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Como los párpados se me cierran, tiro de la bolsa de viaje y me la subo hasta la barbilla. Va a ser una noche fría, pero por lo menos he tomado una decisión. Estoy harto de estar atrapado en una cabina telefónica.

CAPÍTULO 36

Simon se levanta a las cuatro treinta de la madrugada, se da una ducha rápida y se afeita. La mayor parte de los días, duerme por lo menos hasta las cinco treinta, pero si quiere ganar a la prensa, hoy tiene que salir pronto. Naturalmente, todavía no estará el periódico delante de la puerta, pero de todos modos lo comprueba.

Afuera, donde yo estoy sentado, es completamente de noche, de modo que puedo seguir el rastro de las luces según va del dormitorio al cuarto de baño y a la cocina. Por lo que veo, tiene una casa de buen gusto en un barrio de buen gusto. No está en la mejor de todas las urbanizaciones que florecen por Virginia, pero por eso la escogió. Me acuerdo de cuando nos contaba la historia en el último retiro de personal. El día que su mujer y él iban a pujar por la casa, los llamó su agente inmobiliario para hablarles de una flamante casa nueva en una zona cotizada de McLean. Por supuesto que era más cara, argumentó la mujer de Simon, pero se la podían permitir. Simon no quiso saber nada de ella. Si quería enseñarles a sus hijos los valores importantes, tenían que tener algo a lo que aspirar. No se gana nada estando siempre en lo más alto.

Pensándolo ahora, esa historia probablemente es una sucia mentira. Hasta hace unas pocas semanas, Simon era un hombre en cuya palabra se podía confiar. Lo que, por extraño que resulte, es precisamente la razón por la que ahora yo estoy sentado en el asiento delantero derecho de su Volvo negro.

Sigue siendo noche cerrada cuando Simon sale por la puerta trasera de su casa. Lo observo mientras echa la llave y revisa el patio. Todavía es temprano. No hay periodistas a la vista. Al caminar hacia la calle de entrada, lleva el paso de un hombre sin preocupaciones. Más bien, un hombre despreocupado, diría yo. Ni siquiera me ve al dirigirse hacia la puerta del conductor de su coche. Está demasiado ocupado pensando que se ha salido con la suya.

Arroja el maletín sobre mi regazo y se desliza en el asiento de cuero como cualquier otro día.

– Buenos días, señor Gusano… soy el pájaro temprano -le anuncio.

Sobresaltado, se agarra el pecho y deja caer las llaves. Así que tengo que recogérselas. En pocos segundos, sus hombros de tabla de planchar se cuadran, airados. Se pasa una mano por el pelo sal y pimienta y su calma inmutable vuelve a instalarse más de prisa incluso de lo que se fue. Se vuelve hacia mí y la luz interior del coche se le refleja en la cara. Con un tirón airado, cierra de un portazo y regresa la oscuridad.

– Pensé que esperarías hasta que llegase a la oficina -dice con una voz que es puro granito.

– ¿Se cree que soy tan idiota? -pregunto.

– Dímelo tú, ¿quién es el que ha dormido en mi coche?

– No he dormido aquí, estaba…

– ¿… simplemente vigilando a tu jefe a las cinco de la madrugada? ¡Vamos! -añade-. No pensarías de verdad que la cosa te iba a salir bien, ¿o sí?

– ¿Que me iba a salir bien qué?

– Se acabó, Michael. Más te vale alegar locura que inocencia. -Se ríe para sus adentros y añade-: Pero yo tenía razón, ¿lo ves? Caroline lo organizó y tú recogiste el dinero.

– ¿Qué?

– Ni siquiera se me hubiera ocurrido si no te hubiera descubierto aquella noche. Después, cuando supe lo que había pasado con mi pago… cuando los guardias confiscaron aquellos diez mil, fue cuando todo se vino abajo, ¿verdad? Ella pensó que tú se lo quitabas a ella. Por eso lo hiciste, ¿verdad? ¿Por eso la mataste?

– ¿Que yo la maté?

– Ésa es una salida de tonto, Michael. Lo fue entonces y lo es ahora. Nunca conseguirás que te salga bien dos veces.

– ¿Cómo dos veces? -No sé de qué me habla, pero está claro que tiene su propia versión de la realidad. Es hora de soltar la mierda-. Yo no soy ningún hipócrita, Edgar. Lo vi aquella noche en el Pendulum. Estaba allí.

– Hay una buena explic…

– Dele todas las vueltas que quiera, no por eso dejaría de estar pagando el chantaje. Cuarenta mil para que el armario esté bien cerrado. -Me lanza una mirada-. ¿Lo sabe su mujer? ¿Le ha…?

– ¿Has traído un micrófono? -me interrumpe-. ¿Por eso estás aquí?

Antes de que pueda reaccionar lanza el brazo hacia adelante y me golpea en el pecho con la mano abierta.

– ¡No me toque! -grito, apartándolo.

Al comprobar que no llevo nada en la camisa, vuelve a reclinarse en el asiento. Yo muevo la cabeza diciendo que no al hombre que antes era mi jefe.

– Ni siquiera se lo ha dicho todavía, ¿verdad? Anda jugando por ahí y ella todavía no lo sabe. ¿Y sus hijos? ¿También les miente? -Al darme cuenta de que he captado su atención, señalo hacia su casa con el hombro-. Ellos son los que lo pagarán, Edgar.

Vuelve a pasarse la mano por el pelo. Por primera vez desde que lo conozco, la sal y la pimienta del cabello no vuelven a su sitio.

– Tengo que decírtelo, Michael, no creí que fueras así. -Por el modo en que su voz se demora en cada palabra, deduzco que está conmocionado. Puede que hasta aterrado. Pero no es eso. Sólo está decepcionado.

– Todo este tiempo pensaba que Caroline era la que no tenía principios. Ahora ya sé más.

– Yo no…

– Cuéntaselo a quien quieras -dice, mirando hacia afuera por el parabrisas-. Díselo a los periódicos. Díselo al mundo entero. No me avergüenzo.

– Entonces…

– ¿Por qué pagué ese dinero? -mira por detrás de mí hacia su elegante casa-. ¿Cómo crees tú que reaccionarán los otros niños del colegio cuando el presentador de las noticias diga que al papá de Cathy le gusta acostarse con otros hombres? ¿Y los chicos de noveno? ¿Y el que está a punto de ir a la universidad? Nunca fue por mí, Michael. Yo sé quién soy. Era por ellos.

Al oír sus palabras angustiadas, me fijo con qué fuerza se aferra al volante.

– ¿Entonces por eso le dijo a Caroline que el dinero lo tenía yo?

– ¿De qué me estás hablando?

– A la mañana siguiente. Después de la reunión. Le dijo a ella que los cuarenta mil dólares eran míos, que yo había hecho la entrega.

Suelta el volante y me mira, completamente confuso.

– Creo que lo entendiste al revés. Lo único que le dije fue que quería ver tu expediente. Pensé que si eras tú el chantajista…

– ¿Yo?

– ¡Demonios, Michael, deja de mentirme a la cara! Tú recogiste el dinero, tú eres cómplice. Y sé que por eso la mataste.

Dice algo más, pero no lo estoy escuchando.

– ¿Usted no le dijo en ningún momento que el dinero era mío? -pregunto.

– ¿Por qué iba a hacer eso? Si Caroline estaba metida, como yo siempre pensé, y si supo que yo lo había descubierto, me hubiera sacado las tripas para que me estuviera callado.

Noto que me pongo lívido. Es increíble… todo este tiempo… ella lo montó todo para tenerme callado y señalar con el dedo a Simon. Cuando lo piensas, es perfecto: nos estaba enfrentando al uno contra el otro. En busca de tierra firme, me agarro al asidero de la puerta. Lentamente, dolorosamente, me vuelvo hacia Simon. Y por primera vez desde que lo seguimos al salir del bar, empiezo a considerar la idea de que pudiera ser inocente.

– ¿Te encuentras mal? -pregunta al ver mi expresión.

Esto no tiene ningún sentido.

– Yo no lo hice… nunca he matado a nadie… Vaughn… y Trey… hasta Nora dijo…

– ¿Le has hablado de esto a Nora?

A nuestra espalda, por la calle, una luz brillante taladra la oscuridad. Un coche acaba de entrar en la manzana. No, no es un coche. Una furgoneta. Y al acercarse más, descubro la antena de transmisiones que lleva en el techo. Oh, mierda. No es ninguna mamá que va al colegio. Es una camioneta de noticias. Se acabó el tiempo. Abro la puerta pero Simon me coge por el brazo.