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Ella no era mujer para tales andanzas. Anima, vágula, blándula -concluyó irónicamente-. Le respondí con un abrazo.

La luna ha vuelto a alzarse. Allá, al pie de una piedra grande muere el fuego que reunió a los hombres en las primeras horas de la noche. Mouche suspira más que respira y su sueño febril se puebla de palabras que más parecen estertores y garrasperas.

Una mano se posa sobre mi hombro: Rosario se siente a mi lado en la estera, sin hablar. Comprendo, sin embargo, que una explicación se aproxima, y espero en silencio. El graznido de un pájaro que vuela hacia el río, despertando a las chicharras del techo, parece decidirla. Empezando con voz tan queda que apenas si la oigo, me cuenta lo que demasiado sospecho. El baño en la orilla del río. Mouche, que presume de la belleza de su cuerpo y nunca pierde oportunidad de probarlo, que la incita, con fingidas dudas sobre la dureza de su carne, a que se despoje del refajo conservado por aldeano pudor.

Luego, es la insistencia, el hábil reto, la desnudez que se muestra, las alabanzas a la firmeza de sus senos, a la tersura de su vientre, el gesto de cariño, y el gesto de más que revela a Rosario, repentinamente, una intención que subleva sus instintos más profundos. Mouche, sin imaginárselo, ha inferido una ofensa que es, para las mujeres de aquí, peor que el peor epíteto, peor que el insulto a la madre, peor que arrojar de la casa, peor que escupir las entrañas que parieron, peor que dudar de la fidelidad al marido, peor que el nombre de perra, peor que el nombre de puta. Tanto se encienden sus ojos en la sombra al recordar la riña de aquella mañana, que llego a temer nueva irrupción de violencias. Agarro a Rosario por las muñecas para tenerla quieta, y, con la brusquedad del gesto, mi pie derriba una de las cestas en que el Herborizador guarda sus plantas secas, entre carnadas de hojas de malanga. Un heno espeso y crujiente se nos viene encima, envolviéndonos en perfumes que recuerdan, a la vez, el alcanfor, el sándalo y el azafrán. Una repentina emoción deja mi resuello en suspenso: así -casi así- olía la cesta de los viajes mágicos, aquella en que yo estrechaba a María del Carmen, cuando éramos niños, junto a los canteros donde su padre sembraba la albahaca y la yerbabuena. Miro a Rosario de muy cerca, sintiendo en las manos el pálpito de sus venas, y, de súbito, veo algo tan ansioso, tan entregado, tan impaciente, en su sonrisa -más que sonrisa, risa detenida, crispación de espera-, que el deseo me arroja sobre ella, con una voluntad ajena a todo lo que no sea el gesto de la posesión. Es un abrazo rápido y brutal, sin ternura, que más parece una lucha por quebrarse y vencerse por una trabazón deleitosa.

Pero cuando volvemos a hallarnos, lado a lado, jadeantes aún, y cobramos conciencia cabal de lo hecho, nos invade un gran contento, como si los cuerpos hubieran sellado un pacto que fuera el comienzo de un nuevo modo de vivir. Yacemos sobre las yerbas esparcidas, sin más conciencia que la de nuestro deleite. La claridad de la luna que entra en la cabaña por la puerta sin batiente se sube lentamente a nuestras piernas: la tuvimos en los tobillos, y ahora alcanza las corvas de Rosario, que ya me acaricia con mano impaciente. Es ella, esta vez, la que se echa sobre mí, arqueando el talle con ansioso apremio. Pero aún buscamos el mejor acomodo, cuando una voz ronca, quebrada, escupe insultos junto a nuestros oídos, desemparejándonos de golpe. Habíamos rodado bajo la hamaca, olvidados de la que tan cerca gemía. Y la cabeza de Mouche estaba asomada sobre nosotros, crispada, sardónica, de boca babeante, con algo de cabeza de Gorgona en el desorden de las greñas caídas sobre la frente «¡Cochinos! -grita-. ¡Cochinos!» Desde el suelo, Rosario dispara golpes a la hamaca con los pies, para hacerla callar. Pronto la voz de arriba se extravía en divagaciones de delirio. Los cuerpos desunidos vuelven a encontrarse, y, entre mi cara y el rostro mortecino de Mouche, que cuelga fuera del chinchorro con un brazo inerte, se atraviesa, en espesa caída, la cabellera de Rosario, que afinca los codos en el suelo para imponerme su ritmo. Cuando volvemos a tener oídos para lo que nos rodea, nada nos importa ya la mujer que estertora en la oscuridad.

Pudiera morirse ahora mismo, aullando de dolor, sin que nos conmoviera su agonía. Somos dos, en un mundo distinto. Me he sembrado bajo el vellón que acaricio con mano de amo, y mi gesto cierra una gozosa confluencia de sangres que se encontraron.

XVIII

(Lunes, 18 de junio)

Hemos despachado a Mouche con la concertada ferocidad de amantes que acaban de descubrirse, inseguros aún de la maravilla, insaciados de sí mismos, y proceden a romper todo lo que pueda oponerse a su próximo acoplamiento. La hemos metido en la canoa de Montsalvatje, envuelta en una manta, llorosa, casi inconsciente, haciéndola creer que la sigo en otra embarcación. He dado al Herborizador mucho más dinero del necesario para que la atienda, pague sus traslados, la instale, costee los tratamientos necesarios, quedándome apenas con unos billetes sucios y unas monedas -que de nada sirven, además, en la Selva, donde todo comercio se reduce a trueques de objetos simples y útiles, como agujas, cuchillos, leznas. En la liberalidad de mi donación hay, además, un secreto ritual de adormecimiento del último crepúsculo de conciencia: de todos modos, Mouche no puede seguirnos, y así, en lo material, cumplo con mi último deber. Es muy probable, por otra parte, que en la solicitud de Montsalvatje por llevarse a la enferma haya una maligna esperanza de aliviarse de varios meses de continencia con una mujer nada fea. No sólo me tiene indiferente esta idea, sino que para mis adentros deploro que la poca prestancia física del botánico lo vaya a agobiar con un fracaso. La barca ha desaparecido ahora en la lejanía de un estero, cerrando con su partida una etapa de mi existencia. Jamás me he sentido tan ligero, tan bien instalado en mi cuerpo, como esta mañana. La palmada irónica que doy a Yannes, a quien veo melancólico, le hace interrogarme con una expresión interrogante y remordida, que es nueva excusa a mi rigor. Por lo demás, todo el mundo se da cuenta de que Rosario -como aquí se dice- se ha comprometido conmigo. Me rodea de cuidados, trayéndome de comer, ordeñando las cabras para mí, secándome el sudor con paños frescos, atenta a mi palabra, mi sed, mi silencio o mi reposo, con una solicitud que me hace enorgullecerme de mi condición de hombre: aquí, pues, la hembra «sirve» al varón en el más noble sentido del término, creando la casa con cada gesto. Porque, aunque Rosario y yo no tengamos un techo propio, sus manos son ya mi mesa y la jicara de agua que acerca a mi boca, luego de limpiarla con una hoja caída en ella, es vajilla marcada con mis iniciales de amo. «A ver cuándo se formaliza con una sola mujer», musita fray Pedro tras de mí, dándome a entender que con él no valen pueriles disimulos. Desvío la conversación para no confesar que estoy casado ya y por rito hereje, y me acerco al griego, que recoge sus cosas para seguir con nosotros río arriba. Seguro de que el yacimiento de acá está agotado, viéndose burlado por la fortuna una vez más, quiere emprender un viaje de prospección, más allá del Caño Pintado, en una zona de montañas de la que muy poco se sabe. Reserva el mejor lugar de su hato para el único libro que lleva consigo a todas partes: una modesta edición bilingüe de La Odisea, forrada de hule negro, cuyas páginas han sido moteadas de verde por la humedad.