Y era terrible pensar que no había fuga posible, fuera de lo imaginario, en aquel mundo sin escondrijos, de naturaleza domada hacía siglos, donde la sincronización casi total de las existencias hubiera centrado las pugnas en torno a dos o tres problemas puestos en carne viva. Los discursos habían sustituido a los mitos; las consignas a los dogmas.
Hastiado del lugar común fundido en hierro, del texto expurgado y de la cátedra desierta, me acerqué nuevamente al Atlántico con el ánimo de pa sarlo ahora en sentido inverso. Y, dos días antes de mi partida, me vi contemplando una olvidada danza macabra que desarrollaba sus motivos sobre las vigas del osario de San Sinforiano, en Blois. Era una suerte de patio de granja, invadido por las yerbas, de una tristeza de siglos, encima de cuyos pilares se conjugaba, una vez más, el inagotable tema de la vanidad de las pompas, del esqueleto hallado bajo la carne lujuriante, del costillar podrido bajo la casulla del prelado, del tambor atronado con dos tibias en medio de un xilofonante concierto de huesos.
Pero aquí, la pobreza del establo que rodeaba el eterno Ejemplo, la proximidad del río revuelto y turbio, la cercanía de granjas y fábricas, la presencia de cochinos gruñendo como el cerdo de San Antón, al pie de las calaveras talladas en una madera engrisada por siglos de lluvias, daban una singular vigencia a ese retablo del polvo, la ceniza, la nada, situándolo dentro de la época presente. Y los timbales que tanto percuten en el scherzo beethoveniano cobraban una fatídica contundencia, ahora que los asociaba, en mi mente, a la visión del osario de Blois, en cuya entrada me sorprendieron las ediciones de la tarde con la noticia de la guerra.
Los leños eran rescoldos. En una ladera, más arriba del techo y de los pinos, un perro aullaba en la bruma. Alejado de la música por la música misma, regresaba a ella por el camino de los grillos, esperando la sonoridad de un si bemol que ya contaba en mi oído. Y ya nacía, de una queda invitación de fagote y clarinete, la frase admirable del Adagio, tan honda dentro del pudor de su lirismo. Este era el único pasaje de la Sinfonía que mi madre -más acostumbraba a la lectura de habaneras y selecciones de ópera- lograba tocar a veces, por su tiempo pausado, en una transcripción para piano que sacaba de una gaveta de la tienda. Al sexto compás, plácidamente rematado en eco por las maderas, acabo de llegar del colegio, luego de mucho correr para resbalar sobre las pequeñas frutas de los álamos que cubren las aceras. Nuestra casa tiene un ancho soportal de columnas encaladas, situado como un peldaño de escalera, entre los soportales vecinos, uno más alto, otro más bajo, todos atravesados por el plano inclinado de la calzada que asciende hacia la Iglesia de Jesús del Monte, que se yergue allá, en lo alto de los tejados, con sus árboles plantados sobre un terraplén cerrado por barandales. La casa fue antaño de gente señora; conserva grandes muebles de madera oscura, armarios profundos y una araña de cristales biselados que se llena de pequeños arcoiris al recibir un último rayo de sol bajado de las lucetas azules, blancas, rojas, que cierran el arco del recibidor como un gran abanico de vidrio.
Me siento de piernas tiesas en el fondo de un sillón de mecedora, demasiado alto y ancho para un niño, y abro el Epítome de Gramática de la Real Academia, que esta tarde tengo que repasar. Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves agora… rezael ejemplo que ha poco regresó a mi memoria. Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves agora… La negra, allá en el hollín de sus ollas, canta algo que se habla de los tiempos de la Colonia y de los mostachos de la Guardia Civil. Ya se ha pegado la tecla del fa sostenido, como de costumbre, en el piano que toca mi madre. En lo último de la casa hay una habitación a cuya reja trepa un tallo de calabaza. Llamo a María del Carmen, que juega entre las arecas en tiestos, los rosales en cazuela, los semilleros de claveles, de calas, los girasoles del traspatio de su padre el jardinero. Se cuela por el boquete de la cerca de cardón y se acuesta a mi lado, en la cesta de lavandería en forma de barca que es la barca de nuestros viajes. Nos envuelve el olor a esparto, a fibra, a heno, de esta cesta traída, cada semana, por un gigante sudoroso, que devora enormes platos de habas a quien llaman Baudilio.
No me canso de estrechar a la niña entre mis brazos.
Su calor me infunde una pereza gozosa que quisiera alargar indefinidamente. Como se aburre de estar así, sin moverse, la aquieto diciéndole que estamos en el mar. y que falta poco para llegar al muelle; que será aquel baúl de tapa redonda, cubierta de hojalata de muchos colores, a cuya agarradera se amarran las naves. En el colegio me han hablado de sucias posibilidades entre varones y hembras. Las he rechazado con indignación, sabiendo que eran porquerías inventadas por los grandes para burlarse de los pequeños.
El día que me lo dijeron no me atreví a mirar a mi madre de frente. Pregunto ahora a María del Carmen si quiere ser mi mujer, y como responde que sí, la aprieto un poco más, imitando con la voz, para que no se aparte de mí, el ruido de las sirenas de barcos. Respiro mal, me lleno de latidos, y este malestar es tan grato, sin embargo, que no comprendo por qué, cuando la negra nos sorprende así, se enoja, nos saca de la cesta, la arroja sobre un armario y grita que estoy muy grande para esos juegos.
Sin embargo, nada dice a mi madre. Acabo por quejarme a ella, y me responde que es hora de estudiar. Vuelvo al Epítome de Gramática, pero me persigue el olor a fibra, a mimbre, a esparto. Este olor cuyo recuerdo regresa del pasado, a veces, con tal realidad que me deja todo estremecido. Ese olor que vuelvo a encontrar esta noche; junto al armario de las yerbas silvestres, cuando el Adagio concluye sobre cuatro acordes pianissimo, el primero arpegiado, y un estremecimiento, perceptible a través de la transmisión, conmueve la masa coral cuya entrada se aproxima. Adivino el gesto enérgico del director invisible, por el cual se entra, de golpe, en el drama que prepara el advenimiento de la Oda de Schiller.
La tempestad de bronces y de timbales que se desata para hallar, más tarde, un eco de sí misma, encuadra una recapitulación de los temas ya escuchados. Pero esos temas aparecen rotos, lacerados, hechos jirones, arrojados a una especie de caos que es gestación del futuro, cada vez que pretenden alzarse, afirmarse, volver a ser lo que fueron. Esa suerte de sinfonía en ruinas que ahora se atraviesa en la sinfonía total, serie de dramático acompañamiento -pienso yo, con profesional deformación- para un documental realizado en los caminos que me tocara recorrer como intérprete militar, al final de la guerra. Eran los caminos del Apocalipsis, trazados entre paredes rotas de tal manera que parecían los caracteres de un alfabeto desconocido; camino de hoyos rellenados con pedazos de estatuas, que atravesaban abadías sin techo, se jalonaban de ángeles decapitados, doblaban frente a una Ultima Cena dejada a la intemperie por los obuses, para desembocar en el polvo y la ceniza de lo que fuera, durante siglos, el archivo máximo del canto ambrosiano. Pero los horrores de la guerra son obra del hombre. Cada época ha dejado los suyos burilados en el cobre o sombreados por las tintas del aguafuerte. Lo nuevo aquí, lo inédito, lo moderno, era aquel antro del horror, aquella cancillería del horror, aquel coto vedado del horror que nos tocara conocer en nuestro avance: la Mansión del Calofrío, donde todo era testimonio de torturas, exterminios en masa, cremaciones, entre murallas salpicadas de sangre y de excrementos, montones de huesos, dentaduras humanas arrinconadas a paletadas, sin hablar de las muertes peores, logradas en frío, por manos enguantadas de caucho, en la blancura aséptica, neta, luminosa, de las cámaras de operaciones. A dos pasos de aquí, una humanidad sensible y cultivada -sin hacer caso del humo abyecto de ciertas chimeneas, por las que habían brotado, un poco antes, plegarias aulladas en yiddish- seguía coleccionando sellos, estudiando las glorias de la raza, tocando pequeñas músicas nocturnas de Mozart, leyendo La Sirenita de Andersen a los niños.