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Es algo situado mucho más allá del lenguaje, y que, sin embargo, está muy lejos aún del canto. Algo que ignora la vocalización, pero es ya algo más que palabra. A poco de prolongarse, resulta horrible, pavorosa, esa grita sobre el cadáver rodeado de perros mudos. Ahora, el Hechicero se le encara, vocifera, golpea con los talones en el suelo, en lo más desgarrado de un furor imprecatorio que es ya la verdad profunda de toda tragedia -intento primordial de lucha contra las potencias de aniquilamiento que se atraviesan en los cálculos del hombre-. Trato de mantenerme fuera de esto, de guardar distancias.

Y, sin embargo, no puedo sustraerme a la horrenda fascinación que esta ceremonia ejerce sobre mí…

Ante la terquedad de la Muerte, que se niega a soltar su presa, la Palabra, de pronto, se ablanda y descorazona.

En boca del Hechicero, del órfico ensalmador, estertora y cae, convulsivamente, el Treno -pues esto y no otra cosa es un treno-, dejándome deslumhrado por la revelación de que acabo de asistir al Nacimiento de la Música.

XXIV

(Sábado, 23 de junio)

Hace dos días que andamos sobre el armazón del planeta, olvidados de la Historia y hasta de las oscuras migraciones de las eras sin crónicas. Lentamente, subiendo siempre, navegando tramos de torrentes entre una cascada y otra cascada, caños quietos entre un salto y otro salto, obligados a izar las barcas al compás de salomas de peldaño en peldaño, hemos alcanzado el suelo en que se alzan las Grandes Mesetas.

Lavadas de su vestidura -cuando la tuvieron- por milenios de lluvias, son Formas de roca desnuda, reducidas a la grandiosa elementalidad de una geometría telúrica. Son los monumentos primeros que se alzaron sobre la corteza terrestre, cuando aún no hubiera ojos que pudieran contemplarlos, y su misma vejez, su abolengo impar, les confiere una aplastante majestad. Los hay que parecen inmensos cilindros de bronce, pirámides truncas, largos cristales de cuarzo parados entre las aguas. Los hay, más abiertos en la cima que en la base, todos agrietados de alvéolos, como gigantescas madréporas. Los hay que tienen una misteriosa solemnidad de Puertas de Algo -de Algo desconocido y terrible- a que deben conducir esos túneles que se ahondan en sus flancos, a cien palmos sobre nuestras cabezas. Cada meseta se presenta con una morfología propia, hecha de aristas, de cortes bruscos, de perfiles rectos o quebrados.

La que no se adorna de un obelisco encarnado, de un farallón de basalto, tiene una terraza flanqueante, se recorta en biseles, afila sus ángulos, o se corona de extraños cipos que semejan figuras en procesión. De pronto, rompiendo con esa severidad de lo creado, algún arabesco de la piedra, alguna fantasía geológica, se confabula con el agua para poner un poco de movimiento en este país de lo inconmovible. Es, allá, una montaña de granito casi rojo, que suelta siete cascadas amarillas por el almenaje de una cornisa cimera. Es un río que se arroja al vacío y se deshace en arcoiris sobre la cuesta jalonada de árboles petrificada. Las espumas de un torrente bullen bajo enormes arcos naturales, acrecidos por ecos atronadores, antes de dividirse y caer en una sucesión de estanques que se derraman unos en otros. Se adivina que arriba, en las cumbres, en el escalonamiento de las últimas planicies lunares, hay lagos vecinos de las nubes que guardan sus aguas vírgenes en soledades nunca holladas por una planta humana. Hay escarchas en el amanecer, fondos helados, orillas opalescentes, y honduras que se llenan de noche antes del crepúsculo. Hay monolitos parados en el borde de las cimas, agujas, signos, hendeduras que respiran sus nieblas; peñascos rugosos, que son como coágulos de lava -meteoritas, acaso caídas de otro planeta. No hablamos. Nos sentimos sobrecogidos ante el fausto de las magnas obras, ante la pluralidad de los perfiles, el alcance de las sombras, la inmensidad de las explanadas.

Nos vemos como intrusos, prestos a ser arrojados de un dominio vedado. Lo que se abre ante nuestros ojos es el mundo anterior al hombre. Abajo, en los grandes ríos, quedaron los saurios monstruosos, las anacondas, los peces con tetas, los laulaus cabezones, los escualos de agua dulce, los gimnotos y lepidosirenas, que todavía cargan con su estampa de animales prehistóricos, legado de las dragonadas del Terciario. Aquí, aunque algo huya bajo los helechos arborescentes, aunque la abeja trabaje en las cavernas, nada parece saber de seres vivientes. Acaban de apartarse las aguas, aparecidas es la Seca, hecha en la yerba verde, y, por vez primera, se prueban las lumbreras que habrán de señorear en el día y en la noche. Estamos en el mundo del Génesis, al fin del Cuarto Día de la Creación. Si retrocediéramos un poco más, llegaríamos adonde comenzara la terrible soledad del Creador -la tristeza sideral de los tiempos sin incienso y sin alabanzas, cuando la tierra era desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la haz del abismo.

CAPITULO QUINTO

Cánticos me fueron tus estatutos.

Salmo 119

XXV

(Domingo, 24 de junio)

El Adelantado ha alzado el brazo, señalando el rumbo del Oro, y Yannes se despide de nosotros para buscar el tesoro de la tierra. Solitario rn de ser el minero que no quiere compartir su hallazgo; avaro en sus manejos, mentiroso en sus decires, borrando el camino detrás de sí como el animal que barre sus huellas con la cola. Hay un instante de emoción cuando nos abrazamos a ese campesino con perfil de acaieno, conocedor de Homero, que tanto parecía haberse apegado a nosotros. Hoy lo guía la codicia del metal precioso que hacía de Micenas una ciudad de oro, y emprende la ruta de los aventureros.

Quiere hacernos un presente, y no teniendo más que la ropa que lleva puesta, nos tiende, a Rosario y a mí, el tomo de La Odisea, Alborozada, Tu mujer lo agarra creyendo que es una Historia Sagrada y que nos traerá buena suerte. Antes de que yo pueda desengañarla, Yannes se aleja de nosotros, camino de su barca, de torso desnudo en el amanecer, llevando su remo en el hombro con sorprendente estampa de Ulises. Fray Pedro lo bendice, y proseguimos nuestra navegación en las aguas de un angosto caño que habrá de conducirnos al muelle de la Ciudad Porque, ahora que el griego ha partido, puede hablar se a voces del secreto: el Adelantado ha fundado una ciudad. No me canso de repetírmelo, desde que esto de una ciudad me fuera confiado, hace pocas noches, encendiendo más luminarias en mi imaginación que los hombres de las gemas más codiciadas.

Fundar una ciudad. Yo fundo una ciudad. El ha fundado una ciudad. Es posible conjugar semejante verbo. Se puede ser Fundador de una Ciudad. Crear y gobernar una ciudad que no figure en los mapas, que se sustraiga a los horrores de la Época, que nazca así, de la voluntad de un hombre, en este mundo del Génesis. La primera ciudad. La ciudad de Henoch, edificada cuando aún no habían nacido Tubalcain el herrero, ni Jubal, el tañedor del arpa y del órgano… Recuesto la cabeza en el regazo de Rosario, pensando en los inmensos territorios, en las sierras inexploradas, en las mesetas sin cuento, donde podrían fundarse ciudades en este continente de naturaleza todavía invencida por el hombre; me arrulla el acompasado chapoteo de la boga y me sumo en una somnolencia feliz, en medio de las aguas vivas, cerca de plantas que ya recobran fragancias de montaña, respirando un aire delgado que ignora las exasperantes plagas de la selva. Transcurren las horas en calma, bordeándose las mesetas, pasándose de un curso a otro por pequeños laberintos de aguas mansas que, de pronto, nos hacen volver las espaldas al sol, para recibirlo de frente, luego, a la vuelta de un farallón revestido de yedras raras. Y cae la tarde cuando por fin se amarra la barca y puedo asomarme al portento de Santa Mónica de los Venados.