Sumite psalmum, et date tympanum:
Psalterium jocundum cum cítara.
Buccinate in Neomenia tuba
In insigni dei solemnitatis vestrae.
XIII
(Viernes, 15 de junio)
Cuando llegados a Puerto Anunciación -a la ciudad húmeda, siempre asediada por vegetaciones a las que se libraba, desde hacía centenares de años, una guerra sin ventajas- comprendí que habíamos dejado atrás las Tierras del Caballo para entrar en las Tierras del Perro. Ahí, detrás de los últimos tejados, se erguían los primeros árboles de la selva aún distante, sus avanzadas, sus centinelas soberbios, más obeliscos que árboles, todavía esparcidos, alejados unos de otros, sobre la vastedad fragosa del arcabuco enrevesado de maniguas, cuya rastrera feracidad borraba los senderos en una noche. Nada tenía que hacer el caballo en un mundo ya sin caminos.
Y más allá de la verde masa que cerraba los rumbos del sur, las veredas y picas se hundían bajo un tal peso de ramas que no admitían el paso de un jinete.
El Perro, en cambio, cuyos ojos estaban a la altura de las rodillas del hombre, veía cuanto se ocultaba al pie de las malangas engañosas, en la oquedad de los troncos caídos, entre las hojas podridas; el Perro de hocico tenso, de olfato agudo, en cuyo lomo se escribía el peligro en signos de pelo erizado, había mantenido, a través del tiempo, los términos de su alianza primera con el Hombre. Porque era ya un pacto el que ligaba aquí al Perro con el Hombre: un mutuo complemento de poderes, que les hacía trabajar en hermandad. El Perro aportaba los sentimientos que su compañero de caza tenía atrofiados, los ojos de su nariz, su andar en cuatro patas, su socorrido aspecto de animal entre los otros animales, a cambio del espíritu de empresa, de las armas, del remo, de la verticalidad, que el otro maniobraba. El Perro era el único ser que compartía con el Hombre los beneficios del fuego, arrogándose, en este acercamiento a Prometeo, el derecho de tomar el partido del Hombre en cualquier guerra librada al Animal.
Por ello, aquella ciudad era la Ciudad del Ladrido.
En los zaguanes, detrás de las rejas, debajo de las mesas, los perros estiraban las patas, husmeaban, escarbaban, avisaban. Se sentaban en la proa de las barcas, corrían por los tejados, vigilaban el punto de los asados, asistían a todas las reuniones y actos colectivos, iban a la iglesia: y tanto iban que una vieja ordenanza colonial, nunca observada porque a nadie interesaba, erigía un cargo de perrero para que arrojara a los perros del templo «en todos los sábados y en las vigilias de fiestas que las tuvieran».
En noches de luna, los perros se entregaban a su adoración en un vasto coro de aullidos que no se interpretaba ya, por costumbre, como lúgubre presagio, aceptándose el consiguiente desvelo con la tolerancia resignada que ha de tenerse frente a los ritos algo engorrosos de parientes que practican una religión distinta de la nuestra.
El lugar que llamaban posada, en Puerto Anunciación, era un antiguo cuartel de paredes resquebrajadas, cuyas habitaciones daban a un patio lleno de lodo donde se arrastraban grandes tortugas, presas allí en previsión de días de penuria. Dos catres de lona y un banco de madera constituían todo el moblaje, con un pedazo de espejo sujeto al dorso de la puerta con tres clavos mohosos. Como la luna acababa de aparecer sobre el río, había vuelto a levantarse, luego de un descanso, la ululante antífona de los canes -desde los gigantescos árboles plateados de la misión franciscana hasta las islas pintadas en negro-, con inesperados responsos en la otra orilla. Mouche, de pésimo humor, no se resolvía a admitir que habíamos dejado la electricidad a nuestras espaldas, que aquí se estaba todavía en época del quinqué y de la vela, y que no había siquiera una farmacia donde comprar cosas útiles al cuidado de su persona. Mi amiga tenía la astucia de callarse las atenciones que prodigaba constantemente a su semblante y a su cuerpo, para que los extraños la creyeran por encima de tales vanidades femeninas, indignas de una intelectual, con lo que daba a entender, de paso, que su juventud y natural belleza le bastaban para ser atractiva. Conociendo esa estrategia suya, me había divertido en observarla muchas veces desde lo alto de las pacas de esparto, notando con maligna ironía cuán a menudo se examinaba en un espejo, frunciendo el ceño con despecho. Ahora me asombraba de cómo la materia misma de su figura, la carne de que estaba hecha, parecía haberse marchitado desde el despertar de aquella última jornada de navegación. El cutis, maltratado por aguas duras, se le había enrojecido, descubriendo zonas de poros demasiado abiertos en la nariz y en las sienes. El pelo se le había vuelto como de estopa, de un rubio verde, desigualmente matizado, revelándome lo mucho que debía su cobrizo relumbre habitual al manejo de inteligentes coloraciones. Bajo una blusa manchada por resinas raras, caídas de las lonas, su busto parecía menos firme, y mal sosnían el barniz unas uñas rotas por el constante agarrarse de algo que nos impusiera la vida en una cubierta atestada de baldes y barriles, del galpón flotante que había sido nuestro barco. Sus ojos de un castaño lindamente jaspeado en verde y amarillo, reflejaban un sentimiento que era mezcla de aburrimiento, cansancio, asco a todo, latente cólera por no poder gritar hasta qué punto le resultaba intolerable este viaje emprendido por ella, sin embargo, con frases de alto júbilo literario. Porque la víspera de nuestra partida -lo recordaba yo ahora- había invocado el consabido anhelo de evasión, dotando la gran palabra Aventura de todas sus implicaciones de «invitación al viaje», fuga de lo cotidiano, encuentros fortuitos, visión de Increíbles Floridas de poeta alucinado.
Y hasta ahora -para ella, que permanecía ajena a las emociones que tanto me deleitaban cada día, devolviéndome sensaciones olvidadas desde la infancia-, la palabra Aventura sólo había significado un encierro forzoso en el hotel ciudadano, la visión de panoramas de una grandeza monótona y reiterada, un trasladarse sin peripecias, arrastrándose la fatiga de noches sin lámpara de cabecera, rotas en el primer sueño por el canto de los gallos. Ahora, abrazada a sus propias rodillas, sin molestarse por lo que el desorden de sus faldas dejaba al desgaire, se mecía suavemente en medio del camastro, tomando pequeños sorbos de aguardiente en un jarro de hojalata. Hablaba de las pirámides de México y de las fortalezas incaicas -que sólo conocía por imágenes -, de las escalinatas de Monte Albán y de las aldeas de barro cocido de los Hopi, lamentando que, en este país, los indios no hubieran levantado semejantes maravillas. Luego, adoptando el lenguaje «enterado», categórico, poblado de términos técnicos, tan usado por la gente de nuestra generación -y que yo calificaba, para mí, de «tono economista»-, comenzó a hacer un proceso de la manera de vivir de la gente de acá, de sus prejuicios y creencias, del atraso de su agricultura, de las falacias de la minería, que la llevó, desde luego, a hablar de la plusvalía y de la explotación del hombre por el hombre.
Por llevarle la contraria, le dije que, precisamente, si algo me estaba maravillando en este viaje era el descubrimiento de que aún quedaban inmensos territorios en el mundo cuyos habitantes vivían ajenos, a las fiebres del día, y que aquí, si bien muchísimos individuos se contentaban con un techo de fibra, una alcarraza, un budare, una hamaca y una guitarra, pervivía en ellos un cierto animismo, una conciencia de muy viejas tradiciones, un recuerdo vivo de ciertos mitos que eran, en suma, presencia de una cultura más honrada y válida, probablemente, que la que se nos había quedado allá.
Para un pueblo era más interesante conservar la memoria de la Canciónde Rolando que tener agua caliente a domicilio. Me agradaba que aún quedaran hombres poco dispuestos a trocar su alma profunda por algún dispositivo automático que, al abolir el gesto de la lavandera, se llevaba también sus canciones, acabando, de golpe, con un folklore milenario.