Ella no Penélope. Naturaleza mujer aquí necesita varón…» La verdad, la agobiadora verdad -lo comprendo yo ahora- es que la gente de estas lejanías nunca ha creído en mí. Fui un ser prestado.
Rosario misma debe haberme visto como un Visitador, incapaz de permanecer indefinidamente en el Valle del Tiempo Detenido. Recuerdo ahora la rara mirada que me dirigía, cuando me veía escribir febrilmente, durante días enteros, allí donde escribir no respondía a necesidad alguna. Los mundos nuevos tienen que ser vividos, antes que explicados. Quienes aquí viven no lo hacen por convicción intelectual; creen, simplemente, que la vida llevadera es ésta y no la otra. Prefieren este presente al presente de los hacedores de Apocalipsis. El que se esfuerza por comprender demasiado, el que sufre las zozobras de una conversión, el que puede abrigar una idea de renuncia al abrazar las costumbres de quienes forjan sus destinos sobre este légamo primero, en lucha trabada con las montañas y los árboles, es hombre vulnerable por cuanto ciertas potencias del mundo que ha dejado a sus espaldas siguen actuando sobre él. He viajado a través de las edades; pasé a través de los cuerpos y de los tiempos de los cuerpos, sin tener conciencia de que había dado con la recóndita estrechez de la más ancha puerta. Pero la convivencia con el portento, la fundación de las ciudades, la libertad hallada entre los Inventores de Oficios del suelo de Henoch fueron realidades cuya grandeza no estaba hecha, tal vez, para mi exigua persona de contrapuntista, siempre lista a aprovechar un descanso para buscar su victoria sobre la muerte en una ordenación de neumas. He tratado de enderezar un destino torcido por mi propia debilidad y de mí ha brotado un canto -ahora trunco- que me devolvió al viejo camino, con el cuerpo lleno de cenizas, incapaz de ser otra vez el que fui. Yannes me tiende un pasaje para embarcar con él, mañana, en el Manatí.
Navegaré, pues, hacia la carga que me espera.
Alzo los ojos ardidos hacia la enseña floreada de Los Recuerdos del Porvenir. Dentro de dos días, el siglo habrá cumplido un año más sin que la noticia tenga importancia para los que ahora me rodean.
Aquí puede ignorarse el año en que se vive, y mienten quienes dicen que el hombre no puede escapar a su época. La Edad de Piedra, tanto como la Edad Media, se nos ofrecen todavía en el día que transcurre.
Aún están abiertas las mansiones umbrosas del Romanticismo, con sus amores difíciles. Pero nada de esto se ha destinado a mí, porque la única raza que está impedida de desligarse de las fechas es la raza de quienes hacen arte, y no sólo tienen que adelantarse a un ayer inmediato, representado en testimonios tangibles en plena conciencia de lo hecho hasta hoy. Marcos y Rosario ignoran la historia. El Adelantado se sitúa en su primer capítulo, y yo hubiera podido permanecer a su lado si mi oficio hubiera sido cualquier otro que el de componer música -oficio de cabo de raza-. Falta saber ahora si no seré ensordecido y privado de voz por los martillazos del Cómitre que en algún lugar me aguarda. Hoy terminaron las vacaciones de Sísifo.
Alguien dice, detrás de mí, que el río ha descendido notablemente en estos últimos días. Reaparecen muchas lajas sumergidas y los raudales se erizan de espolones rocosos, cuyas algas dulces mueren a la luz. Los árboles de las orillas parecen más altos, ahora que sus raíces están próximas a sentir el calor del sol. En cierto tronco escamado, tronco de un ocre manchado de verde claro, empieza a verse, cuando la corriente se aclara, el Signo dibujado en la Corteza, a punta de cuchillo, unos tres palmos bajo el nivel de las aguas.
Caracas, 6 de enero de 1953.
NOTA
Si bien el lugar de acción de los primeros capítulos del presente libro no necesita de mayor ubicación: si bien la capital latinoamericana, las ciudades provincianas; que aparecen más adelante, son meros prototipos, a los que no se ha dado una situación precisa, puesto que los elementos que los integran son comunes a muchos países, el autor cree necesario aclarar, para responder a alguna legítima curiosidad, que a partir del lugar llamado Puerto Anunciación, el paisaje se ciñe a visiones muy precisas de lugares poco conocidos y apenas fotografiados, cuando lo fueron alguna vez.
El río descrito que, en lo anterior, pudo ser cualquier gran río de América, se torna, muy exactamente, el Orinoco en su curso superior. El lugar de la mina de los griegos podría situarse no lejos de la confluencia del Vichada. El paso con la triple incisión en forma de «V» que señala la entrada del paso secreto, existe, efectivamente, con el Signo, en la entrada del Caño de la Guacharaca, situado a unas dos horas de navegación, más arriba del Vichada: conduce, bajo bóvedas de vegetación, a una aldea de indios guahibos, que tiene su atracadero en una ensenada oculta.
La tormenta acontece en un paraje que puede ser el Raudal del Muerto. La Capital de las Formas es el Monte Autana, con su perfil de catedral gótica. Desde esa jornada el paisaje del Alto Orinoco y del Autana es trocado por el de la Gran Sabana, cuya visión se ofrece en distintos pasajes de los Capítulos III y IV.
Santa Mónica de los Venados es lo que pudo ser Santa Elena del Uarirén, en los primeros años de su fundación, cuando el modo más fácil de acceder a la incipiente ciudad era una ascensión de siete días, viniéndose del Brasil, por el abra de un tumultuoso torrente. Desde entonces han nacido muchas poblaciones semejantes -aún sin ubicación geográfica- en distintas regiones de la selva americana. No hace mucho, dos famosos exploradores franceses descubrieron una de ellas, de la que no se tenía noticia, que responde de modo singular a la fisonomía de Santa Mónica de los Venados, con un personaje cuya historia es la misma de Marcos.
El capítulo de la Misa de los Conquistadores transcurre en una aldea piaroa que existe, efectivamente, cerca del Autana. Los indios descritos en la jornada XXIII son shirishanas del Alto Caura. Un explorador grabó fonográficamente -en disco que obra en los archivos del folklore venezolano- el Treno del Hechicero.
El Adelantado, Montsalvatje, Marcos, fray Pedro, son los personajes que encuentra todo viajero en el gran teatro de la selva. Responden todos a una realidad -como responde a una realidad, también un cierto mito del Dorado, que alientan todavía los yacimientos de oro y de piedras preciosas. En cuanto a Yannes, el minero griego que viajaba con el tomo de La Odisea por todo haber, baste decir que el autor no ha modificado su nombre, siquiera. Le faltó apuntar, solamente, que junto a La Odisea, admiraba sobre todas cosas La Anábasis de Jenofonte.
A. C.
ALEJO CARPENTIER
ALEJO CARPENTIER nació en La Habana en 1904 y murió en París en 1980. Aunque en 1921 inició los estudios de Arquitectura, pronto los abandonó para dedicarse al periodismo y a la música. Integrado en el llamado Grupo Minorista, en 1924 fue nombrado director de la revista Carteles y empezó a participar activamente en la vida musical cubana. En 1927, poco después de colaborar en la fundación de la Revistade Avance, fue encarcelado por motivos políticos. En 1928 se trasladó a París, donde residiría hasta 1939, en que regresó a Cuba. En 1945 se estableció en Venezuela, donde residió hasta 1959, en que, tras el triunfo de la Revolución cubana, volvió a su país. Desde 1966 hasta su muerte fue agregado cultural de la Embajada de Cuba en París. Postulador de la célebre teoría de lo «real maravilloso», Carpentier desarrolló una vasta obra narrativa en la que destacan El reino de este mundo, Guerra del tiempo, El acoso, El siglo de las luces, El recurso del método, Concierto barroco y La consagración de la primavera.
En 1977 se le concedió el Premio Cervantes.