Esto otro también era nuevo, siniestramente moderno, pavorosamente inédito. Algo se derrumbó en mí la tarde en que salí del abominable parque de iniquidades que me esforzara en visitar para cerciorarme de su posibilidad, con la boca seca y la sensación de haber tragado un polvo de yeso. Jamás hubiera podido imaginar una quiebra tan absoluta del hombre de Occidente como la que se había estampado aquí en residuos de espanto. De niño me habían aterrorizado las historias que entonces corrían acerca de las atrocidades cometidas por Pancho Villa, cuyo nombre se asociaba en mi memoria a la sombra velluda y nocturnal de Mandinga. «Cultura obliga», solía decir mi padre ante las fotos de fusilamientos que entonces difundía la prensa, traduciendo, con ese lema de una nueva caballería del espíritu, su fe en el ocaso de la iniquidad por obra de los Libros.
Maniqueísta a su manera, veía el mundo como el campo de una lucha entre la luz de la imprenta y las tinieblas de una animalidad original, propiciadora de toda crueldad en quienes vivían ignorantes de cátedras, músicas y laboratorios. El Mal, para él, estaba personificado por quien, al arrimar sus enemigos al paredón de las ejecuciones, remozaba, al cabo de los siglos, el gesto del príncipe asirio cegando a sus prisioneros con una lanza, o del feroz cruzado que emparedara a los cátaros en las cavernas del Mont-Segur. El Mal, del que estaba ya librada la Europa de Beethoven, tenía su último reducto en el Continente-de-poca-Historia… Pero luego de haberme visto en la Mansión del Calofrío, en este campo imaginado, creado, organizado por gente que sabía de tantas cosas nobles, los disparos de los Charros de Oro, las ciudades tomadas a porfía, los trenes descarrilados entre cactos y chumberas, las balaceras en noche de mitote, me parecían alegres estampas de novela de aventura, llenas de sol de cabalgatas, de viriles alardes, de muertes limpias sobre el cuero sudado de las monturas, junto al rebozo de las soldaderas recién paridas a orillas del camino.
Y lo peor fue que la noche de mi encuentro con la más fría barbarie de la historia, los victimarios y guardianes, y también los que se llevaban los algodones ensangrentados en cubos, y los que tomaban notas en sus cuadernos forrados de hule negro, que estaban presos en un hangar, se dieron a cantar después del rancho. Sentado en mi camastro, sacado del sueño por el asombro, les oía cantar lo mismo que ahora, levantados por un lejano gesto del director, cantaban los del coro:
Freunde, schöner Götterfunken,
Tochter aus Elysium!
Wir betreten feuertrunken,
Himmlische, dein Heiligtum.
Por fin había alcanzado la Novena Sinfonía, causa de mi viaje anterior, aunque no ciertamente donde mi padre la hubiera situado. ¡Alegría! El más bello fulgor divino, hija del Elíseo. Ebrios de tu fuego penetramos, ¡oh Celestial!, en tu santuario… Todos los hombres serán hermanos donde se cierne tu vuelo suave. Las estrofas de Schiller me laceraban a sarcasmos. Eran la culminación de una ascensión de siglos durante la cual se había marchado sin cesar hacia la tolerancia, la bondad, el entendimiento de lo ajeno. La Novena Sinfonía era el tibio hojaldre de Montaigne, el azur de la Utopía, la esencia del Elzevir, la voz de Voltaire en el proceso Calas.
Ahora crecía, henchido de júbilo, el alie Menschen werden Brüder wo dein sanfter Flügel weilt, como la noche aquella en que perdí la fe en quienes mentían al hablar de sus principios, invocando textos cuyo sentido profundo estaba olvidado. Por pensar menos en la Danza Macabra que me envolvía cobré mentalidad de mercenario, dejándome arrastrar por mis compañeros de armas a sus tabernas y burdeles.
Me di a beber como ellos, sumiéndome en una suerte de inconsciencia mantenida del lado de acá del traspié, que me permitió acabar la campaña sin entusiasmarme por palabras ni hechos. Nuestra victoria me dejaba vencido. No logró admirarme siquiera la noche pasada en la utilería del teatro de Bayreuth, bajo una wagneriana zoología de cisnes y caballos colgados del cielo raso, junto a un Fafner deslucido por la polilla, cuya cabeza parecía buscar amparo bajo mi camastro de invasor. Y fue un hombre sin esperanza quien regresó a la gran ciudad y entró en el primer bar para acorazarse de antemano contra todo propósito idealista. El hombre que trató de sentirse fuerte en el robo de la mujer ajena, para volver, en fin de cuentas, a la soledad del hecho no compartido. El hombre llamado Hombre que, la mañana anterior, aceptaba todavía la idea de estafar con instrumentos de rastro a quien hubiera puesto en él su confianza… Y me aburre, de pronto, esta Novena Sinfonía con sus promesas incumplidas, sus anhelos mesiánicos, subrayados por el feriante arsenal de la «música turca» que tan populacheramente se desata en el prestís simo final. No espero el maestoso Tochter aus Elysium! Freude schóner Gotterfunken del exordio. Corto la transmisión, preguntándome cómo he podido escuchar la partitura casi completa, con momentos de olvido de mí mismo, cuando las asociaciones de recuerdos no me absorbían demasiado. Mi mano busca un cohombro cuya frialdad parece salirle de tras de la piel; la otra sopesa el verdor de un ají que rompe el pulgar para bañarse del zumo que luego recoge la boca con deleite. Abro el armario de las plantas y saco un puñado de hojas secas, que aspiro largamente. En la chimenea late aún, en negro y rojo, como algo viviente, un último rescoldo. Me asomo a una ventana: los árboles más próximos se han perdido en la niebla. El ganso del traspatio desenvaina la cabeza de bajo el ala y entreabre el piso, sin acabar de despertarse. En la noche ha caído un fruto.
X
(Martes, 12)
Cuando Mouche salió de la habitación, poco después del alba, parecía más cansada que la víspera.
Habían bastado las incomodidades de un día de rodar por carreteras difíciles, el lecho duro, la necesidad de madrugar, de someter el cuerpo a una disciplina, para provocar una suerte de descoloramiento de su persona. Quien tan piafante y vivaz se mostraba en el desorden de nuestras noches de allá, era aquí la estampa del desgano. Parecía que se hubiera empañado la claridad de su cutis, y mal guardaba un pañuelo sus cabellos que se le iban en greñas de un rubio como verdecido. Su expresión de desagrado la avejentaba de modo sorprendente, adelgazando, con fea caída de las comisuras, unos labios que los malos espejos y la escasa luz no le permitían pintar debidamente. Durante el desayuno, por distraerla, le hablé de la viajera a quien había conocido la noche anterior. En eso llegó la aludida, toda temblorosa, riendo de su temblor, pues había ido a asearse a una fuente cercana con las mujeres de la casa. Su cabellera, torcida en trenzas en torno a la cabeza, goteaba todavía sobre su rostro mate.
Se dirigió a Mouche con familiaridad, tuteándola como si la conociera de mucho tiempo, en preguntas que yo iba traduciendo. Cuando subimos al autobús, las dos mujeres habían concertado un lenguaje de gestos y palabras sueltas que les bastaba para entenderse.