salir de la ciudad, cualquiera de las intermedias. Pero primero tengo que encontrar un teléfono. Me meto en el edificio de la estación, esquivo la muchedumbre que se dirige hacia la escalera mecánica absurdamente larga y me dirijo hacia la batería de teléfonos públicos que está a mi derecha. Todavía tengo algunas monedas en el bolsillo, pero después de mi conversación con Pam, no voy a correr riesgos. En vez de marcar directamente mi número, cojo el teléfono y llamo al número 900 que me conectará con la central. En cuanto esté conectado con el sistema telefónico de la Casa Blanca, será mucho más difícil localizar mi llamada.

«Ha llamado usted a la centralita principal -dice una voz mecánica de mujer-. Si desea una extensión de oficinas, marque uno.» Marco el cero.

– Operadora central 34 -contesta alguien en seguida.

– Acabo de recibir un busca de Michael Garrick, ¿puede usted ponerme?

– ¿Puede repetirme el apellido?

Parece completamente sincera. Bien, todavía no lo saben todos.

– Garrick -digo-. De Asesoría Jurídica.

A los pocos segundos suena el teléfono de mi despacho. Quienquiera que esté allí, en el identificador de llamadas sólo verá la palabra «Central».

– Muy astuto -contesta Adenauer-. Llamar a través de la central.

El puño se me crispa sobre el auricular. Sabía que era él. En realidad, me sorprende que tardase tanto.

– No fui yo -insisto.

– ¿Por qué no me contó lo del dinero, Michael?

– ¿Me hubiera creído?

– Inténtelo. ¿De dónde lo sacó?

Estoy harto de que me ande acosando.

– Hasta que me den alguna garantía, no diré nada.

– Dar garantías es fácil, pero ¿cómo voy a saber que me dice usted la verdad?

– Tenía un testigo. Aquella noche no estaba solo.

Al otro lado de la línea se produce una breve pausa. Recordando el consejo de Vaughn sobre la localización de llamadas, miro el segundero de mi reloj. Ochenta como máximo.

– Me está usted mintiendo, Michael.

– Yo no…

Adenauer interrumpe con algo que suena como el zumbido de una grabadora.

«La noche pasada, jueves tres», dice una voz femenina.

¡Oh, no! -pienso-. Antes de que parase la cinta…

«¿Anoche quiere decir el jueves 3?»

«Quiero decir, exactamente -dice mi voz grabada-. De todos modos, yo iba en coche por la calle Dieciséis cuando vi…»

«Antes de seguir, ¿iba alguien contigo?»

«Eso no es lo importante…»

«Limítate a contestar la pregunta», dice Caroline.

«No. Iba solo.»

– ¿Había olvidado que teníamos la cinta? -pregunta Adenauer en un tono un poco demasiado satisfecho de sí mismo.

El segundero corre. Quedan treinta.

– Le juro que… ésa no es…

– Encontramos a Vaughn -dice Adenauer-. Y la pistola, basta de mentiras, Michael. ¿Lo hizo por Nora?

– Le estoy diciendo que…

– ¡Deje ya de cabrearme, coño! -explota Adenauer-. ¡Cada vez me cuenta una historia diferente!

Veinte segundos.

– ¡No es ninguna historia! ¡Es mi vida!

– No tiene más que venir aquí. -Está tratando de ponerse amable, preocupado de que me escape-. Si nos ayuda, si nos entrega a Nora, le prometo que todo el proceso será mucho más fácil.

– Eso no es verdad.

– Sí que es verdad. Sea usted listo, Michael. Cuanto más tiempo esté huido, peor pintarán las cosas.

Diez segundos.

– Tengo que marcharme -digo con voz temblorosa-. Necesito… necesito pensar.

– Dígame simplemente que vendrá usted. Déme su palabra y estaremos de su lado. ¿Qué me dice?

– Tengo que irme.

Se le ha agotado la paciencia y yo estoy a punto de colgar.

– Déjeme decirle algo, Michaeclass="underline" ¿recuerda que Vaughn le dijo que se necesitaban ochenta segundos para localizar una llamada telefónica?

– ¿Pero cómo…?

– Estaba equivocado -dice Adenauer-. Nos vemos.

Cuelgo el teléfono de golpe y me vuelvo lentamente. Detrás de mí hay una muchedumbre de viajeros haciéndose sitio a codazos por la escalera mecánica. Hay al menos tres personas que me miran directamente: una mujer con gafas de sol estilo Jackie Onassis y dos hombres que me observan por encima de un periódico. Antes de que pueda reaccionar, los tres desaparecen por la escalera. La mitad de la gente baja hacia el metro; la otra mitad sube hacia la salida de la calle. Escudriño el resto de la multitud en busca de miradas sospechosas y movimientos forzados. Esto es Washington D. C, a la hora punta. Cualquiera puede ser.

Mi cuerpo se tensa. Siento la tentación de echar a correr, pero no lo hago. No tendría sentido. No pueden localizar una llamada a través de la central. Es imposible: lo único que pretende es que me asuste, que cometa una equivocación. Descubierto el farol, doy un paso vacilante hacia la muchedumbre. Por muy buenos que sean, nada es tan rápido. Sigo diciéndome a mí mismo esa frase al subir en la escalera mecánica y quedar absorbido por la masa de gente.

Aprieto la mandíbula, procurando olvidarme del tobillo. Nada que pueda hacer que parezca fuera de lugar. Echo una ojeada en derredor cuando llegamos arriba, pero todo está tranquilo. Van pasando coches, los viajeros se dispersan. Sigo a otros dos pasajeros hasta la parada de taxis inmediata, me pongo en la cola y cojo uno. Sólo otro día más de trabajo.

– ¿Adonde? -me pregunta el taxista al entrar.

No hago caso de la pregunta y miro, nervioso, a derecha e izquierda. En busca de un apoyo de seguridad, mi mano se va por instinto hacia la corbata. Pero al ir a tocarla, me doy cuenta de que no está. Casi lo había olvidado. Estaba llena de sangre.

– Vamos a ver -me dice el taxista-. Necesito que me diga un destino.