Выбрать главу

– ¿Nora lo sabe? ¿Se lo contó a Hartson?

– ¡Suélteme!

– ¡No hagas esto ahora, Michael! ¡Por favor! ¡Al menos mientras los niños estén en casa!

– No se lo voy a contar a nadie. ¡Sólo quiero largarme de aquí!

Logro liberar el brazo y me muevo para salir del coche. La furgoneta está casi delante de la casa.

– ¡Pregunta a Adenauer! ¡No he hecho nada malo! -exclama Simon.

Estoy a punto de largarme, pero… es difícil de explicar… hay dolor en su voz. Con sólo unos segundos por delante, me vuelvo hacía él para hacerle una última pregunta. Hasta ahora, es la única que he tenido miedo de hacer.

– Dígame la verdad, Edgar. ¿Se ha acostado alguna vez con Nora?

– ¿Qué?

Es todo lo que necesitaba oír.

La puerta de la furgoneta se descorre y se bajan dos personas. Es difícil no percatarse del interior iluminado del coche de Simon.

– ¡Allí! -exclama un periodista mientras el cámara enciende su foco.

– Arranque el coche y largúese de aquí. Y dígale a Adenauer que soy inocente.

– ¿Y qué pasa con…?

Cierro la puerta de un portazo y me lanzo hacia la valla de madera del patio de atrás. Como los reflectores en una fuga carcelaria, un chorro de luz artificial baña el coche de Simon entrando por la ventanilla de atrás y le ilumina el lado derecho de la cara. Pero cuando el foco barre el resto del patio, yo ya no estoy.

– Operador 27 -dice una voz masculina al teléfono.

– Me acaban de mandar un busca -digo al operador de la central-. ¿Puede ponerme con la sala 160 y medio, por favor?

– Necesito que me dé un nombre, señor.

– No está asignada a nadie, es una sala interna.

Me deja en espera mientras verifica. Típico operador de la Casa Blanca. Sin tiempo para…

– Le paso, señor -me anuncia.

Cuando llama el teléfono, me apoyo contra la protección de la cabina de la estación de servicio y doy gracias a Dios por los números 900. Al bajar la vista descubro que el cuero de mis zapatos empieza a cuartearse. Demasiadas vallas. La historia de mi vida. Cuando suena el tercer timbrazo, empiezo a ponerme nervioso. Ya tendrían que haberlo cogido, a no ser que no haya nadie. Echo un vistazo a mi reloj. Son las nueve pasadas. Alguien tiene que necesitar copias. Es el…

– Casa Blanca -responde una voz de hombre joven.

Lo noto en la seriedad del tono. Un interno. Perfecto.

– ¿Con quién hablo? -bramo.

– A-a-andrew Schottenstein.

– Escuche, Andrew, soy Reggie Dwight, de la oficina de la Primera Dama. ¿Sabe dónde está la oficina 144?

– Creo que…

– Bien. Haga el favor de ir allí corriendo y pregunte por Trey Powell. Dígale que necesito hablar con él y llévelo hasta ahí para hablar.

– No comprendo. ¿Por qué…?

– Escúcheme -lo interrumpo-. Faltan unos tres minutos para que la Primera Dama haga su declaración sobre el lío de ese tal Garrick, y el señor Powell es el único que tiene el borrador definitivo. Así que mueva el culo, deje la sala de copias y vaya zumbando para allá. Dígale que soy Reggie Dwight y dígale que necesito hablar con él.

Oigo el portazo de Andrew Shottenloquesea al salir disparado. Como es un interno, es una de las pocas personas que podían caer en esta trampa. Y más importante aún, como presidente del capítulo de Washington del club de fans de Elton John, Trey es una de las pocas personas que reconocerían el verdadero nombre del cantante. Cuento con ambas cosas mientras escudriño los coches que entran en la estación de servicio. «Venga, ya», murmuro frotando el zapato contra el cemento. Está tardando demasiado. Pasa algo. A mi derecha, un coche gris oscuro se para en la gasolinera. Tal vez el chico sospechase y avisara. Observo el coche y cuelgo lentamente el teléfono. Se abre la puerta y se baja una mujer. La sonrisa de su cara y la hechura estrecha de su vestido me dicen que no es del FBI. Vuelvo a llevarme el teléfono a la oreja y oigo cerrarse una puerta.

– Hola -digo, nervioso-. ¿Hay alguien ahí?

– Lo sabía -responde Trey-. ¿Qué tal estás?

– ¿Dónde está el interno? -le pregunto.

– Lo mandé a la sala 152, supuse que querrías hablar a solas.

Asiento con la cabeza a esa respuesta. La sala 152 no existe. Se pasará por lo menos media hora buscándola.

– ¿Entonces quieres contarme cómo andas? -pregunta Trey-. ¿Dónde dormiste esta noche? ¿En el aeropuerto?

Como siempre, lo sabe todo.

– Probablemente sea mejor que no lo diga… por si acaso preguntan.

– Basta con que me digas si estás bien.

– Estoy perfectamente. ¿Cómo van las cosas por ahí?

No me contesta, lo que significa que están peor de lo que pensaba.

– Trey, ¿no puedes…?

– ¿Es verdad que te bloquearon las cuentas bancarias? Porque esta mañana fui al cajero automático y saqué todo lo que pude. No es mucho, pero puedo dejarte trescientos en…

– Hablé con Simon -le suelto.

– ¿Sí? ¿Cuándo?

– Esta mañana temprano. Lo cogí por sorpresa cuando se metía en su coche.

– ¿Y qué te dijo?

Me lleva diez minutos trasladarle los cinco minutos de nuestra conversación.

– Un momento -acaba diciendo Trey-. ¿Él pensaba que tú eras el asesino?

– Lo tenía todo calculado en su cabeza, hasta el hecho de que Caroline y yo hacíamos chantaje a la gente juntos.

– ¿Entonces por qué no te delató?

– Difícil de saber. Mi teoría es que tenía miedo de que se conocieran sus actividades sexuales.

– ¿Y tú lo crees?

– ¿Sabes de alguna razón para no creerlo?

– Se me ocurre una. Empieza con N y termina con A; su papi es Presidente.

– Ya lo entiendo, Trey.

– ¿Estás seguro de eso? Si se acuesta con Nora, dirá cualquier cosa para que tú…

– No se acuesta con ella.

– Oh, vamos, Michael… estamos otra vez donde empezamos.

– En esto puedes fiarte de mí. No lo estamos.

Ha notado el cambio en mí voz. Se produce una breve pausa.

– Tú sabes quién lo hizo, ¿verdad? -Pero eso sin pruebas no quiere decir nada. Esta vez, Trey no hace ninguna pausa. -Dime qué necesitas que haga.

– ¿Seguro que estás dispuesto? -le pregunto-. Porque será una buena putada.

CAPÍTULO 37

Cuando voy por el cuarto tramo de escaleras de cemento bajados a toda velocidad, empiezo a marearme. No me gusta estar tan abajo bajo tierra. Me late la cabeza; tengo el equilibrio descompensado. Al principio deduje que era la repetición del esquema del descenso, pero cuanto más me acerco al último sótano, más empiezo a pensar en lo que me espera al final. Paso la puerta B-5 preguntándome sí funcionará. Todo depende de ella. La escalera termina en una puerta metálica con un B-6 pintado en naranja fuerte. La abro y entro en el nivel más bajo del parking subterráneo. Rodeado de docenas de coches aparcados, miro a ver si ella ya está aquí. A juzgar por el silencio, debo de ser yo el primero.

La respiración agitada me llena los pulmones de aire polvoriento, pero como lugar de cita, el garaje cumple su papel. Cerca, pero alejado de las miradas.

Un chirrido de neumáticos corta el silencio. Viene de unos pisos más arriba, pero su eco llega hasta aquí abajo. Según el coche va tomando los giros de la rampa, el eco se hace más fuerte. Sea quien sea, viene hacia mí y conduce como un loco. Busco un sitio para ocultarme y me precipito otra vez en el hueco de la escalera y atisbo por la mirilla. Un Saab verde bosque se mete de un salto en un aparcamiento vacío y para con un frenazo brusco. Cuando se abre la puerta, sale un empleado del garaje. Por fin puedo soltar el aire y me seco la cara con la manga de la chaqueta.

En el momento en que se va, vuelvo a oír el gemido de neumáticos, bajando en espiral desde el nivel de la calle y aumentando el volumen cada vez. Estos tíos son unos sicópatas. Pero entonces un Buick negro surge de la rampa y no se dirige a ningún aparcamiento libre. En vez de eso, se para en seco justo delante de la escalera. Igual que antes, la puerta del coche se abre de par en par. Ah.