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Aprovechando que Mouche anduviera delante de nosotros por el camino de la fronda, me dijo rápidamente, como quien revela un grave secreto, que las flores traídas por mi amiga no crecían en los peñones de Piedras Negras, sino en una isla frondosa, primitivo asiento de una misión abandonada, que me señalaba con la mano. Iba a pedirle mayores aclaraciones, pero ella, a partir de ese instante, cuidó de no permanecer sola conmigo, hasta que nos vimos instalados en la curiara de los caucheros. Luego de salvar el atajo a la pértiga, la barca avanzaba ahora, río arriba, bordeando un tanto para esquivar el empuje poderoso de la corriente. Sobre la vela triangular, de galera antigua, muy desprendida del mástil, se reflejaban las luces del poniente. En esta antesala de la Selva, el paisaje se mostraba a la vez solemne y sombrío.

En la orilla izquierda se veían colinas negras, pizarrosas, estriadas de humedad, de una sobrecogedora tristeza. En sus faldas yacían bloques de granito en forma de saurios, de dantas, de animales petrificados.

Una mole de tres cuerpos se erguía en la quietud de un estero con empaque de cenotafio bárbaro, rematada por una formación oval que parecía una gigantesca rana en trance de saltar. Todo respiraba el misterio en aquel paisaje mineral, casi huérfano de árboles. De trecho en trecho había amontonamientos basálticos, monolitos casi rectangulares, derribados entre matojos escasos y esparcidos, que parecían las ruinas de templos muy arcaicos, de menhires y dólmenes -restos de una necrópolis perdida, donde todo era silencio e inmovilidad -. Era como si una civilización extraña, de hombres distintos a los conocidos, hubiera florecido allí, dejando, al perderse en la noche de las edades, los vestigios de una arquitectura creada con fines ignorados. Y es que una ciega geometría había intervenido en la dispersión de esas lajas erguidas o derribadas que descendían, en series, hacia el río: series rectangulares, series en colada plana, series mixtas, unidas entre sí por caminos de baldosas jalonadas de obeliscos rotos. Había islas, en medio de la corriente, que eran como amontonamientos de bloques erráticos, como puñados de inconcebibles guijarros dejados aquí, allá, por un fantástico despedazador de montañas. Y cada uno de esas islas reavivaba en mí el latido de una idea fija -dejada por la rara aclaración de Rosario-. Al fin pregunté, como distraídamente, por la isla de la misión abandonada.

«Es Santa Prisca», dijo fray Pedro, con ligero rubor.

«San Príapo debían llamarla», carcajeó al punto el Adelantado, entre las risas de las caucheros. Supe así que, desde hacía años, las paredes ruinosas del antiguo asiento franciscano albergaban las parejas que en el pueblo no hallaban donde holgarse. Tantas fornicaciones se habían sucedido en aquel lugar -afirmaba el del timón- que el mero hecho de aspirar el olor a humedad, a hongos, a lirios salvajes, que allí reinaba, bastaba para enardecer al hombre más austero, aunque fuese capuchino. Me fui a la proa, junto a Rosario, que parecía leer la historia de Genoveva de Brabante. Mouche, acostada sobre un saco de sarrapia, en medio de la barca, y que nada había entendido de lo dicho, ignoraba que acababa de ocurrir algo gravísimo en lo que se refería a nuestra vida en común. Y era que ni siquiera me sentía enojado ni tenía impulsos -en aquel instante, al menos- de castigarla por lo hecho. Por el contrario: en ese anochecer que llenaba las junqueras de sapos cantores, envuelto en el zumbido de los insectos que relevaban a los del día, me sentía ligero, suelto, aliviado por la infamia sabida, como un hombre que acaba de arrojar una carga por demasiado tiempo llevada. En la orilla se pintaron las flores de una magnolia. Pensé en el camino que mi esposa seguía cada día. Pero su figura no acabó de dibujarse claramente en mi memoria, deshaciéndose en formas imprecisas, como difuminadas. El regazo acunado de la barca me recordaba la cesta que, en mi infancia, hiciera las veces de barca verdadera en portentosos viajes. Del brazo de Rosario, cercano al mío, se desprendía un calor que mi brazo aceptaba con una rara y deleitosa sensación de escozor.

XVI

(Noche del sábado)

En la obra de construir la vivienda revela el hombre su prosapia. La casa de los griegos está hecha con los mismos materiales que sirven a los indios para levantar sus bohíos, y esa fibra, esa hoja de palmera, ese bahareque, han dictado sus normas, en función de resistencia, como ha ocurrido con todas las arquitecturas del mundo. Pero ha bastado un menor empinamiento de los aleros, una mayor anchura de las vigas de sostén, para que el hastial cobrara empaque de frontis y quedara inventado el arquitrabe. Para servir de pilastras se eligieron troncos de un mayor diámetro en la base, en virtud de una instintiva voluntad de remedar el fuste dórico.

El paisaje de piedras que nos rodea añade algo, también, a ese inesperado helenismo del ambiente.

En cuanto a los tres hermanos de Yannes, que ahora conozco, éstos reproducen, en caras de años más o menos, el mismo perfil de bajorrelieve para un arco de triunfo. Se me anuncia que en una choza cercana, que sirve de resguardo a las cabras durante la noche, se encuentra el doctor Montsalvatje -de quien ya me hablara el Adelantado la víspera-, ordenando y refrescando sus colecciones de plantas raras. Y ya viene hacia nosotros, gesticulando, hablando con engolado acento, este científico aventurero, colector de curare, de yopo, de peyotles y de cuantos tósigos y estupefacientes selváticos, de acción mal conocida aún, pretende estudiar y experimentar.

Sin interesarse mayormente por saber quiénes somos, el herborizador nos agobia bajo una terminología latina que destina a la clasificación de hongos nunca vistos, de los que tritura una muestra con los dedos, explicándonos por qué cree haberlos bautizado acertadamente. De pronto repara en que no somos botánicos, se burla de sí mismo, calificándose del Señor-de-los-Venenos, y pide noticias del mundo de donde venimos. Algo cuento en respuesta, pero es evidente -lo noto en la desatención de las gentes- que mis nuevas no interesan a nadie aquí.

El doctor Montsalvatje quería saber, en realidad, de hechos relacionados con la vida misma del río. Ahora traga un comprimido de quinina que pide a fray Pedro de Henestrosa. El lunes bajará a Puerto Anunciación con sus herbarios, para regresar muy pronto, pues ha dado con una clavaria desconocida cuyo solo olor produce alucinaciones visuales, y una crucifera cuya proximidad enmohece ciertos metales.

Los griegos se llevan el índice a la sien, como buscándose la piedra de la locura. El Adelantado se mofa de la sonoridad extraña que cobran, en su boca, ciertos vocablos indígenas. Los caucheros, en cambio, dicen que es un gran médico, y cuentan de una bolsa de humor aliviada por él con la punta de un cuchillo mellado. Rosario lo conoce, y considera su inagotable deseo de hablar, tras de larguísimos silencios, como muy propio del personaje.

Mouche, que le ha puesto el mote de Señor Macbeth y se entiende con él en francés, acaba por cansarse de sus historias de plantas y pide a Yannes que cuelgue su hamaca dentro de la casa. Fray Pedro me explica que el herborizador, nada loco, pero muy dado a fantasear, en descanso de sus soledades de meses en la espesura, se ha forjado una divertida prosapia de alquimistas y herejes que le hace proclamarse descendiente directo de Raimundo Lulio -a quien llama obstinadamente Ramón Llull-, afirmando que la obsesión del árbol, en los tratados del Doctor Iluminado, le daban ya, en los días del Ars Magna, un aire de familia. Pero el alboroto de la llegada y los primeros encuentros se aplaca en torno a las toscas bateas en que los mineros traen el queso de sus cabras, los rábanos y tomates de una diminuta huerta, junto al casabe, la sal y el aguardiente que ofrecen primero -en remembranza, tal vez involuntaria, del rito secular de la sal, el pan y el vino-. Y estamos sentados, ahora alrededor de la hoguera, unidos por la necesidad ancestral de saber el fuego vivo en la noche. Unos apoyados en un codo, otros con el mentón en las manos, el capuchino arrodillado en su hábito, las mujeres recostadas sobre una manta, Gavilán con la lengua de fuera, junto a Polifemo, el dogo tuerto de los griegos: todos miramos las llamas que crecen a saltos entre las ramas demasiado húmedas, muriendo en amarillo aquí, para renacer azules sobre una astilla propicia, mientras, abajo, los leños primeros se van haciendo brasas. Las grandes lajas paradas en el repecho pizarroso que ocupamos cobran una fantástica apostura de estelas, de cipos, de monolitos, erguidos en una escalinata cuyos peldaños cimeros se pierden en las tinieblas. La jornada fue fatigosa. Y, sin embargo, ninguno se decide a dormir. Estamos ahí, como ensalmados por el fuego, un poco ebrios de su calor, cada cual encerrado en sí mismo, pensando sin pensar, solidario de los demás por una sensación de bienestar, de sosiego, que compartimos y gozamos por una razón primordial. A poco, sobre el horizonte de bloques erráticos, se pinta una claridad fría, y la luna aparece tras de un árbol copudo, de muchas lianas, que empieza a cantar por todos sus grillos.