Firma un acta, y la entierra bajo una lápida en lugar visible. Señala el lugar del cementerio para que la misma muerte se haga cosa de orden. Ahora sabe dónde hay oro. Pero ya no le afana el oro. Ha abandonado la búsqueda de Manoa, porque mucho más le interesa ya la tierra, y, sobre ella, el poder de legislar por cuenta propia. El no pretende que esto sea algo semejante al Paraíso Terrenal de los antiguos cartógrafos. Aquí hay enfermedades, azotes, reptiles venenosos, insectos, fieras que devoran los animales trabajosamente levantados; hay días de inundación y días de hambruna, y días de impotencia ante el brazo que se gangrena. Pero el hombre, por muy largo atavismo, está hecho a sobrellevar tales males. Y cuando sucumbe, es trabado en una lucha primordial que figura entre las más auténticas leyes del juego de existir. «El oro -dice el Adelantado- es para los que regresan allá.» y ese allá suena en su boca con timbre de menosprecio -como si las ocupaciones y empeños de los de allá fuesen propias de gente inferior-. Es indudable que la naturaleza que aquí nos circunda es implacable, terrible, a pesar de su belleza. Pero los que en medio de ella viven la consideran menos mala, más tratable, que los espantos y sobresaltos, las crueldades frías, las amenazas siempre renovadas, del mundo de allá. Aquí, las plagas, los padecimientos posibles, los peligros naturales, son aceptados de antemano: forman parte de un Orden que tiene sus rigores. La Creación no es algo divertido, y todos lo admiten por instinto, aceptando el papel asignado a cada cual en la vasta tragedia de lo creado. Pero es tragedia con unidades de tiempo, de acción y de lugar, donde la misma muerte opera por acción de mandatarios conocidos, cuyos trajes de veneno, de escama, de fuego, de miasmas, se acompañan del rayo del trueno que siguen usando, en días de ira, los dioses de más larga residencia entre nosotros. A la luz del sol o al calor de la hoguera, los hombres que aquí viven sus destinos se contentan de cosas muy simples, hallando motivo de júbilo en la tibieza de una mañana, una pesca abundante, la lluvia que cae tras de la sequía, con explosiones de alegría colectiva, de cantos y de tambores, promovidos por sucesos muy sencillos como fue el de nuestra llegada. «Así debió vivirse en la ciudad de Henoch», pienso yo, y al punto vuelve a mi mente una de las interrogaciones que me asaltaron al desembarcar. En ese momento salimos de la Casa de Gobierno para aspirar el aire de la noche.
El Adelantado me muestra entonces, un paredón de roca, unos signos trazados a gran altura por artesanos desconocidos -artesanos que hubieran sido izados hasta el nivel de su tarea por un andamiaje imposible en tales tránsitos de su cultura material-.
A la luz de la luna se dibujan figuras de escorpiones, serpientes, pájaros, entre otros signos sin sentido para mis ojos, que tal vez fueran figuraciones astrales.
Una explicación inesperada viene, de pronto, al encuentro de mis escrúpulos: un día, al regresar de un viaje -cuenta el Fundador-, su hijo Marcos, entonces adolescente, le dejó atónito al narrarle la historia del Diluvio Universal. En su ausencia, los indios habían enseñado al mozo que esos petroglifos que ahora contemplábamos, fueron trazados en días de gigantesca creciente, cuando el río se hinchara hasta allí, por un hombre que, al ver subir las aguas, salvó una pareja de cada especie animal en una gran canoa. Y luego llovió durante un tiempo que pudo ser de cuarenta días y cuarenta noches, al cabo del cual, para saber si la gran inundación había cesado, despachó una rata que le volvió con una mazorca de maíz entre las patas. El Adelantado no hubiera querido enseñar la historia de Noé -por ser patraña – a sus hijos; pero al ver que la sabían sin más variante que una rata puesta en lugar de la paloma, y una mazorca de maíz en lugar de la rama de olivo, confió el secreto de esta ciudad naciente a fray Pedro, a quien consideraba un hombre, porque era de los que viajaban solos por regiones desconocidas y sabía hacer curas y distinguir las yerbas.
«Ya que al fin y al cabo les contarán los mismos cuentos, que los aprendan como los aprendí yo.» Pensando en los Noés de tantas religiones, se me ocurre objetar que el Noé indio me parece más ajustado a la realidad de estas tierras, con su mazorca de maíz, que la paloma con su ramo de olivo, puesto que nadie vio nunca un olivo en la selva. Pero el fraile me interrumpe abruptamente, con tono agresivo, preguntándome si he olvidado el hecho de la Redención: «Alguien ha muerto por los que aquí nacieron, y era menester que la noticia les fuese dada.» Y atando dos ramas en cruz con una liana, la planta de modo casi rabioso, en el lugar donde comenzará a erigirse, mañana, la choza redonda que será el primer templo de la ciudad de Henoch. «Además, viene a sembrar cebollas», me advierte el Adelantado, a modo de excusa.
XXVI
(27 de junio)
Amanece sobre las Grandes Mesetas. Las nieblas de la noche demoran entre las Formas, tendiendo velos que se adelgazan y aclaran cuando la luz se refleja en un acantilado de granito rosa y baja al plano de las inmensas sombras recostadas. Al pie de los paredones verdes, grises, negros, cuyas cimas parecen diluirse entre brumas, los helechos sacuden el leve cierzo que los esmalta. Asomado a una oquedad en la que apenas pudiera ocultarse un niño, contemplo una vida de líquenes, de musgos, de pigmentos plateados, de herrumbres vegetales, que es, en escala minúscula, un mundo tan complejo como el de la gran selva de abajo. Hay tantas vegetaciones distintas, en un palmo de humedad, como especies se disputan allá el espacio que debiera bastar para un solo árbol. Este plancton de la tierra es como una pátina que se espesa al pie de una cascada caída de muy alto, cuyo constante hervor de espumas ha cavado un estanque en la roca. Aquí es donde nos bañamos desnudos, los de la Pareja, en agua que bulle y corre, brotando de cimas ya encendidas por el sol, para caer en blanco verde, y derramarse, más abajo, en cauces que las raíces del tanino tiñen de ocre. No hay alarde, no hay fingimiento edénico, en esta limpia desnudez, muy distinta de la que jadea y se vence en las noches de nuestra choza, y que aquí liberamos con una suerte de travesura, asombrados de que sea tan grato sentir la brisa y la luz en partes del cuerpo que la gente de allá muere sin haber expuesto alguna vez al aire libre. El sol me ennegrece la franja de caderas a muslo que los nanadores de mi país conservan blanca, aunque se hayan bañado en mares de sol. Y el sol me entra por entre las piernas, me calienta los testículos, se trepa a mi columna vertebral, me revienta por los pectorales, oscurece mis axilas, cubre de sudor mi nuca, me posee, me invade, y siento que en su ardor se endurecen mis conductos seminales y vuelvo a ser la tensión y el latido que buscan las oscuras pulsaciones de entrañas caladas a lo más hondo, sin hallar límite a un deseo de integrarme que se hace añoranza de matriz. Y luego, es el agua otra vez, a cuyo fondo desembocan manantiales helados que voy a buscar con la cara, metiendo las manos en una arena gruesa, que es como limalla de mármol. Más tarde vendrán los indios y se bañarán en cueros, sin más traje que el de las manos abiertas sobre el pene.
Y a mediodía será fray Pedro, sin cubrir siquiera las canas de su sexo, huesudo y enjuto como un San Juan predicando en el desierto… Hoy he tomado la gran decisión de no regresar allá. Trataré de aprender los simples oficios que se practican en Santa Mónica de los Venados y que ya se enseñan a quien observe las obras de edificación de su iglesia. Voy a sustraerme al destino de Sísifo que me impuso el mundo de donde vengo, huyendo de las profesiones hueras, el girar de la ardilla presa en tambor de alambre, del tiempo medido y de los oficios de tinieblas. Los lunes dejarán de ser, para mí, lunes de ceniza, ni habrá por qué recordar que el lunes es lunes, y la piedra que yo cargaba será de quien quiera agobiarse con su peso inútil. Prefiero empuñar la sierra y la azada a seguir encanallando la música en menesteres de pregonero. Lo digo a Rosario, que acepta mi propósito con alegre docilidad, como siempre recibirá la voluntad de quien reciba por varón.