Pero la verdad es que me detengo, desconcertado.
Lo que veo allí, en medio del pequeño valle, es un espacio de unos doscientos metros de lado, limpiado a machete, en cuyo extremo se divisa una casa grande, de paredes de bahareque, con una puerta y cuatro ventanas. Hay dos viviendas más pequeñas, semejantes a la primera en cuanto a construcción, situadas a ambos lados de una suerte de almacén o establo. También se ven unas diez chozas indias, de cuyas hogueras se levanta un humo blanquecino.
El Adelantado me dice, con un temblor de orgullo en la voz: «Esta es la Plaza Mayor… Esa, la Casa de Gobierno… Allí vive mi hijo Marcos… Allá, mis tres hijas… En la nave tenemos granos y enseres y algunas bestias… Detrás, el barrio de los indios…»
Y añade, volviéndose hacia fray Pedro: «Frente a la Casa de Gobierno levantaremos la Catedral.» No ha terminado de señalarme la huerta, los sembrados de maíz, el cercado en que se inicia una cría de cerdos y de cabras, gracias a los verracos y chivatos traídos, con increíbles penalidades, desde Puerto Anunciación, cuando se desborda el vecindario, se arma la grita de bienvenida, y acuden las esposas indias, y las hijas mestizas, y el hijo alcalde, y todos los indios, a recibir a su Gobernador, acompañado del primer Obispo.
«Santa Mónica de los Venados -me advierte fray Pedro-, porque ésta es tierra del venado rojo; y Mónica se llamaba la madre del fundador: Mónica, aquella que parió a San Agustín, santa que fuera mujer de un solo varón, y que por sí misma había criado a sus hijos.» Le confieso, sin embargo, que la palabra ciudad me había sugerido algo más imponente o raro. «¿Manoa?», me pregunta el fraile con sorna. No es eso. Ni Manoa, ni El Dorado. Pero yo había pensado en algo distinto. «Así eran en sus primeros años las ciudades que fundaron Francisco Pizarro, Diego de Losada o Pedro de Mendoza», observa fray Pedro. Mi silencio aquiescente no excluye, empero, una serie de interrogaciones nuevas que los preparativos de un festín de perniles asados en un fuego de leña me impide formular de inmediato. No comprendo cómo el Adelantado, en oportunidad impar de fundar una villa fuera de la Época, se echa encima el estorbo de una iglesia que le trae el tremendo fardo de sus cánones, interdictos, aspiraciones e intransigencias, teniéndose en cuenta, sobre todo, que no alienta una fe muy sólida y acepta las misas, preferentemente cuando se dicen en acción de gracias por peligros vencidos. Pero no hay muchas oportunidades, ahora, para hacer preguntas. Me dejo invadir por la alegría de haber llegado a alguna parte. Ayudo a asar la carne, voy por leña, me intereso por el canto de los que cantan, y me ablando las articulaciones con una suerte de pulque burbujeante, con sabor a tierra y resina, que todos beben en jicaras pasadas de boca en boca… Y más tarde, cuando todos se hayan hartado, cuando duerman los del caserío indio y las hijas del Fundador se recojan en su gineceo, escucharé, junto al hogar de la Casa de Gobierno, una historia que es historia de rumbos.
«Pues, señor -dice el Adelantado, arrojando una rama al fuego-, me llamo Pablo, y mi apellido es tan corriente como llamarse Pablo, y si a grandes hechos suena el título de Adelantado, les diré que sólo se trata de un mote que me dieron unos mineros, al ver que siempre me adelantaba a los demás en lo de hacer pasar por mi batea las arenas de un río…»
Bajo el emblema del caduceo, un hombre de veinte años, con el pecho desgarrado por una tos rebelde, mira a la calle a través de las bolas de cristal, llenas de agua tinta, de una farmacia de viejos. Hacia allí es la provincia de los maitines y rosarios, de las melcochas y hojaldres de monjas; pasa el cura con su teja, y todavía hay sereno que canta por Marías Santísimas la hora en noche nublada. Más allá son las Tierras del Caballo, durante jornadas y jornadas; luego, los caminos que suben, y la ciudad de casas crecidas, donde el adolescente no halló sino oficios de sombras, de sótanos, de carboneras y de cloacas. Vencido y enfermo, se ha ofrecido a trabajar en botica, a cambio de remedios y albergue. Algo le enseñaron de maceraciones, y le confían las recetas de prescripción casera, a base de nuez vómica, raíz de altea o tártaro emético. Y a la hora de la siesta, cuando nadie transita a la sombra de los aleros, el mozo se encuentra solo en el laboratorio, de espaldas a la calle, y ocurre que las manos se le duermen sobre la linaza, contemplando, por entre las moletas y almireces, el correr despacioso de un ancho río cuyas aguas vienen de las tierras del oro. A veces, traídos por barcos tan viejos que cargan una estampa de otros tiempos, bajan al desembarcadero cercano unos hombres de andar agobiado, que tientan con bastones las tablas podridas del andén, como si al llegar al puerto desconfiaran todavía de las añagazas y tembladeras de la tierra. Son mineros palúdicos, caucheros que se rascan las sarnas, leprosos de las misiones abandonadas, que acuden a la farmacia, quien por quinina, quien por chalmugra, quien por azufre, y al hablar de las comarcas donde creen haber contraído sus plagas, van descorriendo, ante el oscuro pasante, las cortinas de un mundo ignorado.
Llegan los vencidos, pero llegan, también, los que arrancaron al barro una mirífica gema, y, durante ocho días, se hartarán de hembras y de música. Pasan los que nada hallaron, pero traen los ojos enfebrecidos por el barrunto de un tesoro posible. Esos no descansan ni preguntan dónde hay mujeres. Se encierran con llave en sus habitaciones, examinando las muestras que traen en frascos, y, apenas curados de una llaga o aliviados de una buba, parten, de noche, a la hora en que todos duermen, sin revelar el secreto de su rumbo. El joven no envidia a los de su edad que, cada lunes del año, después de haber oído una última misa en la iglesia del púlpito carcomido, salen con sus ropas de domingos, para irse a la ciudad lejana. Andando de frascos a recetarios, aprende a hablar de yacimientos nuevos: conoce los nombres de quienes encargan bombonas de agua de azahar para bañar a sus indias; repasa los extraños nombres de ríos ignorados por los libros; obsesionado por la percutiente sonoridad del Cataniapo o del Cunucunuma, sueña frente a los mapas, contemplando incansablemente las zonas coloreadas en verde, desnudas, donde no aparecen nombres de poblaciones.
Y un día, al alba, sale por una ventana de su laboratorio, hacia el embarcadero donde los mineros izan la vela de su barca, y ofrece remedios a cambio de ser llevado. Durante diez años comparte las miserias, desengaños, rencores, insistencias más o menos afortunadas, de los buscadores. Nunca favorecido, se aventura más lejos, cada vez más lejos, cada vez más solo, habituado ya a hablar con su propia sombra. Y una mañana se asoma al mundo de las Grandes Mesetas. Camina durante noventa días, perdido entre montañas sin nombre, comiendo larvas de avispas, hormigas, saltamontes, como hacen los indios en meses de hambruna. Cuando desemboca en este valle, una llaga engusanada le está dejando una pierna en el hueso. Los indios del lugar -gente asentada, de una cultura semejante a los factores de la jarra funeraria- lo curan con hierbas. Sólo un hombre blanco vieron antes que él, y piensan, como los de muchos pueblos de la selva, que somos los últimos vástagos de una especie industriosa pero endeble, muy numerosa en otros tiempos, pero que está ahora en vías de extinción. Su larga convalecencia lo hace solidario de las penurias y trabajos de esos hombres que lo rodean. Encuentra algún oro al pie de aquella peña que la luna, esta noche, hace de estaño. Al volver de cambiarlo en Puerto Anunciación, trae semillas, posturas y algún apero de labranza y carpintería. Al regreso del segundo viaje trae una pareja de cerdos atados de patas en el fondo de la barca. Luego, es la cabra preñada y el becerro destetado, para el cual tienen los indios, como Adán, que inventar un nombre, pues jamás vieron semejante animal. Poco a poco, el Adelantado se va interesando por la vida que aquí prospera.
Cuando se baña al pie de alguna cascada, en las tardes, las mozas indias le arrojan pequeños guijarros blancos, desde la orilla, en señal de apremio.
Un día toma mujer, y hay grande holgorio al pie de las rocas. Piensa, entonces, que si sigue apareciendo en Puerto Anunciación con algún polvo de oro en los bolsillos, no tardarán los mineros en seguirle el rastro, invadiendo este valle ignorado para trastornarlo con sus excesos, rencores y apetencias. Con el ánimo de burlar las suspicacias, comercia ostensiblemente con pájaros embalsamados, orquídeas, huevos de tortugas. Un día se percata de que ha fundado una ciudad. Siente, probablemente, la sorpresa que yo mismo tuve al comprender que era conjugable el verbo «fundar» al hablarse de una ciudad. Puesto que todas las ciudades nacieron así, hay razón para esperar que Santa Mónica de los Venados, en el futuro, llegue a tener monumentos, puentes y arcadas. El Adelantado traza el contorno de la Plaza Mayor. Levanta la Casa de Gobierno.