Ante su cabeza desmelenada, su mirada severa y cejuda, se hizo el silencio. Lo mirábamos con esperanzada expectación, como si hubiese sido investido de extraordinarios poderes para aliviar nuestra angustia. Usando de una autoridad a que lo tenía acostumbrado su oficio, el maestro afeó la pusilanimidad de los alarmistas, y exigió el nombramiento inmediato de una comisión de huéspedes que rindiera exacta cuenta de la situación, en cuanto a la existencia de alimentos en el edificio; en caso necesario, él, habituado a mandar hombres, impondría el racionamiento.
Y para templar los ánimos, terminó invocando el sublime ejemplo del Testamento de Heiligenstadt.
Algún cadáver, algún animal muerto, se estaba pudriendo al sol, cerca del hotel, pues un hedor de carroña se colaba por los tragaluces del bar, únicas ventanas exteriores que podían tenerse abiertas sin peligro, en la planta baja, por estar más arriba de la ménsula que remataba el revestimiento de caoba. Además, desde la media mañana, parecía que las moscas se hubieran multiplicado, volando con exasperante insistencia en torno a las cabezas.
Cansada de estar en el patio, Mouche entró en el hall, anudando el cordón de su bata de felpa, quejándose de que apenas si le habían dado medio balde de agua para bañarse, luego de tomar el sol. La acompañaba la pintora canadiense de voz cantarina y grave, casi fea y sin embargo atractiva, que se nos hubiera presentado la víspera. Conocía el país y tomaba los acontecimientos con una despreocupación que tenía la virtud de aplacar la contrariedad de mi amiga, afirmando que pronto se produciría el desenlace de la situación. Dejé a Mouche con su nueva amiga, y, respondiendo a la llamada del Kappelmeister, bajé al sótano con los de la comisión para proceder a un recuento de las subsistencias. Pronto vimos que era posible resistir el asedio durante unas dos semanas, a condición de no abusar de lo existente. El gerente, auxiliado por el personal extranjero del hotel, se comprometía a preparar para cada comida un guisado sencillo que nosotros mismos iríamos a servirnos en las cocinas. Pisábamos un serrín húmedo y fresco, y la penumbra que reinaba en esa dependencia subterránea, con sus gratos perfumes larderos, invitaba a la molicie. Puestos de buen humor, fuimos a inspeccionar la bodega de licores, donde había botellas y toneles para mucho tiempo… Al ver que no regresábamos tan pronto, los demás bajaron a los corredores del sótano, hasta encontrarnos al pie de las canillas, bebiendo en cuanta vasija teníamos a la mano. Nuestro informe promovió una alegría contagiosa. Con un general trasiego de botellas, el licor fue subiendo al edificio, del basamento al piso cimero, sustituyendo las máquinas de escribir por los gramófonos. La tensión nerviosa de las últimas horas se había transformado, para los más, en un desaforado afán de beber, mientras el hedor de la carroña se hacía más penetrante y los insectos estaban en todas partes. Sólo el Kappelmeister seguía de pésimo talante, imprecando contra los agitados que, con su revolución, habían malogrado los ensayos del Réquiem de Brahms. En su despecho evocaba una carta en que Goethe cantaba la naturaleza domada, «por siempre librada de sus locas y febriles conmociones». «¡Aquí, selva!», rugía, estirando sus larguísimos brazos, como cuando arrancaba un fortissimo a su orquesta. La palabra «selva»
me hizo mirar hacia el patio de las arecas en tiestos, que tenían algo de palmeras grandes cuando se las veía así, desde la penumbra, en la reverberación de paredes cerradas, arriba, por un cielo sin nubes que surcaba, a veces, el vuelo de un buitre atraído por la carroña. Creía que Mouche hubiera regresado a su silla de extensión; al no verla allí, pensé que se estaba vistiendo. Pero tampoco estaba en nuestro cuarto.
Luego de esperarla un momento, el licor bebido tan de mañana, en vasos cargados, me impuso la voluntad de buscarla. Partí del bar, como quien acomete una importante empresa, tomando la escalera que arrancaba del hall, entre dos cariátides, con solemne empaque marmóreo. La añadidura de un aguardiente local, de sabor amelazado, a los alcoholes conocidos, me tenía el rostro como insensible, súbitamente ebrio, yendo del pasamanos a la pared con manos de ciego que tienta en la oscuridad. Cuando me vi en peldaños más angostos, sobre una especie de escagliola amarilla, comprendí que estaba más arriba del cuarto piso, después de muchísimo andar, sin tener mayor idea de dónde estaba mi amiga. Pero proseguía la ruta, sudoroso, obstinado, con una tenacidad que no distraía el gesto de quienes se apartaban burlonamente para dejarme pasar.
Recorría interminables corredores sobre una alfombra encarnada con anchura de camino, ante puertas numeradas -intolerablemente numeradas- que iba contando, al paso, como si esto fuese parte del trabajo impuesto. De pronto, una forma conocida me hizo detenerme, titubeando, con la sensación extraña de que no había viajado, de que siempre estaba allá, en algunos de mis tránsitos cotidianos, en alguna mansión de lo impersonal y sin estilo. Yo conocía este extinguidor de metal rojo, con su placa de instrucciones; yo conocía, de muy largo tiempo también, la alfombra que pisaba, los modillones del cielo raso, y esos guarismos de bronce detrás de los cuales estaban los mismos muebles, enseres, objetos dispuestos de idéntica manera, junto a algún cromo que representaba la Jungfrau, el Niágara o la Torre Inclinada. Esa idea de no haberme movido pasó el calambre de mi rostro al cuerpo. Vuelto a una noción de colmena, me sentí oprimido, comprimido, entre estas paredes paralelas, donde las escobas abandonadas por la servidumbre parecían herramientas dejadas por galeotes en fuga. Era como si estuviera cumpliendo la atroz condena de andar por una eternidad entre cifras, tablas de un gran calendario empotradas en las paredes -cronología de laberinto, que podía ser la de mi existencia, con su perenne obsesión de la hora, dentro de una prisa que sólo servía para devolverme cada mañana, al punto de partida de la víspera. No sabía ya a quién buscaba, en aquel alineamiento de habitaciones, donde los hombres no dejaban recuerdo de su paso. Me agobiaba la realidad de los peldaños que habría de subir, todavía, hasta llegar al piso donde el edificio se desnudaba de yesos y acantos, hecho de cemento gris con remiendos de papel engomado en los cristales, para guarecer de la intemperie a los criados. El absurdo de este andar a través de lo superpuesto me recordó la Teoría del Gusano, única explicación del trabajo de Sísifo, con peña hembra cargada en el lomo, que yo estaba cumpliendo. La risa que me produjo esta ocurrencia arrojó de mi mente el empeño de buscar a Mouche. Yo sabía que cuando ella bebía se tornaba particularmente vulnerable a toda solicitud de los sentidos, y aunque esto no significara una voluntad real de vilipendiarse, podía llevarla al lindero de las curiosidades más equívocas. Pero esto dejaba de importarme ante la pesadez de odre que arrastraban mis piernas. Volví a nuestra habitación en penumbras y me dejé caer en la cama, de bruces, sumiéndome en un sueño que pronto se atormentó de pesadillas que divagaban en torno a ideas de calor y de sed.
Tenía la boca seca, en efecto, cuando oí que me llamaban. Mouche estaba de pie, a mi lado, junto a la pintora canadiense que habíamos conocido el día anterior. Por tercera vez volvía a encontrarme «con esa mujer de cuerpo un tanto anguloso, cuyo rostro de nariz recta bajo una frente tozuda tenía una cierta impavidez estatuaria que contrastaba con una boca a medio hacer, golosa, de adolescente.