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Miro las caras vueltas hacia el oficiante, en las que se refleja el amarillor de los cirios: nadie de los que aquí ha congregado el fervor en este oficio nocturno entiende nada de lo que dice el sacerdote. La belleza de la prosa les es ajena. Ahora que el latín ha sido arrojado de las escuelas por inútil, esto que aquí veo es la representación, el teatro, de un creciente malentendido. Entre el altar y sus fieles se ensancha, de año en año, un foso repleto de palabras muertas. Ya se alza el canto gregoriano: Justus ut palma florebit: -Sicut cedrus Libani multiplicatur: -plantatus in domo Domini, -in atris domus Dei nostri. A la ininteligibilidad del texto se añade ahora, para los presentes, la de una música que ha dejado de ser música para la mayoría de los hombres: canto que se oye y no se escucha, como se oye, sin escucharse, el muerto idioma que lo acompaña. Y al percatarme ahora de los extraños, de los forasteros que son los hombres y mujeres aquí congregados, ante algo que se les dice y se les canta en una lengua que ignoran, advierto que la suerte de inconsciencia con que asisten al misterio es propia de casi todo lo que hacen. Cuando aquí se casan, intercambian anillos, pagan arras, reciben puñados de arroz en la cabeza, ignorantes de la simbólica milenaria de sus propios gestos. Buscan el haba en la torta de Epifanía, llevan almendras al bautismo, cubren un abeto de luces y guirnaldas, sin saber qué es el haba, ni la almendra, ni el árbol que enjoyaron. Los hombres de acá ponen su orgullo en conservar tradiciones de origen olvidado, reducidas, las más de las veces, al automatismo de un reflejo colectivo -a recoger objetos de un uso desconocido, cubiertos de inscripciones que dejaron de hablar hace cuarenta siglos. En el mundo a donde regresaré ahora, en cambio, no se hace un gesto cuyo significado se desconozca: la cena sobre la tumba, la purificación de la vivienda, la danza del enmascarado, el baño de yerbas, el gaje de alianza, el baile de reto, el espejo velado, la percusión propiciatoria, la luciferada del Corpus, son prácticas cuyo alcance es medido en todas sus implicaciones.

Alzo la vista hacia el friso de aquella biblioteca pública que se asienta en medio de la plaza como un templo antiguo: entre sus triglifos se inscribe el bucráneo que habrá dibujado algún arquitecto aplicado sin recordar, probablemente, que aquel ornamento traído de la noche de las edades no es sino una figuración del trofeo de caza, pringoso aún de sangre coagulada, que colgaba el jefe de familia sobre la entrada de su vivienda. A mi regreso encuentro la ciudad cubierta de ruinas más ruinas que las ruinas tenidas por tales. En todas partes veo columnas enfermas y edificios agonizantes, con los últimos entablamentos clásicos ejecutados en este siglo, y los últimos acantos del Renacimiento que acaban de secarse en órdenes que la arquitectura nueva ha abandonado, sin sustituirlos por órdenes nuevos ni por un gran estilo. Una hermosa ocurrencia del Palladlo, un genial encrespamiento del Borromini, han perdido todo significado en fachadas hechas a retazos de culturas anteriores, que el cemento circundante acabará de ahogar muy pronto. De los caminos de ese cemento salen, extenuados, hombres y mujeres que vendieron un día más de su tiempo a las empresas nutricias. Vivieron un día más sin vivirlo, y repondrán fuerzas, ahora, para vivir mañana un día que tampoco será vivido, a menos de que se fuguen -como lo hacía yo antes, a esta hora- hacia el estrépito de las danzas y el aturdimiento del licor, para hallarse más desamparados aún, más tristes, más fatigados, en el próximo sol. He llegado, precisamente, frente al Venusberg, el lugar a donde tantas veces veníamos a beber, Mouche y yo, con enseña luminosa en caracteres góticos. Sigo a los que quieren divertirse, y bajo al sótano, en cuyas paredes han pintado escenografías de llanuras áridas, como sin aire, jalonadas de osamentas, arcos en ruinas, bicicletas sin ciclistas, muletas que sostienen como falos pétreos, en cuyos primeros planos se yerguen, como agobiados de desesperanza, unos ancianos medio desollados que parecen ignorar la presencia de una Gorgona exangüe, de costillar abierto sobre un vientre comido por hormigas verdes. Más allá, un metrónomo, una clepsidra y un caracol descansan sobre la cornisa de un templo griego, cuyas columnas son piernas de mujer vestidas de medias negras, con una liga roja haciendo de astrágalo. El estrado de la orquesta está montado sobre una construcción de madera, estuco, trozos de metal, en la que se ahondan pequeñas grutas iluminadas que encierran cabezas de yeso, hipocampos, planchas anatómicas y un móvil que consiste en dos senos de cera, montados sobre un disco giratorio, cuyos pezones son rozados intermitentemente, al pasar, por el dedo medio de una mano de mármol. En una gruta un poco mayor hay fotografías, muy agrandadas, de Luis de Baviera, el cochero Hornig y el actor Joseph Kainz en el traje de Romeo, sobre un fondo de vistas panorámicas de los castillos wagnerianos, rococós -muniqueses, más que nada- del rey puesto de moda por ciertos elogios de la locura, ya muy rancios -aunque Mouche les fuera muy fiel, en fecha todavía reciente, por reacción contra todo lo que llamaba «espíritu burgués»-. El cielo raso remeda una bóveda de caverna, verdecida irregularmente por hongos y filtraciones. Reconocido el marco, observo a la gente que me rodea. En la pista de baile es un intríngulis de cuerpos metidos los unos en los otros, encajados, confundidos de piernas y de brazos, que se malaxan en la oscuridad como los ingredientes de una especie de magma, de lava movida desde dentro, al compás de un blue reducido a sus meros valores rítmicos. Ahora se apagan las luces, y la oscuridad, propiciando la estrechez de ciertos abrazos sin objeto, de ciertos contactos exasperados por leves barreras de seda o de lana, comunica una nueva tristeza a ese movimiento colectivo que tiene algo de ritual subterráneo, de danza para apisonar la tierra -sin tierra que apisonar-. Estoy en la calle otra vez, soñando, para estas gentes, en monumentos que fueran grandes toros en celo cubriendo a sus vacas, magistralmente, sobre zócalos ennoblecidos de bosta, en medio de las plazas públicas. Me detengo ante la vitrina de una galería de pintura, en que se exhiben ídolos difuntos, vaciados de sentido por no tener adoradores presentes, cuyos rostros enigmáticos o terribles eran los que interrogaban muchos pintores de hoy para hallar el secreto de una elocuencia perdida -con la misma añoranza de energías instintivas que hacía buscar a numerosos compositores de mi generación, en el abuso de los instrumentos de batería, la fuerza elemental de los ritmos primitivos-. Durante más de veinte años, una cultura cansada había tratado de rejuvenecerse y hallar nuevas savias en el fomento de fervores que nada debieran a la razón. Pero ahora me resultaba risible el intento de quienes blandían máscaras del Bandiagara, ibeyes africanos, fetiches erizados de clavos, contra las ciudades del Discurso del Método, sin conocer el significado real de los objetos que tenían entre las manos. Buscaban la barbarie en cosas que jamás habían sido bárbaras cuando cumplían su función ritual en el ámbito que les fuera propio -cosas que al ser calificadas de «bárbaras»

colocaban, precisamente, al calificador en un terreno cogitante y cartesiano, opuesto a la verdad perseguida.

Querían renovar la música de Occidente imitando ritmos que jamás hubieran tenido una función musical para sus primitivos creadores. Estas reflexiones me llevaban a pensar que la selva, con sus hombres resueltos, con sus encuentros fortuitos, con su tiempo no transcurrido aún, me había enseñado mucho más, en cuanto a las esencias mismas de mi arte, al sentido profundo de ciertos textos, a la ignorada grandeza de ciertos rumbos, que la lectura de tantos libros que yacían ya, muertos para siempre, en mi biblioteca. Frente al Adelantado he comprendido que la máxima obra propuesta al ser humano es la de forjarse un destino. Porque aquí, en la multitud que me rodea y corre, a la vez desaforada y sometida, veo muchas caras y pocos destinos. Y es que, detrás de esas caras, cualquier apetencia profunda, cualquier rebeldía, cualquier impulso, es atajado siempre por el miedo. Se tiene miedo a la reprimenda, miedo a la hora, miedo a la noticia, miedo a la colectividad que pluraliza las servidumbres; se tiene miedo al cuerpo propio, ante las interpelaciones y los índices tensos de la publicidad; se tiene miedo al vientre que acepta la simiente, miedo a las frutas y al agua; miedo a las fechas, miedo a las leyes, miedo a las consignas, miedo al error, miedo al sobre cerrado, miedo a lo que pueda ocurrir. Esta calle me ha devuelto al mundo del Apocalipsis, en que todos parecen esperar la apertura del Sexto Sello -el momento en que la luna se vuelva de color de sangre, las estrellas caigan como higos y las islas se muevan de sus lugares-. Todo lo anuncia: las cubiertas de las publicaciones expuestas en las vitrinas, los títulos pregonados, las letras que corren sobre las cornisas, las frases lanzadas al espacio. Es como si el tiempo de este laberinto y de otros laberintos semejantes estuviera ya pesado, contado, dividido.