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Con el inicio de la jornada, siento como una necesidad de excusarme ante Rosario por las pocas oportunidades de estar solos que nos ofrece esta fase del viaje. Ella se echa a reír, canturreando algo que debe ser un romancillo: Yo soy la recién casada - que lloraba sin cesar - de verme tan mal casada - sin poderlo remediar. Y aún sonaban sus coplas maliciosas, llenas de alusiones a la continencia que el viaje nos imponía, cuando ya, bogando otra vez, desembocamos a un caño ancho que se internaba en lo que el Adelantado me anunció como la selva verdadera. Como el agua, salida de su cauce, anegaba inmensas porciones de tierra, ciertos árboles retorcidos, de lianas hundidas en el légamo, tenían algo de naves ancladas, en tanto que otros troncos, de un rojo dorado, se alargaban en espejismos de profundidad, y los de antiquísimas selvas muertas, blanquecinos, más mármol que madera, emergían como los obeliscos cimeros de una ciudad abismada.

Detrás de los sujetos identificables, de los morichales, de los bambúes, de los anónimos sarmientos orilleros, era la vegetación feraz, entretejida, trabada en intríngulis de bejucos, de matas, de enredaderas, de garfios, de matapalos, que, a veces, rompía a empellones el pardo cuero de una danta, en busca de un caño donde refrescar la trompa. Centenares de garzas, empinadas en sus patas, hundiendo el cuello entre las alas, estiraban el pico a la vera de los lagunatos, cuando no redondeaba la giba algún garzón malhumorado, caído del cielo. De pronto, una empinada ramazón se tornasolaba en el alborozo de un graznante vuelo de guacamayos, que arrojaban pinceladas violentas sobre la acre sombra de abajo, donde las especies estaban empeñadas en una milenaria lucha por treparse unas sobre otras, ascender, salir a la luz, alcanzar el sol. El desmedido estiramiento de ciertas palmeras escuálidas, el despunte de ciertas maderas que sólo lograban asomar una hoja, arriba, luego de haber sorbido la savia de varios troncos, eran fases diversas de una batalla vertical de cada instante, dominada señeramente por los árboles más grandes que yo hubiera visto jamás.

Arboles que dejaban muy abajo, como gente rastreante, a las plantas más espigadas por las penumbras, y se abrían en cielo despejado, por encima de toda lucha, armando con sus ramas unos boscajes aéreos, irreales, como suspendidos en el espacio, de los que colgaban musgos transparentes, semejantes a encajes lacerados. A veces, luego de varios siglos de vida, uno de esos árboles perdía las hojas, secaba sus líquenes, apagaba sus orquídeas. Las maderas le encanecían, tomando consistencia de granito rosa y quedaba erguido, con su ramazón monumental en silenciosa desnudez, revelando las leyes de una arquitectura casi mineral, que tenía simetrías, ritmos, equilibrios, de cristalizaciones. Chorreado por las lluvias, inmóvil en las tempestades, permanecía allí, durante algunos siglos más, hasta que, un buen día, el rayo acababa de derribarlo sobre el deleznable mundo de abajo. Entonces, el coloso, nunca salido de la prehistoria, acababa por desplomarse, aullando por todas las astillas, arrojando palos a los cuatro vientos, rajado en dos, lleno de carbón y de fuego celestial, para mejor romper y quemar todo lo que estaba a sus pies. Cien árboles perecían en su caída, aplastados, derribados, desgajados, tirando de lianas que, al reventar, se disparaban hacia el cielo como cuerdas de arcos. Y acababa por yacer sobre el humus milenario de la selva, sacando de la tierra unas raíces tan intrincadas y vastas que dos caños, siempre ajenos, se veían unidos, de pronto, por la extracción de aquellos arados profundos que salían de sus tinieblas destrozando nidos de termes, abriendo cráteres a los que acudían corriendo, con la lengua melosa y los garfios de fuera, los lamedodores de hormigas.

Lo que más me asombraba era el inacabable mimetismo de la naturaleza virgen. Aquí todo parecía otra cosa, creándose un mundo de apariencias que ocultaba la realidad, poniendo muchas verdades en entredicho. Los caimanes que acechaban en los bajos fondos de la selva anegada, inmóviles, con las fauces en espera, parecían maderos podridos, vestidos de escaramujos; los bejucos parecían reptiles y las serpientes parecían lianas, cuando sus pieles no tenían nervaduras de maderas preciosas, ojos de ala de falena, escamas de ananá o anillas de coral; las plantas acuáticas se apretaban en alfombra tupida, escondiendo el agua que les corría debajo, fingiéndose vegetación de tierra muy firme: las cortezas caídas cobraban muy pronto una consistencia de laurel en salmuera, y los hongos eran como coladas de cobre, como espolvoreos de azufre, junto a la falsedad de un camaleón demasiado rama, demasiado lapizlázuli, demasiado plomo estriado de un amarillo intenso, simulación, ahora, de salpicaduras de sol caídas a través de hojas que nunca dejaban pasar el sol entero. La selva era el mundo de la mentira, de la trampa y del falso semblante; allí todo era disfraz, estratagema, juego de apariencias, metamorfosis.

Mundo del lagarto-cohombro, la castaña-erizo, la crisálida-ciempiés, la larva con carne de zanahoria y el pez eléctrico que fulminaba desde el poso de las linazas. Al pasar cerca de las orillas, las penumbras logradas por varias techumbres vegetales arrojaban vaharadas de frescor hasta las curiaras. Bastaba detenerse unos segundos para que este alivio se transformara en un intolerable hervor de insectos.

En todas partes parecía haber flores; pero los colores de las flores eran mentidos, casi siempre, por la vida de hojas en distinto grado de madurez o decrepitud.

Parecía haber frutos; pero la redondez, la madurez de las frutas, eran mentidas por bulbos sudorosos, terciopelos hediondos, vulvas de plantas insectívoras que eran como pensamientos rociados de almíbares, cactáceas moteadas que alzaban, a un palmo de la tierra, un tulipán de esperma azafranada.

Y cuando aparecía una orquídea, allá, muy alto, más arriba del bambusal, más arriba de los yopos, se hacía algo tan irreal, tan inalcanzable, como el más vertiginoso edelweis alpestre. Pero también estaban los árboles que no eran verdes, y jalonaban las orillas de macizos de amaranto o se encendían con amarillos de zarza ardiente. Hasta el cielo mentía a veces, cuando, invirtiendo su altura en el azogue de los lagunatos, se hundía en profundidades celestemente abisales. Sólo las aves estaban en hora de verdad, dentro de la clara identidad de sus plumajes.

No mentían las garzas cuando inventaban la interrogación con el arco del cuello, ni cuando, al grito del garzón vigilante, levantaban su espanto de plumas blancas. No mentía el martín pescador de gorro encarnado, tan frágil y pequeño en aquel universo terrible, que su sola presencia, junto a la prodigiosa vibración del colibrí, era cosa de milagro. Tampoco mentían, en el eterno barajarse de las apariencias y los simulacros, en esa barroca proliferación de lianas, los alegres monos araguatos que, de repente, escandalizaban las frondas con sus travesuras, indecencias y carantoñas de grandes niños de cinco manos.

Y encima de todo, como si lo asombroso de abajo fuera poco, yo descubría un nuevo mundo de nubes: esas nubes tan distintas, tan propias, tan olvidadas por los hombres, que todavía se amasan sobre la humedad de las inmensas selvas, ricas en agua como los primeros capítulos del Génesis; nubes hechas como de un mármol desgastado, rectas en su base, y que se dibujaban hasta tremendas alturas, inmóviles, monumentales, con formas que eran las de la materia en que empieza a redondearse la forma de un ánfora a poco de girar el torno del alfarero. Esas nubes, rara vez enlazadas entre sí, estaban detenidas en el espacio, como edificadas en el cielo, semejantes a sí mismas, desde los tiempos inmemoriales en que presidieran la separación de las aguas y el misterio de las primeras confluencias.