En ambos casos hay que ajustarse a tiempos inmutables.
Aquí, los viajes del hombre se rigen por el Código de los Lluvias. Observo ahora que yo, maniático medidor del tiempo, atento al metrónomo por vocación y al cronógrafo por oficio, he dejado, desde hace días, de pensar en la hora, relacionando la altura del sol con el apetito o el sueño. El descubrimiento de que mi reloj está sin cuerda me hace reír a solas, estruendosamente, en esta llanura sin tiempo, Hay un revuelo de codornices a mi alrededor: el patrón del Manatí me reclama a bordo, con gritos que parecen salomas, levantando graznidos en todas partes. Vuelvo a acostarme sobre las pacas de forraje, bajo el ancho toldo de lona, con los sementales a un lado y las negras cocineras al otro. Por las negras sudorosas que majan ajíes cantando, los toros en celo y el acre perfume de la alfalfa, reina, donde me hallo, un olor que me tiene como ebrio. Nada hay en ese olor que pueda calificarse de agradable.
Y, sin embargo, me tonifica, como si su verdad respondiera a una oculta necesidad de mi organismo.
Me ocurre algo parecido a lo del campesino que regresa a la granja paterna, después de pasar algunos años en la ciudad, y se echa a llorar de emoción al husmear la brisa que huele a estiércol. Algo de esto había -reparo en ello ahora- en el traspatio de mi infancia: también allí una negra sudorosa majaba ajíes cantando, y había reses que pastaban más lejos. Y había sobre todo -¡sobre todo!- aquella cesta de esparto, barco de mis viajes con María del Carmen, que olía como esta alfalfa en que hundo el rostro con un desasosiego casi doloroso. Mouche, cuya hamaca está colgada donde más bate la brisa, charla con el minero griego, sin saber de este lugar que tiene de desván y de escondrijo. Rosario, en cambio, se trepa a menudo al montón de pacas, nada molesta por algún chubasco que trasuda de la lona, poniendo frescor en el pasto recién cortado. Se acuesta a alguna distancia de mí y sonríe mordiendo una fruta. Me asombra el valor de esa mujer, que realiza sola, sin vacilaciones ni miedos, un viaje que los directores del Museo para quienes trabajo consideran como una muy riesgosa empresa. Este sólido temple de las hembras parece cosa muy corriente aquí. En la popa se está bañando, con baldes de agua derramados sobre el camisón floreado, una mulata de cuerpo adolescente que va a reunirse con su amante, buscador de oro, en las cabeceras de un afluente casi inexplorado. Otra, vestida de luto, va a probar fortuna, como prostituta -con la esperanza de pasar de prostituta a «comprometida»- en un villorrio próximo a la selva, donde todavía se conocen hambrunas en los meses de crecientes e inundaciones.
Me pesa cada vez más haber traído a Mouche en este viaje. Yo hubiera querido mezclarme mejor con la tripulación, comiendo del matalotaje que creen demasiado tosco para paladares finos; convivir más estrechamente con esas mujeres sólidas y resueltas, haciéndoles contar sus historias. Pero, sobre todo, hubiera querido acercarme más libremente a Rosario, cuya entidad profunda escapa a mis medios de indagación aguzados por el trato de las mujeres, bastante semejantes entre sí, que hasta ahora me fuera dado conocer. A cada paso temo ofenderla, molestarla, llegar demasiado lejos en la familiaridad o hacerla objeto de atenciones que puedan parecerle tontas o pocos viriles. A veces pienso que un rato de aislamiento entre los estrechos corrales de las bestias, allí donde nadie puede vernos, exige una acometida brutal de mi parte; todo parece invitarme a ello, y, sin embargo, no me atrevo. Observo, no obstante, que a bordo, los hombres tratan a las mujeres con una suerte de rudeza irónica y desenfadada que parece agradarles. Pero esa gente tiene reglas, santos y señas, manera de hablar, que yo ignoro. Ayer, al ver una camisa de alta factura, que yo había comprado en una de las tiendas más famosas del mundo, Rosario se echó a reír, afirmando que tales prendas eran más propias de hembras.
Junto a ella me desasosiega continuamente el temor al ridículo, ridículo ante el cual no vale pensar que los otros «no saben», puesto que son ellos, aquí los que saben. Mouche ignora que si aún parezco celarla, si finjo que me importan sus coloquios con el griego, es porque me imagino que Rosario me cree en el deber de vigilar un poco a quien comparte conmigo los azares del viaje. A veces llego a creer que una mirada, un ademán, una palabra cuyo sentido no me resulta claro, fijan una cita. Me trepo a lo alto de las pacas y espero. Pero es precisamente cuando habré de esperar en vano. Braman los toros en celo, cantan las negras para retar y enardecer a los marineros; el olor de la alfalfa me emborracha. Con las sienes y el sexo llenos de latidos, cierro los ojos para caer en el exasperante absurdo de los sueños eróticos.
A la puesta del sol atracamos junto a un tosco muelle de pilones plantados en el barro. Al penetrar en un pueblo donde mucho se hablaba de coleadas y manganas, advertí que habíamos llegado a las Tierras del Caballo. Era, ante todo, ese olor a pista de circo, a sudor de ijares, que por tanto tiempo anduvo por el mundo, pregonando la cultura con el relincho.
Era ese martilleo de sonido mate que me anunció la proximidad del herrero, aún atareado sobre sus yunques y fuelles, pintado en sombra, con su mandil de cuero, ante las llamas de la fragua. Era el bullir de la herradura al rojo apagada en. el agua fría, y la canción que rimaba la hincada de los clavos en el casco. Y era luego el gualtrapear nervioso del corcel con zapatos nuevos, aún temeroso de resbalar sobre las piedras, y los encabritamientos y resabios, logrados a brida, ante la joven asomada a su ventana, luciendo una cinta en el pelo. Con el caballo había reaparecido la talabartería, perfumada de cueros, fresca de cordobanes, con sus operarios atareados bajo colgaduras de cinchas, estribos vaqueros, arciones de guadamecí y cabezadas para domingos con tachuelas de plata en la frontolera. En las Tierras del Caballo parecía que el hombre fuera más hombre.
Volvía a ser dueño de técnicas milenarias que ponían sus manos en trato directo con el hierro y el pellejo, le enseñaban las artes de la doma y la monta, desarrollando destrezas físicas de que alardear en días de fiesta, frente a las mujeres admiradas de quien tanto sabía apretar con las piernas, de quien tanto sabía hacer con los brazos. Renacían los juegos machos de amansar al garañón relinchante y colear y derribar al toro, la bestia solar, haciendo rodar su arrogancia en el polvo. Una misteriosa solidaridad se establecía entre el animal de testículos bien colgados, que penetraba sus hembras más hondamente que ningún otro, y el hombre, que tenía por símbolo de universal coraje aquello que los escultores de estatuas ecuestres tenían que modelar y fundir en bronce, o tallar en mármol, para que el corcel de buen ver respondiera por el Héroe sobre él montado, dando buena sombra a los enamorados que se daban cita en los parques municipales. Gran reunión de hombres había en las casas de muchos caballos cabeceando en los soportales; pero donde un solo caballo aguardaba en la noche, medio oculto entre malezas, debía el amo haberse quitado las espuelas para entrar más quedo en la casa donde le aguardaba una sombra. Me resultaba interesante observar ahora que, luego de haber sido la máxima fortuna del hombre de Europa, su máquina de guerra, su vehículo, su mensajero, el pedestal de sus próceres, el adorno de sus metopas y arcos de triunfo, el caballo alargaba en América su grande historia, pues sólo en el Nuevo Mundo seguía desempeñando cabalmente y en tan enorme escala sus oficios seculares. De haberse dejado en claro sobre los mapas, como las tierras ignotas de medioevo, las Tierras del Caballo blanquearían la cuarta parte del hemisferio, evidenciándose la magna presencia de la Herradura en un ámbito donde la Cruz de Cristo hiciera su entrada a caballo, no arrastrada, sino enhiesta, llevada en alto por hombres que fueron tomados por centauros.
XII
(Jueves, 14)
Reanudamos la navegación con la luna llena, pues el patrón tenía que recoger a un capuchino en el puerto de Santiago de los Aguinaldos, en la orilla opuesta del río, y quería salvar en horas de la mañana un paso de raudales particularmente impetuosos, aprovechándose la tarde para hacer algún alijo. Cumplido el propósito, con magistral manejo del timón y una que otra peña sorteada a la pértiga, me hallé aquel mediodía en una prodigiosa ciudad en ruinas. Eran largas calles, desiertas, de casas deshabitadas, con las puertas podridas, reducidas a las jambas o al cabestrillo, cuyos tejados musgosos se hundían a veces por el mero centro, siguiendo la rotura de una viga maestra, roída por los comejenes, ennegrecida de escarzos. Quedaba la columnata de un soportal cargando con los restos de una cornisa rota por las raíces de una higuera. Había escaleras sin principio ni fin, como suspendidas en el vacío, y balcones ajemizados, colgados de un marco de ventana abierto sobre el hielo. Las matas de campanas blancas ponían ligereza de cortinas en la vastedad de los salones que aún conservaban sus baldosas rajadas, y eran oros viejos de aromos, encarnado de flores de Pascuas en los rincones oscuros, y cactos de brazos en candelera que temblaban en los corredores, en el eje de las corrientes de aire, como alzados por manos de invisibles servidores. Había hongos en los umbrales y cardones en las chimeneas. Los árboles trepaban a lo largo de los paredones, hincando garfios en las hendeduras de la mampostería, y de una iglesia quemada quedaban algunos contrafuertes y archivoltas y un arco monumental, presto a desplomarse, en cuyo tímpano divisábanse aún, en borroso relieve, las figuras de un concierto celestial, con ángeles que tocaban el bajón, la tiorba, el órgano de tecla, la viola y las maracas. Esto último me dejó tan admirado que quise regresar al barco en busca de lápiz y papel, para revelar al Curador, por medio de algunos croquis, esta rara referencia organográfica. Pero en ese instante sonaron tambores y agudas flautas y varios Diablos aparecieron en una esquina de la plaza, dirigiéndose a una mísera iglesia, de yeso y ladrillo, situada frente a la catedral incendiada. Los danzantes tenían las caras ocultas por paños negros, como los penitentes de cofradías cristianas; avanzaban lentamente, a saltos cortos, detrás de una suerte de jefe y bastonero que hubiera podido oficiar de Belcebú de Misterio de la Pasión, de Tarasca y de Rey de los Locos, por su máscara de demonio con tres cuernos y hocico de marrano. Una sensación de miedo me demudó ante aquellos hombres sin rostro, como cubiertos por el velo de los parricidas; ante aquellas máscaras, salidas del misterio de los tiempos, para perpetuar la eterna afición del hombre por el Falso Semblante, el disfraz, el fingirse animal, monstruo o espíritu nefando. Los extraños danzantes llegaron a la puerta de la iglesia y golpearon repetidas veces con la aldaba. Largo tiempo permanecieron de pie ante la puerta cerrada, llorando y plañendo. Pero, de súbito, los batientes se abrieron con estrépito y en una nube de incienso apareció el Apóstol Santiago, hijo de Zebedeo y Salomé, montado en un caballo blanco que los fieles llevaban en hombros. Ante su corona de oro retrocedieron los diablos despavoridos, como atacados de convulsiones, tropezando unos con otros, cayendo, rodando en tierra. Detrás de la imagen había brotado un himno, apoyado, en vieja sonoridad de sacabuche y chirimía, con un clarinete y un trombón: