Выбрать главу

– No lo sé -tartamudeo al fin.

Me mira por el retrovisor.

– ¿Se encuentra usted mal?

Vuelvo a ignorar la pregunta. No puedo creer que Adenauer tenga la cinta, sabía que nunca tenía que haber dejado que Caroline empezara a grabar, incluso aunque la paré pronto, hay lo bastante como para… No quiero ni pensarlo. Me inclino hacia adelante sobre la tapicería sucia del asiento y me sujeto entre las manos el tobillo hinchado y me siento a punto de colapso. Puede que haya conseguido salir de los suburbios, pero tengo que planear algo. Sigo necesitando algún sitio adonde ir. Algún sitio donde pensar.

Mi casa no sirve. Ni el apartamento de Trey. Ni el de Pam. Tengo unos cuantos amigos de la universidad y la Facultad de Derecho, pero si el FBI manda a gente a casa de mi primo, eso significa que están cubriendo todas las posibilidades de mi expediente, y alguna más. Y tampoco estoy dispuesto a hacer correr riesgos a más amigos y parientes. El ojo se me empieza a torcer una vez más. No hay manera de evitarlo. Todo depende de mí.

Todo lo que queda es un motel que esté cerca. No es mala opción, pero tengo que hacerlo con mucho cuidado. Nada de tarjetas de crédito, ni nada que los pueda llevar hasta mí. Abro la cartera y veo que estoy casi seco: sólo me quedan veinte dólares en efectivo, mi billete de dos dólares de la suerte y una tarjeta del metro. Lo primero es lo primero.

– ¿Qué me dice de un cajero automático?

– Eso ya está mejor -dice el taxista.

Introduzco la tarjeta en la ranura y marco el PIN de cuatro números. Incluso teniendo en cuenta el límite diario de seiscientos dólares que pone el banco para los reintegros, tendría que haber más que suficiente para poder pasar la noche. Luego empezaré a pensar en una solución. Tecleo la cantidad de dinero y espero que la máquina haga sus movimientos y ruiditos. Pero en vez de oír el siseo de los billetes al salir, veo en la pantalla un mensaje que dice: «Esta operación no puede realizarse. Espere un momento.»

¿Qué? Puede que intentase sacar demasiado. Aprieto el botón de cancelar para empezar de nuevo. Esta vez aparece un nuevo mensaje: «Para recuperar su tarjeta, póngase en contacto con el director de su oficina o con su entidad financiera local.»

– ¿Qué? -aprieto otra vez cancelar, pero no hay respuesta. La máquina vuelve al principio y en la pantalla aparecen las palabras «Por favor, introduzca la tarjeta». No lo entiendo. ¿Pero cómo…? Miro fijamente la máquina y recuerdo que el informe general del FBI incluye la relación de todas las cuentas bancarias en activo-. ¡Mierda! -exclamo, dando un puñetazo contra el vidrio irrompible. Se han quedado mi tarjeta.

Me niego a rendirme y saco una tarjeta de crédito y la meto en la máquina. Sólo necesito un anticipo en efectivo. Pero, sin embargo, de nuevo aparecen en la pantalla las palabras «Esta operación no puede realizarse. Espere un momento».

El sol apenas ha empezado a ponerse, así que cuando me doy la vuelta todavía hay luz suficiente para que el taxista pueda ver la expresión de mi cara. Pone una marcha. Reconoce una carrera inútil en cuanto la ve.

– ¡Espere! -le grito.

Los neumáticos chirrían. Se ha largado. Y yo estoy en medio de la calle. La última vez que me pasó esto, tenía siete años. Volviendo a casa desde la peluquería del pueblo, papá decidió coger un atajo nuevo a través del patio de la escuela recién asfaltado. Dos horas más tarde se le había olvidado dónde vivíamos. Podía haber ido a un teléfono público y llamar a mi madre, pero eso no se le ocurrió.

Por supuesto que, entonces, aquello era una aventura. Perdido en el laberinto de edificios de apartamentos, no paraba de bromear acerca de que estuviésemos donde estuviésemos, aquél sería su sitio preferido para jugar al escondite. Yo no podía parar de reír. Es decir, hasta que él se puso a llorar. Sentirse frustrado siempre le causaba aquel efecto. Aquel lamento agudo de adulto desesperado es uno de mis recuerdos más antiguos, y uno que desearía poder olvidar. Pocas cosas se te clavan tan adentro como las lágrimas de un padre.

Aun así, aun viniéndose abajo, intentaba protegerme, refugiándome entre las paredes de cristal de una cabina telefónica.

«Tendremos que dormir aquí hasta que mamá nos encuentre», dijo cuando empezaba a oscurecer.

Yo me senté en la cabina. Él se apoyó contra ella por fuera. A los siete años, yo estaba verdaderamente asustado. Pero ni la mitad de asustado que ahora.

CAPÍTULO 35

Para las seis menos cuarto estoy refugiado en el mejor escondrijo accesible por metro, de mucho tráfico y abierto las veinticuatro horas que se me ha ocurrido: el Aeropuerto Nacional Reagan. Antes de decidirme por mi asentamiento actual, hice una escala en la consigna de equipajes fuera del Terminal C. Por dos dólares y setenta y dos centavos vendí mi billete de dos dólares de la suerte y todo el suelto que llevaba en el bolsillo lo di por una bolsa de viaje de plástico negro que estaban a punto de devolver al fabricante por defectuosa. ¿Qué importa que la cremallera no se abra?, no es como si la necesitase para viajar. Sólo la necesito para dar el tipo. Y como la combino con un billete anulado que pesqué en una papelera, cumple su función.

Desde entonces estoy metido en el rincón del fondo del Legal Seafood, el único restaurante del aeropuerto que tiene puestas las noticias locales y, por consiguiente, el mejor lugar para cuidar mis últimos doce dólares.

– Aquí tiene la soda -dice la camarera poniendo el vaso sobre mi mesa.

– Gracias -le digo con los ojos clavados en la televisión.

Para mi sorpresa, la emisora local ha adelantado su programación para cubrir en vivo la conferencia de prensa cotidiana. Es un movimiento de fuerza que hacen las emisoras para presionar a la Oficina de Prensa y que saque la historia. Naturalmente, la Casa Blanca contraataca. La CNN es una cosa, pero no van a dejar que el país entero esté en directo, eso hace cundir el pánico entre la gente y da votos a Bartlett. Así que hacen lo mejor que pueden hacer: dar vuelta a la agenda. Empezar con las noticias pequeñas e ir subiendo hasta el bombazo.

En consecuencia, vemos a un burócrata del Departamento de Estado con sus gafitas de alambre explicar a ochenta y cinco millones de personas los beneficios de los acuerdos de Kyoto y el efecto que tendrán sobre nuestras posiciones comerciales a largo plazo en Asia. Con un gigantesco bostezo colectivo, treinta millones de personas cambian de canal. Para las cadenas, es la pesadilla de los índices. Para la oficina de prensa, es un KO técnico. El mensaje está dado: menos joder con la Casa Blanca.

Convencido de que ya sólo quedan los irreductibles, la secretaria de prensa Emmy Goldfarb y el Presidente se acercan al podio. Ella está allí para hablar y él para que sepamos que es serio. Un candidato que sabe manejar una crisis.

Nada de perder más tiempo: directa al grano. Sí, la muerte de Caroline Penzler no se debió a causas naturales. No, la Casa Blanca no lo sabía. Por qué, porque los informes toxicológicos se completaron hace muy poco. Del resto no se puede hablar, porque no quieren interferir con las investigaciones en curso. Igual que antes, procura que las cosas sean breves y amables. Pero no tiene oportunidad. Una vez el olor a sangre flota en el aire, la prensa se relame los colmillos.

En cuestión de nanosegundos, los periodistas de la sala están de pie y lanzan preguntas.

– ¿Cuándo les entregaron los informes de tóxicos?

– ¿Es verdad que la noticia fue filtrada al Post?

– ¿Qué hay de Michael Garrick?

Al ir a coger mi vaso de soda, lo tiro sin querer. La camarera acude corriendo al ver la catarata que cae de la mesa.

– Lo siento mucho -le digo mientras pone una bayeta.

– No tiene importancia -replica.

En la pantalla, la secretaria de prensa explica que no quiere interferir en la investigación que tiene en marcha el FBI, pero no hay forma de que los periodistas la dejen eludir el asunto con facilidad. A los pocos segundos ya vuelan otra vez las preguntas.