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Se arman diques de cosas arrancadas y rotas, de pronto quebradas por el empellón de un árbol entero que cae, de raíces, de lo alto de una cascada, envuelto en borbollones de fango. Todo huele a agua; todo suena a agua, y las manos encuentran el agua en todo. En cada una de mis salidas a la busca de algo donde poder escribir, he rodado en el lodo, hundiéndome hasta las rodillas en hoyos llenos de cieno, mal cubiertos por yerbas traidoras. Todo lo que vive de la humedad crece y se regocija; nunca fueron más verdes ni más espesas las hojas de las malangas; nunca se multiplicaron tanto los hongos, treparon los musgos, cantaron mejor los sapos, fueron más numerosas las criaturas de la madera podrida.

Sobre los farallones de las mesetas, las filtraciones pintan grandes coladas negras. Cada falla, cada pliegue, cada arruga de la piedra, es cauce de un torrente. Es como si estas mesetas estuvieran cumpliendo la gigantesca tarea de arrumbar las aguas hacia las tierras de abajo, dando a cada comarca su caudal de lluvia. No se puede levantar una tabla caída en tierra sin encontrar, debajo, una fuga desaforada de chinches grises. Los pájaros desaparecieron del paisaje, y Gavilán, ayer, ha rastreado una boa en la parte anegada de la huerta. Los hombres y las mujeres pasan este tiempo como una necesaria crisis de la naturaleza, metidos en sus chozas, tejiendo, haciendo cuerdas, aburriéndose enormemente.

Pero padecer las lluvias es otra de las reglas del juego, como admitir que se pare con dolor, y que hay que cortarse la mano izquierda con machete blandido por la mano derecha, si en ella ha fundido los garfios una culebra venenosa. Esto es necesario para la vida, y la vida ha menester de muchas cosas que no son amenas. Llegaron los días del movimiento del humus, del fomento de la podre, de la maceración de las hojas muertas, por esa ley según la cual todo lo que ha de engendrarse se engendrará en la vecindad de la excreción, confundidos los órganos de la generación con los de la orina, y lo que nace nacera envuelto en baba, serosidades y sangre -como del estiércol nacen la pureza del espárrago y el verdor de la menta. Una noche creímos que las lluvias hubieran terminado. Hubo como una tregua, en que las techumbres dejaron de sonar, y fue un gran respiro en todo el valle. Se oyó el correr de los ríos, a lo lejos, y una bruma espesa, blanca, fría, se adueñó del espacio entre las cosas. Rosario y yo buscamos nuestros calores en un largo abrazo. Cuando, salidos del deleite, volvimos a cobrar conciencia de lo que nos rodeaba, llovía de nuevo. «En tiempo de las aguas es cuando salen empreñadas las mujeres», me dijo Tu mujer al oído. Puse una mano sobre su vientre en gesto propiciatorio. Por primera vez tengo ansias de acariciar a un niño que de mí haya brotado, de sopesarlo y saber cómo habrá de doblar las rodillas sobre mi antebrazo y ensalivarse los dedos…

Me sorprendo en estas imaginaciones, el lápiz detenido sobre un diálogo de trompa y corno inglés, cuando una grita me hace salir al umbral de la casa.

Algo ha sucedido en el caserío de los indios, pues todos vocean y gesticulan en torno a la choza del Capitán.

Rosario, arropada en su rebozo, echa a correr bajo el aguacero. Lo que allá ocurre es atroz: una niña, de unos ocho años, ha regresado del río, hace un momento, ensangrentada de las ingles a las rodillas.

Cuando de su llanto horrorizado lograron alguna aclaración, se supo que Nicasio, el leproso, había tratado de violarla, desgarrándole el sexo con las manos. Fray Pedro está restañando la hemorragia con hilachas, mientras los hombres, armados de garrotes, emprende una batida por los alrededores.

«Yo dije que ese lazarino estaba de más aquí», recuerda el Adelantado al fraile, como si en estas palabras se encerrara un reproche de largo tiempo latente. El capuchino no responde, y, con vieja experiencia de remedios selváticos, pone un tapón de telarañas en el entrepiernas de la niña, mientras le frota el pubis con ungüento sublimado. El asco y la indignación que me causa el atropello es indecible: es como si yo, el hombre, todos los hombres, fuésemos igualmente culpables del repugnante intento, por el mero hecho de que la posesión, aun consentida, pone al varón en actitud agresiva. Y aún apretaba yo los puños con furor cuando Marcos me deslizó un fusil debajo del brazo: era uno de esos fusiles maquiritares, de dos larguísimos cañones, marcado al troquel de los armeros de Demerara, que aún hacen perdurar, en estas lejanías, las técnicas de las primeras armas de fuego. Poniendo el índice sobre sus labios, para no llamar, con palabras, la atención de fray Pedro, el mozo me hizo seña de seguirlo. Envolvimos el fusil en paños, y echamos a andar hacia el río. Las aguas turbulentas y fangosas, arrastraban el cadáver de un venado, tan hinchado que su vientre blanco parecía una panza de manatí. Llegamos al lugar de la violación, donde las yerbas estaban holladas y sucias de sangre. Unos pasas se marcaban hondamente en el barro. Marcos, encorvado, se dio a seguir las huellas. Anduvimos durante largo tiempo. Cuando empezó a oscurecer, estábamos al pie del Cerro de los Petroglifos, sin haber dado con el leproso. Ya nos concertábamos para regresar, cuando el mestizo me señaló un trillo recién abierto en la maleza llovida. Avanzamos un poco más y, de pronto, el rastreador se detuvo: Nicasio estaba allí, arrodillado en medio de un claro, mirándonos con sus horribles ojos. «Apunta a la cara», me dijo Marcos. Levanté el arma y puse la mira al nivel del agujero que se hundía en el semblante del miserable.

Pero mi dedo no se decidía a hacer presión sobre el gatillo. De la garganta de Nicasio salía una palabra ininteligible, que era algo así como: «onjejión…

onjejión… onjejión». Bajé el arma: lo que pedía el criminal era la confesión antes de morir. Me volví hacia Marcos. «Dispara -apremió-. Más vale que el cura no se meta en esto. Volví a apuntar.

Pero había dos ojos ahí: dos ojos sin párpados, casi sin vida, que seguían mirando. De la presión de mi dedo dependía apagarlos. Apagar dos ojos. Dos ojos de hombre. Aquello era inmundo; aquello era culpable del más indignante atropello, aquello había destrozado una carne niña, contaminándola tal vez con su mal. Aquello debía ser suprimido, anulado, dejado a las aves de rapiña. Pero una fuerza, en mí, se resistía a hacerlo, como si, a partir del instante en que apretara el gatillo, algo hubiera de cambiar para siempre. Hay actos que levantan muros, cipos, deslindes, en una existencia. Y yo tenía miedo al tiempo que se iniciaría para mí a partir del segundo en que yo me hiciera Ejecutor. Marcos, con gesto colérico, me arrancó el fusil de las manos: «¡Arrasan una ciudad desde el cielo, pero no se atreven a esto!

¿No habías estado en una guerra?…» El fusil maquiritare tenía bala en el cañón izquierdo y carga de perdigones en el derecho. Sonaron dos disparos tan seguidos que casi se confundieron, rebotando luego el estampido de roca en roca, de valle en valle…

Aun volaban los ecos cuando me forcé a mirar: Nicasio seguía arrodillado en el mismo lugar, pero su rostro se estaba desdibujando, emborronando, perdiendo todo contorno humano. Era una mancha encarnada que se desintegraba a pedazos y se escurría a lo largo del pecho, sin prisa, como una materia cerosa que se estuviera derritiendo. Al fin terminó la colada de sangre, y el torso se vino adelante sobre la yerba mojada. De súbito arreció la lluvia y fue la noche. Era Marcos, ahora, quien llevaba el fusil.

XXXIII

Es como un largo trueno percutiente que entra en el Valle por el norte y nos pasa encima. Me yergo en lo acunado de la hamaca con tal precipitación que casi la volteo. Bajo el avión que gira y regresa, huyen, aterrorizados, los hombres del Neolítico. El Adelantado ha salido al umbral de la Casa de Gobierno, seguido de Marcos; ambos miran, pasmados, mientras fray Pedro grita a las mujeres indias, que aullan de miedo en sus chozas, que esto es «cosa de blancos» sin peligro para la gente. El avión está, acaso, a unos ciento cincuenta metros del suelo, bajo un pesado techo de nubes prestas a romperse en lluvia nuevamente; pero no son ciento cincuenta metros los que separan la máquina volante del Capitán de Indios, que la mira, desafiante, con la mano aferrada al arco: son ciento cincuenta mil años.