«Esta es la vegetación diabólica que rodeaba el Paraíso Terrenal antes de la Culpa.» Inclinado sobre el caldero demoníaco, me siento invadido por el vértigo de los abismos; sé que si me dejara fascinar por lo que aquí veo, mundo de lo prenatal, de lo que existía cuando no había ojos, acabaría por arrojarme, por hundirme, en ese tremendo espesor de hojas que desaparecerán del planeta, un día, sin haber sido nombradas, sin haber sido recreadas por la Palabra -obra, tal vez, de dioses anteriores a nuestros dioses, dioses a prueba, inhábiles en crear, ignorados porque jamás fueron nombrados, porque no cobraron contorno en las bocas de los hombres… Fray Pedro me arranca a mi casi alucinada contemplación, dándome un ligero golpe en el hombro con su cayado.
Las sombras de los obeliscos naturales se acortan cada vez más en la proximidad del mediodía.
Tenemos que empezar a bajar antes de que la tarde nos sorprenda en esta cumbre, desciendan las nubes y nos veamos extraviados entre nieblas frías.
Luego de pasar nuevamente ante las rúbricas del demiurgo, alcanzamos el borde de la falla en que se iniciará nuestro descenso. Fray Pedro se detiene, respira hondamente y contempla un horizonte de árboles, del que emerge, en volúmenes pizarrosos, una cordillera de filos quebrados, que es como una presencia dura, sombría, hostil, en la sobrecogedora belleza de los confines del Valle. El fraile señala con el bastón nudoso: «Allí viven los únicos indios perversos y sanguinarios que hay en estas regiones», dice. Ningún misionero ha regresado de allá. Creo que, en aquel instante, me permití alguna burlona consideración sobre la inutilidad de aventurarse en tan ingratos parajes. En respuesta, dos ojos grises, inmensamente tristes, se fijaron en mí de manera singular, con una expresión a la vez tan intensa y resignada, que me sentí desconcertado, preguntándome si les había causado algún enojo, aunque sin hallar los motivos del tan enojo. Todavía veo el semblante arrugado del capuchino, su larga barba enmarañada, sus orejas llenas de pelos, sus sienes de venas pintadas en azul, como algo que hubiera dejado de pertenecerle y de ser carne de su persona: su persona, en aquel momento, eran esas pupilas viejas, algo enrojecidas por una conjuntivitis crónica, que miraban, como hechas de un esmalte empañado, a la vez dentro y fuera de sí mismas.
XXVIII
Sentado detrás de una tabla tendida de horcón a horcón, teniendo al alcance de la mano una libreta de colegial en cuya portada se lee: Cuaderno de Pertenecientes a…, casi en cueros a causa del calor que mucho se ha acentuado en estos últimos días, el Adelantado está legislando, en presencia de fray Pedro, del Capitán de Indios y de Marcos, que es el Responsable de la Huerta. Gavilán está sentado al lado de su amo, con un hueso guardado entre las patas traseras. Se trata de tomar un cierto número de acuerdos en provecho de la comunidad y de dejarlos consignados por escrito. Habiendo comprobado que, en su ausencia, se han cazado ciervas, el Adelantado instituye la prohibición absoluta de matar lo que llama «el venado hembra» y el cervatillo, salvo fuerza mayor de hambruna y aun así, el levantamiento de la veda será objeto de una disposición de emergencia, sometida al criterio de los presentes. La emigración de ciertas manadas, la caza inconsiderada, la acción de las fieras, han mermado la existencia del venado rojo en la comarca, justificándose la medida.