Fingiendo que no me hubiera oído, o que mis palabras no tenían el menor interés, Mouche afirmó que aquí no había cosa de mérito que ver o estudiar; que este país no tenía historia ni carácter, y, dando su decisión por sentencia, habló de partir mañana al alba, ya que nuestro barco, navegando esta vez a favor de la corriente, podía cubrir la jornada del regreso en poco más de un día. Pero ahora me importaban poco sus deseos. Y como esto era muy nuevo en mí, cuando le declaré secamente que pensaba cumplir con la Universidad, llegando hasta donde pudiera encontrar los instrumentos musicales cuya busca me era encomendada, mi amiga, de súbito, montó en cólera, tratándome de burgués. Ese insulto -¡bien lo conocía yo!- era un recuerdo de la época en que muchas mujeres de su formación se hubieran proclamado revolucionarias para gozar de las intimidades de una militancia que arrastraba a no pocos intelectuales interesantes, y entregarse a los desafueros del sexo con el respaldo de ideas filosóficas y sociales, luego de haberlo hecho al amparo de las ideas estéticas de ciertas capillas literarias.
Siempre atenta a su bienestar, colocando por encima de todo sus placeres y pequeñas pasiones, Mouche me resultaba el arquetipo de la burguesa.
Sin embargo, calificaba de burgués, como supremo denuesto, a todo el que intentara oponer a su criterio algo que pudiera vincularse con ciertos deberes o principios molestos, no transigiera con ciertas licencias físicas, encerrara preocupaciones de tipo religioso o reclamara un orden. Ya que mi empeño de quedar bien con el Curador y, por ende, con mi conciencia, se atravesaba en su camino, tal propósito tenía, por fuerza, que ser calificado por ella de burgués.
Y se levantaba ahora del camastro, con las greñas en la cara, alzando sus pequeños puños a la altura de mis sienes en una gesticulación rabiosa que yo veía por primera vez. Gritaba que quería estar en Los Altos cuanto antes; que necesitaba el frío de las cumbres para reponerse; que allí es donde pasaríamos el tiempo que me quedara de vacaciones.
De súbito, el nombre de Los Altos me enfureció, recordándome la turbia solicitud con que la pintora canadiense hubiera rodeado a mi amiga. Y aunque ya solía cuidarme de proferir palabras excesivas en las discusiones con ella, esta noche, gozándome de verla fea a la luz del quinqué, sentía una nerviosa necesidad de herirla, de vapulearla, para largar un lastre de viejos rencores acumulados en lo más hondo de mí mismo. A modo de comienzo empecé por insultar a la canadiense, calificándola de algo que tuvo el efecto de actuar sobre Mouche como una hincada de alfiler al rojo. Dio un paso atrás y me arrojó el jarro de aguardiente a la cabeza, fallándome por un canto de baraja. Asustada de lo hecho volvía ya hacia mí con las manos arrepentidas, pero mis palabras, autorizadas por su violencia, habían roto las amarras: le gritaba que había dejado de amarla, que su presencia me era intolerable, que hasta su cuerpo me asqueaba. Y tan tremenda debió sonarle esa voz desconocida, asombrosa para mí mismo, que huyó al patio corriendo, como si algún castigo hubiera de suceder a las palabras. Pero, olvidada del fango, resbaló brutalmente, y cayó en la charca llena de tortugas. Al sentirse sobre los carapachos mojados, que empezaron a moverse como las armaduras de guerreros sorbidos por una tembladera, dio un aullido de terror que despertó a las jaurías por un tiempo calladas. En medio del más universal concierto de ladridos metí a Mouche en la habitación, le quité las ropas hediondas a cieno y la bañé de pies a cabeza con un grueso paño roto.
Y luego de hacerle beber un gran trago de aguardiente la arropé en su catre y marché a la calle sin hacer caso de sus llamadas ni sollozos. Quería -necesitaba- olvidarme de ella por algunas horas.
En una taberna cercana hallé al griego bebiendo enormemente en compañía de un hombrecito de cejas enmarañadas, a quien me presentó como el Adelantado, advirtiéndome que el perro amarillo que a su lado lamía cerveza en una jicara era un notable sujeto que atendía al nombre de Gavilán. Ahora, el minero celebraba la suerte que me ponía en relación, tan fácilmente, con individuo muy poco visible en Puerto Anunciación. Cubriendo territorios inmensos -me explicaba-, encerrando montañas, abismos, tesoros, pueblos errantes, vestigios de civilizaciones desaparecidas, la selva era, sin embargo, un mundo compacto entero, que alimentaba su fauna y sus hombres, modelaba sus propias nubes, armaba sus meteoros, elaboraba sus lluvias: nación escondida, mapa en clave, vasto país vegetal de muy pocas puertas. «Algo así como el Arca de Noé, donde cupieron todos los animales de la tierra, pero sólo tenía una puerta pequeña», acotó el hombrecito. Para penetrar en ese mundo, el Adelantado había tenido que conseguirse las llaves de secretas entradas; sólo él conocía cierto paso entre dos troncos, único en cincuenta leguas, que conducía a una angosta escalinata de lajas por la que podía descenderse al vasto misterio de los grandes barroquismos telúricos. Sólo él sabía dónde estaba la pasarela de bejucos que permitía andar por debajo de la cascada, la poterna de hojarasca, el paso por la caverna de los petroglifos, la ensenada oculta, que conducían a los corredores practicables. El descifraba el código de las ramas dobladas, de las incisiones en las cortezas, de la rama-no-caída-sino-colocada. Desaparecía durante muchos meses, y cuando menos se le recordaba surgía por un boquete abierto en la muralla vegetal, trayendo cosas. Era, alguna vez, un cargamento de mariposas, o pieles de lagartos, sacos llenos de plumas de garza, pájaros vivos que silbaban de extraña manera, o piezas de alfarería antropomorfa, enseres líricos, cesterías raras, que podían interesar a algún forastero. Cierta vez había reaparecido, tras de una larga ausencia, seguido por veinte indios que traían orquídeas. El nombre de Gavilán se debía a la habilidad del perro en agarrar aves que llevaba al amo sin arrancarles una pluma, a fin de ver si presentaban algún interés para el negocio común. Aprovechando que el Adelantado, llamado desde la calle, se separara de nosotros para saludar al Pescador de Toninas, que andaba de diligencias que algunos de sus cuarenta y dos hijos naturales, el griego, hablando ligero, me dijo que, según la opinión general, el extraordinario personaje había dado, en sus andanzas, con un prodigioso yacimiento de oro cuyo arrumbamiento, desde luego, tenía en gran secreto.
Nadie se explicaba por qué, cuando aparecía con cargadores, éstos regresaban en seguida con más fardaje que el requerido por el sustento de pocos hombres, llevando, además, algún verraco de cría, telas, peines, azúcar y otras cosas de escasa utilidad para quien navega por caños remotos. Esquivaba las preguntas de cuantos lo interrogaban al respecto y volvía a meter a sus indios en la maleza, a gritos, sin dejarlos vagar por la población. Se decía que debía estar explotando una veta con ayuda de gente perseguida por la justicia, o que se valía de cautivos comprados a una tribu guerrera, o que se había hecho el rey de un palenque de negros huidos al monte hacía trescientos años, y que, según afirmaban algunos, tenían un pueblo defendido por estacadas donde siempre retumbaba un trueno de tambores.
Pero ya regresaba el Adelantado, y el minero, para mudar rápidamente de conversación, habló del objeto de mi viaje. Acostumbrado al trato de personas animadas por propósitos singulares, amigo de un raro herborizador llamado Montsalvatje, de quien hacía grandes elogios, el Adelantado me dijo que podría hallar los instrumentos requeridos en las primeras aldehuelas de una tribu que vivía, a tres jornadas de río, en las orillas de un caño llamado El Pintado, por el siempre tornadizo color de sus aguas revueltas. Como lo interrogaba ahora acerca de ciertos ritos primitivos, me enumeró todos los objetos para hacer música que llevaba en la memoria, haciendo sonar, con onomatopeyas afinadas por el aguardiente y gestos de quien los tocara, una serie de tambores de tronco, flautas de hueso, trompas de cuerno y cráneo, jarras-para-bramar-en-funerales y panderos de medicina. En eso estábamos, cuando apareció fray Pedro de Henestrosa con la noticia de que el padre de Rosario acabada de morir. Algo afectado por la brusquedad de la nueva, aunque espoleado, a la vez, por el deseo de ver a la joven, de quien nada sabía desde nuestra llegada, me encaminé hacia la esquina del deceso, por calles en cuyo centro corrían arroyos turbios, en compañía del griego, el capuchino y el Adelantado, seguidos de Gavilán, que nunca faltaba a un velorio cuando estaba en la población.