Pero, ahora, que cae la noche, entro en una librería para hojear un tratado de interpretación de los sueños: «CÁRCEL. Egipto: se afirma la posición. Ciencias ocultas: en perspectiva, amor de una persona de la que no se espera o desea ningún afecto. Psicoanálisis: vinculada a circunstancias, cosas y personas, de las que hay que librarse.» Me sobresalta un perfume conocido, y la figura de una mujer se añade a la mía en un espejo cercano. Mouche está a mi lado, mirando socarronamente hacia el libro. Y es luego su voz: «Si es para una consulta, te haré un precio de amigo.» La calle está cerca. Siete, ocho, nueve pasos y estaré fuera. No quiero hablarle. No quiero escucharla.
No quiero discutir. Esa es culpable de todo lo que ahora me apesadumbra. Pero hay, a la vez, esa conocida blandura en los muslos y en las ingles, con el escozor que parece subirse a las corvas. No es deseo definido ni excitación afirmada, sino más bien una sensación de aquiescencia muscular, de debilidad ante la incitación, parecida a la que, en la adolescencia, condujera muchas veces mi cuerpo al burdel, mientras el espíritu luchaba por impedirlo.
En esos casos yo había conocido un desdoblamiento interior, cuyo recuerdo me producía luego indecibles sufrimientos: mientras la mente, aterrorizada, trataba de agarrarse a Dios, al recuerdo de mi madre, amenazaba con enfermedades, rezaba el Padrenuestro, los pasos iban lentamente, firmemente, hacia la habitación con cubrecama de cintas rojas en los calados, sabiendo que al percibir el olor peculiar de ciertos afeites revueltos sobre el mármol de un tocador, mi voluntad cedería ante el sexo, dejando el alma fuera, en tinieblas y desamparo. Luego, mi espíritu quedaba enojado con el cuerpo, reñido con él hasta la noche, en que la obligación de descansar juntos nos unía en una plegaria, preparándose el arrepentimiento de los días siguientes, cuando vivía en espera de los humores y llagas que castigan el pecado de lujuria. Comprendí que había remozado esos combates de adolescencia cuando me vi andando al lado de Mouche, junto al paredón rojizo de la iglesia de San Nicolás. Ella hablaba rápidamente, como para aturdirse, afirmando que era inocente del escándalo armado en la prensa, que había sido víctima de un abuso de confianza por parte del periodista, etc. -sin haber perdido, desde luego, su habitual poder de mentir con los ojos limpios, mirando rectamente-. No me echaba en cara lo hecho con ella, cuando se enfermara de paludismo, atribuyéndolo magnánimamente a mi empeño de alcanzar los instrumentos verdaderos. Como, en verdad, estaba bajo los efectos de la fiebre cuando yo había abrazado a Rosario, por vez primera, en la cabaña de los griegos, me quedaba la duda de que nos hubiese visto realmente. Con tristeza toleraba su compañía esta noche por hablar con alguien, por no verme solo en mi mal alumbrada habitación, andando de pared a pared sobre el hedor de la margarina; y como estaba bien decidido a frustrar sus intentos de seducción, me dejé llevar al Venusberg donde tenía crédito de largo tiempo atrás. Así no habría de confesar mi miseria presente, cuidando, por lo demás, de beber con moderación. Pero, de todos modos, el licor había de arreglarse para socavar mi entereza con la suficiente alevosía para que me viera, bastante temprano, en el salón de las consultas astrológicas, cuyas pinturas estaban terminadas. Mouche llenó varias veces mi copa, me pidió permiso para ponerse ropas más holgadas, y cuando lo hizo me trató de necio por privarme de un placer sin consecuencia; afirmó que lo hecho ahora no me comprometería en nada, y tan hábilmente manejó su persona que accedí a lo que quiso con una facilidad debida, en mucho, a varias semanas de una abstinencia inhabitual en mí. Al cabo de algunos minutos supe del agobio y la decepción de quienes vuelven a una carne ya sin sorpresas, luego de una separación que pudo ser definitiva, cuando nada une ya al ser que esa carne envuelve. Me hallé triste, enojado conmigo mismo, más solo que antes, al lado de un cuerpo que volvía a mirar con desprecio. Cualquier prostituta hallada en el bar, poseída después de pago, hubiera sido preferible a esto. Por la puerta abierta veía las pinturas del salón de consultas. «Este viaje estaba escrito en la pared», había dicho Mouche, la víspera de nuestra partida, dando un sentido agorero a la presencia del Sagitario, el Navio Argos y la Cabellera de Berenice, en el conjunto de la decoración, personificándose ella misma en la tercera figura.
Ahora, el sentido agorero de todo aquello -en caso de que lo tuviera- cobraba una sorprendente claridad en mi espíritu: la Cabellera de Berenice era Rosario, con su cabellera virgen, jamás cortada, mientras Ruth se asimilaba a la Hidra que cerraba la composición, amenazadoramente plantada detrás del piano que podía tomarse como el instrumento de mi oficio. Mouche sintió que mi silencio, mi falta de interés por lo recobrado, no le eran favorables.
Por sacarme de mis pensamientos tomó una publicación que se hallaba sobre el velador. Era una pequeña revista religiosa, a la que había sido suscrita en el avión de regreso por una monja negra que compartiera su asiento durante unas horas. Mouche me explicó, riendo, que como se estaba sorteando un fuerte mal tiempo, había aceptado la suscripción en la duda de que Jehovah fuese el dios verdadero.
Abriendo el modesto boletín de misiones, impreso en papel barato, lo puso en mis manos: «Creo que se habla aquí del capuchino que conocimos; hay un retrato de él.» En un marco de espesa orla negra Popol-Vuh, del Inca Garcilaso, de los viajes de fray Pedro de Henestrosa, tomada muchos años atrás, sin duda, pues le lucía joven todavía el semblante, a pesar de la barba entrecana. Supe, con creciente emoción, que el fraile había emprendido el viaje a las tierras de indios bravios que me hubiera señalado, cierta vez, desde lo alto del Cerro de los Petroglifos.
Por un buscador de oro -decía el artículo- llegado recientemente a Puerto Asunción, se sabía que el cuerpo de fray Pedro de Henestrosa había sido hallado, atrozmente mutilado, en una canoa echada al río por sus matadores, para que llegara a tierra de blancos, a modo de horrenda advertencia. Me vestí rápidamente, sin responder a las preguntas de Mouche, y huí de la casa sabiendo que jamás regresaría a ella. Hasta el alba anduve entre lonjas desiertas, bancos, funerarias en silencio, hospitales dormidos.
Incapaz de descansar, tomé el ferry cuando amaneció, crucé el río y seguí caminando entre los almacenes y aduanas Hoboken. Pienso que los matadores deben haber desnudado a fray Pedro, luego de flecharlo, y levantando sus costillas flacas con un pedernal, deben haberle arrancado el corazón, en remembranza de un viejísimo acto ritual. Tal vez lo hayan castrado; tal vez lo hayan desollado, escuadrado, desmenuzado, como una res. Puedo imaginar las posibilidades más crueles, las ablaciones más sangrientas, las peores mutilaciones impuestas a su viejo cuerpo. Pero no acabo de hallar en su terrible muerte el horror que me causaron otras muertes de hombres que no sabían por qué morían, invocando a la madre o tratando de detener, con las manos, el desfiguro de un rostro ya sin nariz ni mejillas.
Fray Pedro de Henestrosa había tenido la suprema merced que el hombre puede otorgarse a sí mismo: la de salir al encuentro de su propia muerte, retarla y caer traspasado en lucha que sea, para el vencido, asaeteada victoria de Sebastián: confusión y derrota final de la muerte.
XXXVII
(8 de diciembre)
Cuando el muchacho que me guiaba señaló la casa, diciendo que allí estaba la posada nueva, me detuve con dolorosa sorpresa: detrás de esas paredes espesas, bajo ese tejado cubierto de yerbas mecidas por el viento, habíamos velado cierta noche al padre de Rosario. Allá, en una cocina enorme, me había acercado a Tu mujer por vez primera, con una oscura conciencia de su futura importancia. Ahora nos sale al paso un Don Melisio, cuya «Doña», negra enana, agarra tres maletas de manos de los mozos que me siguen y se las empila sobre la cabeza como si nada pesaran los papeles y libros que las llenan hasta reventarles las correas, alejándose hacia el patio con los ojos salidos de la cara. Las habitaciones están como antes, aunque sin el cándido adorno de los cromos viejos. El patio guarda las mismas matas; la cocina, aquella tinaja ventruda que daba a las voces una resonancia de nave de catedral. La vasta sala del frente, en cambio, ha sido transformada en comedor y tienda mixta, con grandes rollos de cuerdas en los rincones y varios estantes en que hay latas de pólvora negra, bálsamos y aceites, y medicinas en frascos de formas desusadas, como destinadas a enfermedades de otro siglo. Don Melisio me explica que compró la casa a la madre de Rosario, y que ésta, con todas sus hijas solteras, ha ido a reunirse con una hermana que tiene tras de los Andes, a once o doce jornadas de viaje. Una vez más me admiro ante la naturalidad con que las gentes de estas tierras consideran el ancho mundo, echándose a navegar o a rodar durante semanas largas, con sus hamacas enrolladas en el hombro, sin los sustos del hombre cultivado ante las distancias que los precarios medios de transporte hacen inmensas. Además, el plantar la tienda en otra parte, pasar del estuario a la cabecera de un río, mudar la vivienda a la otra banda de un llano que tarda días en cruzarse, forma parte del innato concepto de libertad de seres ante cuyos ojos se presenta la tierra sin cercados, cipos ni deslindes. El suelo, aquí es de quien quiera tomarlo: a fuego y a machete se limpia una orilla de río, se para una cobija sobre cuatro horcones, y esto es ya un hato que lleva el nombre de quien se proclama su dueño, como los antiguos Conquistadores, rezando un Padrenuestro y arrojando ramas al viento.