Pero allí, en el rincón de los músicos renacentistas, se estampaba el lomo de becerro, junto a los volúmenes de Salmos de la Penitencia, el título como puesto adrede, de la Representazionedi anima e di corpa. Hubo algo como un caer de telón, un apagarse de luces, cuando volvió un silencio que el Curador dejó alargarse en amargura. De pronto esbozó un gesto raro que me hizo pensar en un imposible poder de absolución. Se levantó lentamente y tomó el teléfono, llamando al rector de la Universidad en cuyo edificio se encontraba el Museo Organográfico. Con creciente sorpresa, sin atreverme a alzar la mirada del piso, oí grandes alabanzas de mí. Se me presentaba como el colector indicado para conseguir unas piezas que faltaban a la galería de instrumentos de aborígenes de América -todavía incompleta, a pesar de ser única ya en el mundo, por su abundancia de documentos-. Sin hacer hincapié en mi pericia, mi maestro subrayaba el hecho de que mi resistencia física, probada en una guerra, me permitiría llevar la búsqueda a regiones de un acceso harto difícil para viejos especialistas. Además, el español había sido el idioma de mi infancia. Cada razón expuesta debía hacerme crecer en la imaginación del interlocutor invisible, dándome la estatura de un Von Horbostel joven. Y con miedo advertí que se confiaba en mí, firmemente, para traer, entre otros idiófonos singulares, un injerto de tambor y bastón de ritmo que Schaeffner y Curt Sachs ignoraban, y la famosa jarra con dos embocaduras de caña, usada por ciertos indios en sus ceremonias funerarias, que el Padre Servando de Castillejos hubiera descrito, en 1561, en su tratado De barbarorum Novi Mundi moribus, y no figuraba en ninguna colección organográfica, aunque la pervivencia del pueblo que la hiciera bramar ritualmente, según testimonio del fraile, implicaba la continuidad de un hábito señalado en fechas recientes por exploradores y tratantes. «El Rector nos espera», dijo mi maestro. De repente, la idea me pareció tan absurda, que tuve ganas de reír. Quise buscar una salida amable, invocando mi ignorancia presente, mi alejamiento de todo empeño intelectual.
Afirmé que desconocía los últimos métodos de clasificación, basados en la evolución morfológica de los instrumentos y no en la manera de resonar y ser tocados. Pero el Curador parecía tan empeñado en enviarme a donde en modo alguno quería ir, que apeló a un argumento al que nada podía oponer razonablemente: la tarea encomendada podía ser llevada a buen término en el tiempo de mis vacaciones.
Era cuestión de saber si me iba a privar de la posibilidad de remontar un río portentoso por apego al aserrín de los bares. La verdad era que no me quedaba una razón válida para rehusar la oferta.
Engañado por un silencio que le pareció aquiescente, el Curador fue a buscar su abrigo a la habitación contigua, pues la lluvia, ahora, percutía recio en los cristales. Aproveché la oportunidad para escapar de la casa. Tenía ganas de beber. Sólo me interesaba, en este momento, llegar a un bar cercano, cuyas paredes estaban adornadas con fotografías de caballos de carrera.
III
Había un papel sobre el piano, en que Mouche me dejaba dicho que la esperara. Por hacer algo me puse a jugar con las teclas, combinando acordes sin objeto, con un vaso puesto al borde de la última octava. Olía a pintura fresca. Al cabo, de la caja de resonancia, en la pared del fondo, comenzaban a definirse las esbozadas figuraciones de la Hidra, el Navio Argos, el Sagitario y la Cabellera de Berenice, que pronto darían una útil singularidad al estudio de mi amiga. Después de mucho mofarme de su competencia astrológica, yo había tenido que inclinarme ante el rendimiento del negocio de horóscopos que ella manejaba por correspondencia, dueña de su tiempo, otorgando una que otra consulta personal, como favor ya bastante solicitado, con la más regocijante gravedad. Así, de Júpiter en Cáncer a Saturno en Libra, Mouche, adoctrinada por curiosos tratados, sacaba de sus pocilios de aguada, de sus tinteros, unos Mapas de Destinos que viajaban a remotas localidades del país, con el adorno de signos del Zodíaco que yo le había ayudado a solemnizar con De Coeleste Fisonomiea, Prognosticum supercoeleste y otros latines de buen ver. Muy asustados por su tiempo debían estar los hombres -pensaba yo a veces- para interrogar tanto a los astrólogos, contemplar con tal aplicación las líneas de sus manos, las hebras de su escritura, angustiarse ante las borrajas de negro signo, remozando las más viejas técnicas adivinatorias, a falta de tener modo de leer en las entrañas de bestias sacrificadas o de observar el vuelo de las aves con el cayado de los auríspices.