Pero aquí todos son tan dueños de su tiempo, que una espera de quince días no promueve la menor impaciencia. «Ya regresará… Ya regresará», me responde la enana Doña Casilda cuando, a la hora del café del alba, le pregunto si hay noticias del posible guía. «También abrigo la esperanza de que el Adelantado, urgido por alguna necesidad de remedios o simientes, haga una aparición inesperada, y por lo mismo, permanezco en el pueblo, desoyendo las tentadoras invitaciones a navegar por los caños del Norte que me hace Simón. Los días transcurren con una lentitud que haría feliz en Santa Mónica de los Venados, pero que aquí, sin poder fijar la mente en una tarea seria, me resulta tediosa. Además, la obra que me interesa ahora es el Treno, y los apuntes han quedado en manos de Rosario. Podría tratar de iniciar de nuevo su composición, pero lo hecho allá me había dado un tal contento, en cuanto a la espontaneidad del acento hallado, que no quiero empezar nuevamente, en frío, con el sentido crítico aguzado, haciendo esfuerzos de memoria -preocupado, a la vez, por el afán de proseguir el viaje-. Cada tarde camino hasta los raudales y me acuesto en las piedras estremecidas por el hervor del agua metida en pasos, tragantes y socavones, hallando una suerte de alivio a mi irritación cuando me encuentro solo en ese fragor de trueno, aislado de todo por las esculturas de una espuma que bulle conservando su forma -forma que se hincha y adelgaza, según las intermitencias del empuje de la corriente, sin perder un dibujo, un volumen y una consistencia que transforma su mutación perenne y vertiginosa en objeto fresco y vivo, acariciable como el lomo de un perro, con redondez de manzana para los labios que en él se posaran. En las espesuras se opera el relevo de los ruidos, la isla da Santa Prisca se hace una con su reflejo invertido, y el cielo se apaga en el fondo del río. Al mandato de un perro que siempre ladra sobre el mismo diapasón agudo, con ritmo picado, todos los perros del vecindario entonan una suerte de cántico, hecho de aullidos, que esucho ahora con suma atención, andando por el camino del regreso de las rocas, pues he observado, tarde tras tarde, que su duración es siempre la misma, y que termina invariablemente como empezó, sobre dos ladridos -nunca uno más- del misterioso perro-chamán de las jaurías. Descubiertas ya las danzas del mono y de ciertas aves, se me ocurre que unas grabaciones sistemáticas de los gritos de animales que conviven con el hombre podrían revelar, en ellos, un oscuro sentido musical, bastante cercano ya del canto del hechicero que tanto me sobrecogiera, cierta tarde, en la Selva del Sur. Hace cinco días que los perros de Puerto Anunciación aullan lo mismo, de idéntico modo, respondiendo a una determinada orden, y callan a una señal inconfundible.
Luego vuelven a sus casas, se acuestan bajo los taburetes, escuchan lo que se habla o lamen sus escudillas, sin importunar más, hasta que llegan los tiempos paroxísticos del celo, en que los hombres no tienen más que esperar resignadamente a que los animales de la Alianza terminen con sus ritos de reproducción. Pensando en esto llego a la primera calleja del pueblo, cuando dos manos vigorosas se cierran sobre mis ojos y una rodilla se me afinca en el espinazo, doblándome hacia atrás, con tal brutalidad que prorrumpo en una exclamación de dolor.
Tan necia fue la broma que me retuerzo para zafarme y pegar. Pero estalla una risa cuyo timbre conozco, y al punto mi enojo se torna alegría. Yannes me abraza, envolviéndome en el sudor de su camisa.
Lo agarro del brazo, como si temiera que se me escapara, y lo llevo a mi albergue, donde la enana Doña Casilda nos sirve una botella de aguardiente avellanado. Para empezar, finjo un interés halagador por sus andanzas, para hallar más pronto el calor de la amistad y llegar, en tónica afectuosa, a lo único que me interesa: Yannes conoce seguramente el paso anegado; con nosotros estaba cuando penetramos en él; además, con su larga experiencia de la selva será capa2 de abrir la Puerta sin necesidad de buscar la triple incisión. También es probable que el agua haya bajado un poco en estas últimas semanas. Pero noto que hay algo cambiado en los rasgos del griego: sus ojos, de mirada tan penetrante y segura, están como inquietos, desconfiados, no acabando de descansar en nada. Parece nervioso, impaciente, y es difícil tener con él una conversación hilvanada. Cuando narra algo, se atropella o vacila, sin detenerse largo tiempo sobre una idea, como antes hacía. De súbito, con aire de conspirador, me ruega que lo lleve a mi habitación. Allí cierra la puerta con llave, asegura las ventanas y me muestra, a la luz de la lámpara, un tubo de metoquina, vacío de comprimidos, en que hay unos cristalitos como de vidrio ahumado. Me explica, en voz baja, que esos cuarzos son como los centinelas del diamante: cerca de ellos está siempre lo que se busca.
Y él hundió el pico en cierto lugar y encontró el yacimiento portentoso. «Diamantes de catorce carates -me confía con voz ahogada-. Y debe haber más grandes.» Ya sueña, sin duda, con la gema de cien kilates, hallada recientemente, que ha trastornado los sesos de todos los buscadores del Dorado que todavía andan por el continente y no renuncian a hallar los tesoros buscados por el alucinado Felipe de Utre. Yannes está desasosegado por el descubrimiento; va a la capital, ahora, para hacer el denuncio legal de la mina, con el obsesionante miedo de que alguien, en su ausencia, tropiece con el remoto yacimiento encontrado. Parece que se han visto casos de una convergencia prodigiosa de dos buscadores sobre el mismo arpento del inmenso mapa. Pero nada de eso me interesa. Alzo la voz para imponerle atención y le hablo de lo único que me preocupa. «Sí, a la vuelta -me responde-. A la vuelta.» Le suplico que difiera su viaje, para que salgamos esta misma noche, antes del alba. Pero el griego me avisa que el Manatí acaba de llegar y debe zarpar mañana a mediodía. Además, no hay modo de dialogar con él.
Sólo piensa en sus diamantes, y cuando calla es por no hablar de ellos, temiendo que Don Melisio o la enana lo escuchen. Despechado, me resigno a una nueva dilación: aguardaré, pues, a que regrese -cosa que hará pronto, bajo el apremio de la codicia-.
Y para estar seguro que no dejará de buscarme, le ofrezco alguna ayuda para iniciar la explotación. Se me abraza aparatosamente, llamándome hermano, y me lleva a la taberna donde conocí al Adelantado; pide otra botella de aguardiente avellanado, y para interesarme más a su hallazgo, finge hacerme confidencias acerca del lugar en que recogió los cuarzos anunciadores del tesoro. Y me entero, así, de algo que yo no hubiera sospechado: encontró la mina viniendo de Santa Mónica de los Venados, luego de haber dado con la ciudad desconocida y do haber pasado dos días en ella. «Gente idiota -me dice-.
Gente estúpida; tienen oro cerca y no sacan; yo quise trabajar: ellos dijeron matarme fusil.» Agarro a Yannes por los hombros y le grito que me hable de Rosario, que me diga algo de ella, de su salud, de su aspecto, de lo que hace. «Mujer de Marcos -me responde el griego-. Adelantado contento, porque ella preñada recién…» Quedo como ensordecido. Mi piel se eriza de alfileres fríos, salidos de dentro. Con inmenso esfuerzo llevo mi mano hasta la botella, cuyo cristal me produce una sensación de quemadura.
Lleno mi copa lentamente y derramo el licor en una garganta que no sabe tragar y se rompe en toses desgarradas. Cuando recupero el aliento perdido me miro en el espejo ennegrecido por horruras de mosca que está en el fondo de la sala y veo un cuerpo ahí, sentado junto a la mesa, que está como vacío No estoy seguro de que se movería y echaría a andar si yo se lo ordenara. Pero el ser que gime en mí, lacerado, desollado, cubierto de sal, acaba por subirse a mi gaznate en carne viva, e intenta una protesta balbuciente. No sé lo que digo a Yannes. Lo que oigo es la voz de otro que le habla de derechos adquiridos sobre Tu mujer, explica que la demora en regresar se debió a razones externas, trata de justificarse, pide apelación a su caso, como si estuviese compareciendo ante un tribunal empeñado en destruirlo.
Sacado de sus diamantes por el timbre quebrado, implorante, de una voz que pretende hacer retroceder el tiempo y lograr que lo consumado no hubiese ocurrido nunca, el griego me mira con una sorpresa que pronto se hace compasión: «Ella no Penélope. Mujer joven, fuerte, hermosa, necesita marido.