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Todo el mundo parecía conocerse. Las risas se encendían y corrían por los palcos, de cuya penumbra cálida emergían brazos desnudos, manos que ponían en movimiento cosas tan rescatadas del otro siglo como gemelos de nácar, impertinentes y abanicos de plumas. La carne de los escotes, la atadura de los senos, los hombros, tenían una cierta abundancia muelle y empolvada que invitaba a la evocación del camafeo y del cubrecorsé de encajes. Pensaba divertirme con los ridículos de la ópera que iba a representarse dentro de las grandes tradiciones de la bravura, la coloratura, la fioritura. Pero ya se había alzado el telón sobre el jardín del castillo de Lamermoore, sin que lo desusado de una escenografía de falsas perspectivas, mentideros y birlibirloques, estuviese aguzando mi ironía. Me sentía dominado más bien por su indefinible encanto, hecho de recuerdos imprecisos y de muy remotas y fragmentadas añoranzas.

Esta gran rotonda de terciopelo, con sus escotes generosos, el pañuelo de encajes entibiado entre los senos, las cabelleras profundas, el perfume a veces excesivo; ese escenario donde los cantantes perfilaban sus arias con las manos llevadas al corazón, en medio de una portentosa vegetación de telas colgadas; ese complejo de tradiciones, comportamientos, maneras de hacer, imposible ya de remozar en una gran capital moderna, era el mundo mágico del teatro, tal como pudo haberlo conocido mi ardiente y pálida bisabuela, la de ojos a la vez sensuales y velados, toda vestida de raso blanco, del retrato de Madrazo que tanto me hiciera soñar en la niñez, antes de que mi padre tuviera que vender el óleo en días de penuria. Una tarde en que estaba solo en la casa, yo había descubierto, en el fondo de un baúl, el libro de cubiertas de marfil y cerradura de plata donde la dama del retrato hubiera llevado su diario de novia. En una página, bajo pétalos de rosa que el tiempo había vuelto de color tabaco, encontré la maravillada descripción de una Gemma di Vergy cantada en un teatro de La Habana, que en todo debía corresponder a lo que contemplaba esta noche.

Ya no esparaban afuera los cocheros negros de altas botas y chisteras con escarapela; no se mecerían en el puerto los fanales de las corbetas, ni habría tonadilla en fin de fiesta. Pero eran, en el público, los mismos rostros enrojecidos de gozo ante la función romántica; era la misma desatención ante lo que no cantaban las primeras figuras, y que, apenas salido de páginas muy sabidas, sólo servía de fondo melodioso a un vasto mecanismo de miradas intencionadas, de ojeadas vigilantes, cuchicheos detrás del abanico, risas ahogadas, noticias que iban y venían, discreteos, desdenes y fintas, juego cuyas reglas me eran desconocidas, pero que yo observaba con envidia de niño dejado fuera de un gran baile de disfraces.

Llegado el intermedio, Mouche se había declarado incapaz de soportar más, pues aquello -decía- era algo así como «la Lucía vista por Madame Bovary en Rouen». Aunque la observación no carecía de alguna justeza, me sentí irritado, súbitamente, por una suficiencia muy habitual en mi amiga, que la ponía en posición de hostilidad apenas se veía en • contacto con algo que ignorara los santos y señas de ciertos ambientes artísticos frecuentados por ella en Europa. No despreciaba la ópera, en este momento, porque algo chocara realmente su muy escasa sensibilidad musical, sino porque era consigna de su generación despreciar la ópera. Viendo que de nada servía la argucia de evocar la Opera de Parma en días de Stendhal para conseguir que volviera a su butaca, salí del teatro muy contrariado. Sentía necesidad de discutí: con ella agriamente, para anticiparme a un tipo de reacciones que podía aguarme los mejores placeres de este viaje. Quería neutralizar de antemano ciertas críticas previsibles para quien conocía las conversaciones -siempre prejuiciadas en lo intelectual- que en su casa se llevaban. Pero pronto nos vino al encuentro una noche más honda que la noche del teatro: una noche que se nos impuso por sus valores de silencio, por la solemnidad de su presencia cargada de astros. Podía desgarrarla momentáneamente cualquier estridencia del tránsito.

Volvía luego a hacerse entera, llenando los zaguanes y portones, espesándose en casas de ventanas abiertas que parecían deshabitadas, pesando sobre las calles desiertas, de grandes arcadas de piedra. Un sonido nos hizo detenernos, asombrados, teniendo que caminar varias veces para comprobar la maravilla: nuestros pasos resonaban en la acera del frente. En una plaza, frente a una iglesia sin estilo, toda en sombras y estucos, había una fuente de tritones en la que un perro velludo, parado en las patas traseras, metía la lengua con deleitoso somormujo. Las saetas de los relojes no mostraban prisa, marcando las horas con criterio propio, de campanarios vetustos y frontis municipales. Cuesta abajo, hacia el mar, se adivinaba la agitación de los barrios modernos; pero por más que allá parpadearan, en caracteres luminosos, las invariables enseñas de los establecimientos nocturnos, era bien evidente que la verdad de la urbe, su genio y figura, se expresaba aquí en signos de hábitos y de piedras. Al fin de la calle nos encontramos frente a una casona de anchos soportales y musgoso tejado, cuyas ventanas se abrían sobre un salón adornado por viejos cuadros con marcos dorados. Metimos las caras entre las rejas, descubriendo que junto a un magnífico general de ros y entorchados, al lado de una pintura exquisita que mostraba tres damas paseando en una volanta, había un retrato de Taglioni, con pequeñas alas de libélula en el tallo. Las luces estaban encendidas en medio de cristales tallados y no se advertía, sin embargo, una presencia humana en los corredores que conducían a otras estancias iluminadas. Era como si un siglo antes se hubiese dispuesto todo para un baile al que nadie hubiera asistido nunca. De pronto, en un piano al que el trópico había dado sonoridad de espineta, sonó la pomposa introducción de un vals tocado a cuatro manos. Luego, la brisa agitó las cortinas y el salón entero pareció esfumarse en un revuelo de tules y encajes. Roto el sortilegio, Mouche declaró que estaba fatigada. Cuando más me iba dejando llevar por el encanto de esa noche que me revelaba el significado exacto de ciertos recuerdos borrosos, mi amiga rompía la fruición de una paz olvidada de la hora que hubiera podido conducirme al alba sin cansancio. Allá, más arriba del tejado, las estrellas presentes pintaban tal vez los vértices de la Hidra, el Navio Argos, el Sagitario y la Cabellera de Berenice, con cuyas figuraciones se adornaría el estudio de Mouche. Pero hubiera sido inútil preguntarle, pues ella ignoraba como yo -fuera de las Osas- la exacta situación de las constelaciones. Al advertir ahora lo burlesco de ese desconocimiento en quien vivía de los astros, me eché a reír, volviéndome hacia mi amiga. Ella abrió los ojos sin despertarse, me miró sin verme, suspiró profundamente y se volvió hacia la pared. Me dieron ganas de acostarme de nuevo; pero pensé que fuera bueno aprovecharse de su sueño para iniciar la búsqueda de los instrumentos indígenas -la idea me obsesionaba – tal como lo había pensado la víspera. Sabía que al verme tan empeñado en el propósito me trataría, por lo menos, de ingenuo. Por lo mismo, me vestí apresuradamente y salí sin despertarla.