– He oído que quieres venir a casa -dice Nora con una sonrisa. Se está divirtiendo de lo lindo.
– ¿Dónde está el Servicio Secreto?
– No te preocupes, tenemos quince minutos hasta que se den cuenta de que me he largado.
– ¿De dónde has sacado el coche?
– La mujer que le arregla el pelo a mi madre. Y ahora, ¿quieres seguir friéndome a preguntas o quieres ser un buen chico?
– Perdona -digo, conciliador-. Es que ha sido un mal…
– No hace falta que lo digas. Yo también lo siento. Aunque tú quisieras, no tendría que haberte dejado marchar de aquel modo. -Da un paso hacia mí y abre los brazos.
Levanto una mano y la aparto.
– ¿Pero qué…?
– Dejemos esto para después, Nora. Ahora mismo, hay cosas más importantes que tratar.
– ¿Sigues enfadado por lo de Simon? Te juro que…
– Ya sé que no te acostaste con él. Y también sé que nunca me harías daño. -La miro directamente a los ojos y añado-: Te creo, Nora.
Ella me mira, sopesando cada palabra. No estoy muy seguro de lo que piensa, pero tiene que saber que ya no me quedan opciones. O esto, o ponerme a bailar con la policía. Por lo menos aquí, mantiene el control.
Entorna los ojos y toma su decisión. Aunque, naturalmente, yo no tengo ni idea de cuál es.
– Métete en el coche -acaba diciendo.
Sin decir palabra, doy la vuelta y abro la puerta del lado del pasajero.
– ¿Qué haces?
– Has dicho que subiera.
– No, no, no -dice, riñendo-. Ni hablar, tu cara está en todas las primeras páginas. -Aprieta un botón en el llavero y abre el maletero del coche-. Esta vez, irás detrás.
Hecho una rosca dentro del maletero del Buick de la Primera Esteticién, trato de olvidarme del olor a moqueta húmeda.
Por suerte para mí, hay muchos entretenimientos. Además de los cables que aprieto, nervioso, en ambas manos, hay un juego completo de ajedrez, que acabo de darme cuenta de que no estaba correctamente cerrado. Mientras Nora asciende por la rampa circular para salir del garaje, peones, caballos, alfiles y torres me bombardean desde todas las direcciones. Un caballo me golpea en un ojo y me cae en la mano justo cuando un giro seco a la derecha me indica que hemos vuelto a la calle Diecisiete.
En medio de la oscuridad, intento seguir mentalmente la ruta del coche, que va haciendo eses y curvas camino de la Puerta Suroeste. Sin duda, podría ir a entregarme directamente a las autoridades, pero creo que lo último que quisiera es que la pillaran junto al chico de moda del momento. Por lo menos, con eso cuento.
Incluyendo los accesos para sillas de ruedas, hay doce modos distintos de entrar en la Casa Blanca y el EAOE. Los que se hacen a pie exigen un documento de identidad en vigor y pasar andando por delante de dos guardias de uniforme como mínimo. Los que se hacen en coche exigen ser un pez gordo y un pase de aparcamiento a la altura. Yo tengo a Nora. Más que suficiente. Cuando el ruido del tráfico desaparece, sé que estamos cerca. El coche reduce la marcha al acercarnos al primer control. Espero que nos paren, pero por algún motivo, no lo hacen. Ahora llega la puerta propiamente dicha. Ésta es la que cuenta.
Ruedo hacia adelante al pararnos en seco, y aplasto unas cuantas piezas de ajedrez sobre la moqueta. Se oye un zumbido eléctrico cuando Nora abre la ventanilla. Me esfuerzo por oír la voz en sordina del centinela. La noche que subimos al tejado, no miraron en el maletero. Nora pasó sin más que un saludo con la mano y una sonrisa. Pero en las últimas veinticuatro horas, las cosas han cambiado. Apenas respiro.
– Lo lamento, señorita Hartson, pero son las órdenes. El FBI nos dijo que comprobásemos todos los coches.
– Sólo voy a recoger una cosa de mi madre. Será entrar y salir…
– ¿De quién es este coche, por cierto? -pregunta el guardia desconfiado.
– La mujer que le arregla el pelo a mi madre, usted la ha visto…
– ¿Y dónde están sus escoltas? -añade él, y yo cierro los ojos.
– En el control de abajo, ellos saben que sólo estaré un segundo. ¿Quiere usted llamarlos o me deja pasar?
– Lo siento, señorita, ya se lo he dicho. Pero no puedo…
– Me están esperando allá abajo.
– No importa, abra el maletero, por favor.
– Venga, Stewie, ¿le parezco peligrosa?
¡No, no flirtees con él! Estos tipos son demasiado listos para…
Se oye un fuerte clic y el coche avanza. Nora uno; guardias cero. Estamos dentro.
Avanzamos por la West Exec, y no sé si hay gente circulando por esa calle estrecha que separa el EAOE de la Casa Blanca. Pero aunque esté vacía, es fácil que pueda aparecer alguien. Con la esperanza de evitar sorpresas, y siguiendo mis instrucciones previas, Nora tuerce a la izquierda por el camino de cemento y se detiene justo bajo el arco de siete metros que lleva directamente a la planta baja del EAOE. Situado en las afueras y utilizado básicamente como zona de carga, es un lugar más oscuro que la zona abierta del aparcamiento de la West Exec. Cuando el coche queda inmóvil, sé que hemos llegado. Nora para el motor y cierra la puerta. Ahora viene lo más difícil.
Tiene que cronometrarlo todo perfectamente. Aunque la arcada conduce a un patio, sigue formando parte físicamente del gran pasillo del EAOE. Lo que significa que siempre está llena de gente que cruza las puertas automáticas de la base del arco a un lado y a otro. Si yo he de salir de aquí sin que me vean, tendrá que esperar a que el pasillo esté vacío. Dentro del maletero, me doy la vuelta sobre la barriga poniéndome lentamente en posición. Tengo los músculos en tensión. En cuanto abra la puerta, saldré. Aparto el lío de cables del medio y me quito las piezas de ajedrez de la cara. Nada que me estorbe. No oigo nada, pero es que todavía no ha venido. Debe de haber gente alrededor. Es la única razón para que espere. Los segundos acaban convirtiéndose en un minuto y mis dedos pellizcan, ansiosos, la moqueta del maletero.
Intento incorporarme sobre los codos como mínima protesta, pero el espacio no basta. Y está oscuro. Es como un ataúd. La chapa del maletero se me cae encima. El silencio me pone malo. Contengo la respiración y escucho atentamente. El último clic del motor cuando el coche se apaga. Una fricción susurrante cuando el zapato se desliza sobre la moqueta del maletero. Una puerta de coche que se cierra a lo lejos. ¿Seguirá Nora ahí fuera? ¿Se habrá ido? Oh, Dios santo, pienso aterrado mientras me lamo un charquito de sudor del labio superior. En este momento podría estar en cualquier parte. Podría haber vuelto a la Residencia, o estar haciendo una visita en el Despacho Oval. Sólo necesita una salida para entregarme a los lobos. Oigo que, afuera, un grupo de pisadas se acerca al coche. Y que, igual de de prisa, se paran. Están esperando. Ahí fuera. A mí. Hijos de puta.
El maletero se abre y un chorro de luz me golpea en la cara. Parpadeo y me tapo el sol con el brazo y levanto la vista esperando ver al FBI. Pero allí sólo está Nora.
– Vamos -me dice, haciéndome un gesto con el brazo. Me coge de la chaqueta por el hombro y tira de mí.
Echo una ojeada a la zona de carga. No hay nadie.
– Perdona la espera -dice Nora-. Había unos cuantos extraños en el vestíbulo.
Recupero el aliento y Nora cierra el maletero de un golpe. Se mete la mano dentro de la camisa y saca una cadenita con una chapa de identificación que lleva al cuello y me la tira. Es una chapa rojo intenso con una gran C blanca. C de Cita; mi letra escarlata particular. Me la pongo rápidamente. Ahora no soy más que otro invitado de la Casa Blanca, completamente invisible. Sin perder tiempo, me lanzo hacia las puertas automáticas que hay a mi derecha. En el momento en que mi cuerpo pasa por la célula fotoeléctrica, las puertas se abren de par en par. Ya estoy dentro. Y también Nora. Justo detrás de mí.